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Mikael asintió con la cabeza.

– Supongo que te refieres a que habéis hallado sus huellas dactilares en la pistola. Eso no significa que apretara el gatillo.

Bublanski asintió.

– Dragan Armanskij también duda. Es demasiado prudente para reconocerlo explícitamente, pero él también anda buscando pruebas de su inocencia.

– ¿Y tú qué es lo que crees?

– Yo soy policía. Yo detengo a gente y la interrogo. Ahora mismo Lisbeth Salander lo tiene muy negro. Hemos condenado a asesinos basándonos en indicios bastante más débiles.

– No has contestado a mi pregunta.

– No lo sé. Si resulta que es inocente, ¿quién crees tú que tendría interés en asesinar tanto a su administrador como a tus dos amigos?

Mikael sacó un paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo a Bublanski, que negó con la cabeza. No quería mentirle a la policía y suponía que debía contarle lo de ese tipo llamado Zala. Y, además, debería hablarle del comisario Gunnar Björck de la Säpo.

Pero Bublanski y sus colegas también tenían acceso al material de Dag Svensson y a esa carpeta bautizada como «Zala»; tan sólo era cuestión de leerla. En su lugar, avanzaban como una apisonadora sacando a la luz todos los detalles íntimos de Lisbeth Salander en los medios de comunicación

Mikael tenía una pista, aunque no sabía adonde lo conduciría. No quería dar el nombre de Björck antes de estar seguro. Zalachenko. Allí estaba la conexión no sólo con Bjurman, sino con Dag y Mia. El único problema era que Björck no le había contado nada todavía.

– Déjame indagar un poco más y presentaré una teoría alternativa.

– Ninguna pista que implique a la policía, espero.

Mikael sonrió.

– No. Aún no. ¿Qué dijo Miriam Wu?

– Más o menos lo mismo que tú. Mantenían una relación.

Miró de reojo a Mikael.

– Eso no es asunto mío -contestó Mikael.

– Miriam Wu y Salander se han estado viendo durante tres años. Ella no sabía nada del pasado de Salander; ni siquiera sabía dónde trabajaba. Es difícil tragárselo, pero creo que dice la verdad.

– Lisbeth es muy suya -comentó Mikael.

Permanecieron callados un rato.

– ¿Tienes el número de Miriam Wu?

– Sí.

– ¿Me lo puedes dar?

– No.

– ¿Por qué no?

– Mikael, esto es un asunto policial. No necesitamos detectives aficionados con teorías descabelladas.

– Yo aún no tengo teorías. Sin embargo, creo que la respuesta al misterio está en el material de Dag Svensson.

– Si te esfuerzas un poco, no te costará nada dar con Miriam Wu.

– Es probable. Pero lo más sencillo es pedirle el número a alguien que ya lo tenga.

Bublanski suspiró. De repente, Mikael se irritó enormemente con él.

– ¿Los policías son más inteligentes que esa gente normal a la que tú llamas detectives aficionados? -preguntó.

– No, no creo. No obstante, los policías cuentan con una formación especializada y su trabajo es investigar delitos.

– La gente normal también está formada -dijo Mikael sosegadamente-. Y a veces un detective aficionado es mejor que un policía de verdad.

– ¿Tú crees?

– No es que lo crea, lo sé. Mira el caso Joy Rahman; todos aquellos policías se pasaron cinco años con el culo pegado a una silla y los ojos cerrados mientras Rahman cumplía condena por haber asesinado a una vieja siendo inocente. Todavía seguiría encerrado si no fuera porque una profesora se tomó la molestia de dedicar varios años a realizar una investigación seria. Lo hizo, y sin disponer de todos los recursos de los que tú dispones. No sólo probó que él era inocente, sino que también identificó a la persona que, con toda probabilidad, era el verdadero asesino.

– En el caso Rahman intervino una cuestión de prestigio. El fiscal se negó a escuchar los hechos.

Mikael Blomkvist observó con detenimiento a Bublanski.

– Bublanski, te voy a contar una cosa. En estos momentos, el caso Lisbeth también se ha convertido en una cuestión de prestigio. Yo sostengo que ella no mató a Dag y Mia. Y lo voy a probar. Te voy a ofrecer un asesino alternativo y, cuando esto ocurra, escribiré un artículo que a ti y a tus colegas os resultará una verdadera tortura.

De camino a su casa de Katarina Bangata, Bublanski sintió la necesidad de hablar con Dios sobre el tema, pero en vez de pasarse por la sinagoga, se fue a la iglesia católica de Folkungagatan. Se sentó en uno de los bancos del fondo y no se movió durante más de una hora. Como judío, teóricamente, no pintaba nada en una iglesia católica; sin embargo, era un sitio tranquilo que visitaba con asiduidad cada vez que necesitaba poner en orden sus ideas. Jan Bublanski estaba convencido de que Dios no lo desaprobaría. Además, existía una gran diferencia entre el catolicismo y el judaismo. Él acudía a la sinagoga porque buscaba compañía y unión con otras personas; los católicos iban a la iglesia porque buscaban estar solos con Dios. La iglesia invitaba al silencio e instaba a que no se molestara a sus visitantes.

Le estuvo dando vueltas al tema de Lisbeth Salander y Miriam Wu. Y reflexionó sobre lo que le ocultaban Erika Berger y Mikael Blomkvist. Estaba convencido de que sabían algo sobre Salander que no le habían contado. Se preguntó qué tipo de «investigación» habría hecho Lisbeth Salander para Mikael Blomkvist. Por un breve instante, se le pasó por la cabeza que a lo mejor Salander habría trabajado para Blomkvist antes de que él revelara el caso Wennerström, pero, tras meditarlo un poco más, descartó esa posibilidad. No le cuadraba Lisbeth Salander relacionada con ese tipo de asuntos, y le parecía disparatado que ella pudiera haber contribuido con algo relevante en un caso como aquél. Por muy buena investigadora que fuera.

Bublanski estaba preocupado.

Le disgustaba la convicción inquebrantable que Mikael Blomkvist tenía sobre la inocencia de Salander. Una cosa era que a él, como policía, le asaltaran las dudas -dudar era su profesión- y otra, que Mikael Blomkvist, en calidad de detective aficionado, lo retara.

Los detectives aficionados le caían mal, ya que, por lo general, eran sinónimo de teorías conspirativas que, como se podía constatar, daban pie a llamativos titulares en los periódicos. No obstante, la mayoría de las veces no hacían más que generar trabajo extra e inútil a la policía.

Esta se había convertido en la investigación criminal más deslavazada en la que había participado en toda su carrera. En cierto sentido, andaba desorientado y no sabía qué dirección tomar. La investigación de un asesinato debería seguir una cadena de lógica.

Si un chico de diecisiete años es hallado muerto por arma blanca en Mariatorget, se trata de averiguar qué pandillas de cabezas rapadas u otros jóvenes estuvieron rondando por Södra Station una hora antes. Siempre acaban saliendo a flote amigos, conocidos, testigos y, tarde o temprano, sospechosos.

Si en un bar de Skärholmen matan a un hombre de cuarenta y dos años pegándole tres tiros, y resulta que el individuo en cuestión era un matón de la mafia yugoslava, entonces se trata de dar con los advenedizos que intentan hacerse con el control del contrabando de tabaco.

Si una mujer de veintiséis años con un pasado respetable y una vida normal aparece estrangulada en su casa, se trata de averiguar quién era su novio o quién fue la última persona con quien habló en el bar la noche anterior.

Bublanski había realizado tantas investigaciones de ese tipo que las podría hacer hasta con los ojos cerrados.

La investigación que les ocupaba había empezado estupendamente. A las pocas horas ya tenían una sospechosa. Lisbeth Salander estaba hecha para el papel; un caso clínico evidente que llevaba toda su vida sufriendo violentos e incontrolables arrebatos. En teoría, sólo se trataba de localizarla y sacarle una confesión o, dependiendo de las circunstancias, enviarla al psiquiátrico. Pero todo se había ido al garete en cuestión de horas también.

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