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De la misma manera, Lisbeth instaló el software en los ordenadores de sobremesa de los policías, lo que le permitiría buscar información desde fuera y -sin más que usurpar sus identidades- acceder al archivo del registro criminal. Sin embargo, debía actuar con la máxima cautela para que nadie detectara sus intrusiones. El Departamento de Seguridad contaba, por ejemplo, con una alarma automática que se activaba en cuanto un policía local accedía a la red fuera de su horario laboral o cuando el número de búsquedas aumentaba drásticamente. Si ella indagara en investigaciones en las que no era lógico que ese policía participase, saltaría la alarma.

Durante el año siguiente trabajó con su colega hacker Plague para hacerse con el control de la red informática de la policía. Les supuso una dificultad tan insalvable que un tiempo después abandonaron el proyecto, aunque, en el transcurso del trabajo, llegaron a acumular cerca de cien identidades policiales que podían utilizar según sus necesidades.

Plague abrió una importante brecha cuando consiguió piratear el ordenador de casa del jefe del departamento de Seguridad de la policía. El tipo en cuestión era un economista con escasos conocimientos informáticos, que acumulaba una cantidad ingente de información en su portátil. Eso les brindaba a Lisbeth y Plague la posibilidad de, si no piratear, sí, por lo menos, destrozar completamente la red policial con virus malignos de diferentes clases. Sin embargo, era una actividad que no les interesaba lo más mínimo a ninguno de los dos; eran hackers, no saboteadores. Querían acceder a redes que funcionaran, no destruirlas.

Lisbeth Salander comprobó su lista y constató que ninguna de esas personas cuyas identidades habían suplantado en aquel entonces trabajaba en la investigación del triple asesinato; eso hubiera sido esperar demasiado. Sí pudo entrar y leer, sin dificultad alguna, todos los detalles de su orden nacional de busca y captura; incluso habían actualizado sus datos personales. Descubrió que había sido vista y perseguida en Uppsala, Norrköping, Gotemburgo, Malmö, Hässleholm y Kalmar, entre otras ciudades, y que se había procesado y distribuido informáticamente una imagen que ofrecía una idea más precisa de su aspecto.

Una de las pocas ventajas con las que jugaba Lisbeth en aquella situación era que apenas existían fotografías de ella. Aparte de la del pasaporte de hacía cuatro años, que también usaba para su carné de conducir, y otra del archivo policial de cuando contaba dieciocho -donde estaba irreconocible-, no había más que unas pocas instantáneas sueltas extraídas de viejos álbumes del colegio y otras que habían sido hechas por algún profesor durante una excursión del colegio a la reserva natural de Nacka. Las fotos de la excursión -ahí tenía doce años- mostraban una figura borrosa que estaba sentada sola y un poco apartada de los demás.

La desventaja era que en la foto del pasaporte salía con una mirada fija, la boca cerrada en una fina línea y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. Confirmaba la imagen de una asesina retrasada y antisocial, un mensaje que los medios de comunicación se encargaban de difundir. Lo positivo era que distaba tanto de su aspecto actual que muy pocas personas serían capaces de reconocerla.

Lisbeth siguió con avidez la reconstrucción del perfil de las tres víctimas. El martes los medios empezaron a estancarse y, a falta de revelaciones sensacionalistas en la caza de Lisbeth Salander, el interés se centró en las víctimas. En uno de los vespertinos se retrató a Dag Svensson, Mia Bergman y Nils Bjurman en un extenso artículo de fondo. El mensaje era que tres honrados ciudadanos habían sido salvajemente masacrados por motivos incomprensibles.

Nils Bjurman aparecía como un respetable abogado, con un alto sentido del compromiso social, miembro de Greenpeace y «comprometido con los jóvenes». A su colega e íntimo amigo, Jan Håkansson, que tenía su bufete en el mismo edificio que Bjurman, se le dedicaba una columna. Håkansson confirmaba la imagen de Bjurman como un hombre que luchaba por los derechos de la gente de a pie. Un funcionario de la comisión de tutelaje lo describía como alguien genuinamente comprometido con su protegida Lisbeth Salander.

Lisbeth Salander esbozó la primera sonrisa torcida del día.

Mia Bergman, la víctima femenina del drama, era objeto de una atención especial. Ella era descrita como una mujer joven, guapa, tremendamente inteligente y ya con un impresionante currículo y una carrera brillante por delante. Se citaba a amigos, compañeros de curso y a la directora de su tesis, todos en estado de shock. La pregunta más habitual era «por qué». Las fotos mostraban flores y velas encendidas ante el portal del inmueble de Enskede.

A Dag Svensson se le dedicaba, en comparación, bastante poco espacio. Se le describía como un audaz reportero, pero el interés fundamental recaía sobre su pareja.

Lisbeth advirtió, con ligero asombro, que hasta el domingo de Pascua nadie descubrió que Dag Svensson había estado trabajando en un amplio reportaje para la revista Millennium. Su sorpresa fue en aumento cuando descubrió que, en el artículo, no quedaba claro en qué andaba trabajando exactamente.

Nunca leyó lo que Mikael Blomkvist había dicho para la edición digital de Aftonbladet. Hasta el martes, cuando reprodujeron sus palabras en un informativo de la tele, no descubrió que Blomkvist había dado una información manifiestamente engañosa. Mikael afirmaba que Dag Svensson fue contratado para escribir un reportaje sobre «la seguridad informática y la intrusión informática ilegal».

Lisbeth Salander frunció el ceño. Sabía que la afirmación era falsa y se preguntó a qué estaba jugando Millennium en realidad. Luego, comprendió el mensaje y mostró la segunda sonrisa torcida del día. Se conectó al servidor de Holanda e hizo doble clic sobre el icono bautizado como MikBlom/laptop. Encontró la carpeta «Lisbeth Salander» y el documento «Para Sally» en el escritorio. Hizo doble clic y lo leyó.

Presa de sentimientos encontrados, se quedó inmóvil ante la carta de Mikael. Hasta ese momento había sido ella contra el resto de Suecia, lo que constituía una ecuación bastante clara. Y ahora, de repente, contaba con un aliado o, por lo menos, con un aliado potencial, que declaraba que creía en su inocencia. Pero era el único hombre de toda Suecia al que no deseaba ver bajo ninguna circunstancia. Suspiró. Mikael Blomkvist se le antojó, como siempre, un condenado e ingenuo do gooder. Lisbeth Salander no había sido inocente desde los diez años.

«No hay inocentes; sólo distintos grados de responsabilidad.»

Nils Bjurman estaba muerto porque había elegido no jugar según las reglas que ella había establecido. Tenía todas las de ganar, y aun así, había contratado a un maldito macho alfa para hacerle daño. Eso no era responsabilidad de Lisbeth.

Sin embargo, no debía subestimar la aparición de Kalle Blomkvist en escena. Podía serle útil. Era bueno resolviendo misterios y su cabezonería no tenía parangón. Eso lo aprendió Lisbeth en Hedestad. Cuando le hincaba el diente a algo seguía hasta la muerte. Era realmente ingenuo. Pero también capaz de moverse por donde ella no podía dejarse ver. Le sería útil hasta que lograra salir del país. Cosa que suponía que se vería obligada a hacer dentro de poco.

Desgraciadamente, a Mikael Blomkvist no se le podía dirigir: resultaba imprescindible motivarlo para que actuara. Y para ello necesitaba un pretexto moral.

Era bastante previsible. Reflexionó un rato y luego creó otro documento al que bautizó «Para Mik-Blom» y donde escribió una sola palabra.

Zala

Eso debería darle algo en lo que pensar.

Seguía ante el ordenador, meditando, cuando advirtió que Mikael Blomkvist encendió, de repente, su iBook. Su respuesta llegó poco después.

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