– ¿Cuánto tiempo hace que el señor Bruno trabaja para usted, señor Gershman?
– ¿Hey, qué es esto? ¿Es por algún retraso en el pago de la pensión a sus hijos?
– No. Queremos hablar con él con referencia a la investigación que estamos llevando a cabo sobre un homicidio.
– ¿Homicidio? -Gershman se levantó de un salto-. ¿Asesinato? ¿Morry Bruno? Deben de estar bromeando, este tío es una joya.
Una joya que había sido un maestro colocando cheques sin fondos.
– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para usted?
– Déjenme ver… un año y medio, quizá dos.
– ¿Y no ha tenido ningún problema con él?
– ¿Problema? Les digo que es una joya. No sabía nada de este negocio, pero tuve un presentimiento y lo contraté. Es un vendedor increíble. Ha superado en ventas a todos los demás… incluso a los más veteranos… y eso ya lo logró al cuarto mes. Fiable, amistoso, jamás ha sido un problema.
– Ha mencionado usted los pagos de la pensión a sus hijos. ¿Está casado el señor Bruno?
– Divorciado – dijo tristemente el señor Gershman -. Como todo el mundo, mi hijo incluido. Hoy en día lo dejan correr con demasiada facilidad.
– ¿Tiene familia aquí, en Los Ángeles?
– No. Su esposa y los crios… creo que son tres, se marcharon al este. A Pittsburgh, o a Cleveland, a algún sitio en el que no hay mar. El los echaba a faltar, hablaba mucho de ello. Es por eso por lo que se presentó voluntario en La Casa.
– ¿La Casa?
– Sí, ese sitio para chicos, en Malibú. Morry acostumbraba a pasar los fines de semana allí, trabajando voluntariamente con los chicos. Le dieron un diploma. Vengan, se lo enseñaré.
La oficina de Bruno era la cuarta parte de la de Gershman, pero estaba decorada en el mismo estilo eclécticamente elegante. El lugar estaba tan limpio como una patena, lo que no resultaba sorprendente, visto que Bruno pasaba la mayor parte de su tiempo de viaje. Gershman señaló una placa enmarcada que compartía pared con media docena de premios a El Número Uno en Ventas.
– ¿Ven?: «Concedida a Maurice Bruno en reconocimiento a su servicio voluntario en pro de los niños sin hogar en La Casa de los Niños y bla, bla, bal». Ya les he dicho que es una joya.
El certificado estaba firmado por el alcalde, como testigo honorífico, y por el director del asilo de niños, un tal Reverendo Augustus J. McCaffrey y era todo él caligrafía y cenefas florales. Muy impresionante.
– Muy bonito -dijo Milo-. ¿Sabe en qué hotel reside el señor Bruno?
– Acostumbraba a ir al MGM, pero después del incendio, ya no sé. Volvamos a mi despacho y averigüémoslo.
De vuelta al Despacho Bonito, Gershman tomó el teléfono, apretó el interfono y ladró por el micrófono.
– Denise, ¿dónde está residiendo Morry en las Vegas? ¡Averígüelo!
Medio minuto más tarde zumbó el interfono.
– ¿Aja? Bien. Gracias, monada – se volvió hacia nosotros-. El Palace.
– ¿El Caesar's Palace?
– Aja. ¿Quieren que llame allí, para que puedan hablar con él?
– Si no le importa… Diremos que se lo carguen al Departamento de Policía.
– ¡Nia! -Gershman hizo un gesto con la mano -. Pago yo. Denise, llame al Caesar's Palace y haga que Morry se ponga al teléfono. Si no está allí, déjele un mensaje para que llame a…
– Al detective Sturgis, de la División Oeste de Los Angeles.
Gershman completó las instrucciones.
– No estarán pensando que Morry pueda ser sospechoso, ¿verdad? – nos preguntó cuando dejó el teléfono -. Es sólo como testigo, ¿no?
– Realmente no le podemos decir nada al respecto, señor Gershman – Milo era muy estricto en cuestiones de discreción.
– ¡No puedo creérmelo! -Gershman se dio una palmada en la cabeza-. ¡Realmente piensan que Morry puede ser un asesino! ¡Un tipo que trabaja con niños en el fin de semana… un tipo que jamás ha tenido una palabra más fuerte que otra con nadie de aquí… Vayan a preguntar por la casa, les doy permiso. ¡Si encuentran a alquien que tenga algo malo que decir acerca de Morry Bruno, me como esta mesa!
Le interrumpió el zumbador del interfono.
– Sí, Denise. ¿Cómo es eso? ¿Está segura? Quizá haya sido un error. Compruébelo de nuevo. Y luego llame al Aladdin, o al Sands quizá cambió de idea.
El rostro del viejo estaba solemne cuando colgó.
– No está en el Palace -dijo con la tristeza y miedo de alguien al que le van a arrancar del reconfortante calor de sus ideas preconcebidas.
Maurice Bruno no estaba en el Aladdin, o el Sands, ni en ningún otro de los principales hoteles de Las Vegas. Nuevas llamadas desde la oficina de Gershman revelaron el hecho de que no había registro en ninguna de las compañías aéreas de que hubiera ido de Los Ángeles a Las Vegas.
– Me gustaría su dirección y número de teléfono, si me hace el favor.
– Denise se lo dará -dijo Gershman. Lo dejamos sentado en su gran despacho, solo, con su barbilla mal afeitada apoyada en sus manos, frunciendo el ceño como un maltratado bisonte que ya lleva demasiados años residiendo en el Zoo.
Bruno vivía en Glendale, que normalmente hubiera estado a diez minutos en coche de la fábrica Presto, pero eran las seis de la tarde, había habido un accidente justo al oeste de Hollywood, en el trébol de Golden State, y la autopista esta estancada todo el camino desde Burbank hasta Pasadena. Pero cuando salimos de ella en Brand era ya obscuro y los dos estábamos de muy mal humor.
Milo giró hacia el norte y se dirigió hacia las montañas.
La casa de Bruno estaba en Armelita, una calle lateral a un kilómetro de donde acababa el paseo. Se hallaba situada en el final de un callejón sin salida y era una pequeña imitación del estilo Tudor, de un solo piso, frente a la que había un cuidado cuadrado de césped, con setos de tejos y arbustos de enebro metidos en los espacios vacíos. Dos grandes matorrales del árbol de la vida guardaban la entrada. No era el tipo de lugar que me hubiera imaginado para un soltero acostumbrado a ir por Las Vegas. Luego recordé lo que Gershman había dicho de su divorcio. Sin duda aquél era el hogar familiar, dejado atrás por la esposa y los hijos al huir.
Milo llamó al timbre un par de veces, luego golpeó fuerte con el puño. Cuando nadie le contestó se fue a su coche y llamó a la policía de Glendale. Diez minutos más tarde apareció un coche patrulla y de él salieron dos agentes uniformados. Ambos eran altos, robustos y de cabello color arena y tenían poblados, erizados y pajizos bigotes bajo sus narices. Se nos acercaron con esa marcha que sólo tienen los polizontes y los borrachos cuando están intentando con todas sus fuerzas aparentar que están sobrios, y conferenciaron con Milo. Luego se fueron a su radio.
La calle estaba silenciosa y desprovista de todo signo de que allí viviese algún ser humano. Siguió así mientras llegaban y aparcaban los tres coches patrulla adicionales y el Dodge sin marca alguna. Hubo una breve conferencia que pareció un corro de los que se hacen en el fútbol americano y luego desenfundaron pistolas. Milo volvió a tocar el timbre, esperó un minuto y luego abrió la puerta de una patada. Había empezado el asalto.
Yo me quedé fuera, mirando, esperando. Pronto se pudo oír el sonido de arcadas y vómitos. Luego empezaron a salir policías corriendo de la casa, dejándose caer sobre el césped, con sus manos tapándoles las narices, como en una escena de acción pasada al revés. Un policía particularmente apuesto se ocupó en echar el contenido de su tripa sobre los enebros. Cuando parecía que todos se habían retirado salió Milo a la puerta, con un pañuelo cubriéndole la boca y la nariz. Sus ojos eran visibles y entraron en contacto con los míos. Me ofrecían una elección.
Contra todo lo juicioso, saqué mi propio pañuelo, enmascaré la parte inferior de mi cara y entré.
El delgado algodón era poca defensa contra el cálido hedor que se alzó contra mí en cuanto crucé el umbral. Era como si puros gases de las alcantarillas y los pantanos se hubieran unido en una sopa burbujeante y arremolinada, tras lo que ésta se hubiera vaporizado y diseminado por el aire.