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Estantería del salón. Un libro de Mikael Blomkvist: El banquero de la mafia. Un libro en alemán titulado Der Staat und die Autonomen, un libro en sueco, Terrorismo revolucionario, así como el libro inglés Islamic Jihad.

De manera automática incluyó el libro de Mikael Blomkvist porque el autor era una persona que había aparecido en el sumario con anterioridad. Las otras tres obras le parecieron más extrañas. Jerker Holmberg no tenía ni idea de si los asesinatos estaban relacionados con alguna actividad política -ignoraba si Dag Svensson y Mia Bergman andaban en política- o si los libros no eran más que una muestra de un interés general o, incluso, si habían acabado allí a consecuencia de su trabajo periodístico. Sin embargo, calculó que si se hallaba a dos personas muertas en un piso con algunos libros sobre terrorismo, había que tener en cuenta esa circunstancia. Por consiguiente, colocó los libros en la maleta junto a los demás objetos incautados.

Luego dedicó unos minutos a echarle un vistazo a una antigua cómoda muy desgastada. Sobre ella se alzaba un reproductor de Cds; los cajones contenían una amplia colección de discos. Jerker Holmberg dedicó treinta minutos a abrirlos y a determinar que su interior se correspondía con la carátula. Encontró unos diez discos sin nada escrito, por lo que dedujo que debían de ser copias caseras o tal vez piratas. Los fue poniendo, uno tras otro, en el reproductor y advirtió que sólo era música. Se centró un buen rato en el mueble del televisor que se hallaba junto a la puerta del dormitorio y que contenía numerosas cintas. Puso varias y constató que allí había de todo, desde películas de acción hasta un batiburrillo de grabaciones de emisiones de noticias, reportajes y programas de debate y de denuncia social como «La verdad al desnudo», «Insider» y «Misión investigación». Incluyó treinta y seis cintas en el informe. Luego entró en la cocina, abrió un termo con café y se tomó un breve descanso antes de seguir con su investigación.

De una balda de uno de los armarios de la cocina, sacó un buen número de botecitos y frasquitos que, al parecer, constituían el botiquín de medicamentos de la casa. Los metió en una bolsa de plástico que introdujo, a su vez, en la maleta de los objetos intervenidos. Sacó alimentos de la despensa y la nevera, y abrió cada bote, cada paquete de café y las botellas que ya estaban empezadas. En un tiesto situado en la ventana de la cocina encontró mil doscientas veinte coronas y unos cuantos tiques de compra. Supuso que se trataba de una especie de hucha de la que echaban mano para comprar comida y otros productos cotidianos. No encontró nada de interés. Del cuarto de baño no cogió nada. En cambio, constató que la cesta de la colada estaba llena a rebosar y la examinó prenda a prenda. Del armario de la entrada sacó la ropa de abrigo y registró cada bolsillo.

Encontró la cartera de Dag Svensson en el bolsillo interior de una americana y la añadió al informe. Contenía un carnet anual del gimnasio Friskis & Svettis, una tarjeta de crédito de Handelsbanken y casi cuatrocientas coronas en efectivo. Encontró el bolso de Mia Bergman y dedicó unos minutos a clasificar el contenido. También ella tenía un carnet anual de Friskis & Svettis, una tarjeta del cajero automático, una de cliente de Konsum y otra de algo llamado Club Horisont, que presentaba un globo terrestre como logotipo. Además, llevaba más de dos mil quinientas coronas en efectivo, cantidad que había que considerar relativamente alta aunque no disparatada, teniendo en cuenta que tenían pensado irse de viaje ese fin de semana. El hecho de que el dinero permaneciera en la cartera redujo, sin embargo, la probabilidad de que el móvil del asesinato fuera el robo.

Bolso de Mia Bergman hallado en la entrada, sobre el estante para los abrigos: una agenda de bolsillo de tipo ProPlan, una libretita de direcciones y un cuaderno negro elegantemente encuadernado.

Holmberg hizo nuevamente una pausa para tomar café y constató que, por raro que pudiera parecer, seguía sin encontrar -de momento- nada embarazoso o de carácter muy íntimo y personal en la casa de la pareja Svensson-Bergman. No había objetos sexuales escondidos, nada de ropa interior escandalosa ni ningún cajón lleno de películas porno. No había encontrado cigarrillos de marihuana ni ningún otro rastro de actividades delictivas. Parecía ser una pareja del extrarradio de Estocolmo completamente normal, tal vez -desde un punto de vista policial- algo más aburrida de lo normal.

Al final volvió al dormitorio y se sentó a la mesa de trabajo. Abrió el cajón superior. La siguiente hora la pasó ordenando papeles. Inmediatamente se percató de que tanto los cajones como la estantería albergaban una amplia documentación de fuentes y referencias a la tesis doctoral de Mia Bergman: From Russia with Love. El material estaba pulcramente clasificado, al igual que una buena investigación policial; por unos instantes Holmberg se zambulló en algunos pasajes. «Mia Bergman se habría ganado un puesto en la brigada», se dijo a sí mismo. Una parte de la estantería se hallaba medio vacía y contenía, al parecer, material que pertenecía a Dag Svensson. Se trataba principalmente de recortes de prensa de sus propios artículos y de temas que le interesaban.

Dedicó un rato a repasar el contenido del ordenador y advirtió que poseía cerca de cinco gigabytes; allí había de todo, desde programas hasta cartas, artículos y archivos pdf descargados. En otras palabras: no era algo que pensara leer esa misma tarde. Añadió al material intervenido el equipo y diversos Cds, así como un lector de zips y, más o menos, una treintena de discos en ese formato.

Luego, durante un breve instante, se sumió en sus cavilaciones. Por lo que había podido ver, el ordenador contenía el material de Mia Bergman. Dag Svensson era periodista y debería contar con un ordenador como principal herramienta de trabajo, pero ese de sobremesa ni siquiera tenía correo electrónico. Por lo tanto, Dag Svensson guardaba otro en algún sitio. Jerker Holmberg se levantó y paseó meditabundo por la casa. En la entrada había una mochila negra con un compartimento vacío para el ordenador y unos cuadernos. Fue incapaz de encontrar ningún portátil escondido en el apartamento. Sacó las llaves y bajó al patio, donde registró el coche de Mia Bergman y luego un trastero del sótano. Tampoco allí había nada.

«Lo curioso del perro es que no ladró, mi querido Watson.»

En el informe de los objetos intervenidos apuntó que en la casa parecía faltar un ordenador.

A eso de las seis y media de la tarde, nada más regresar de Lundagatan, Bublanski y Faste acudieron al despacho del fiscal Ekström para reunirse con él. Curt Svensson, tras una llamada telefónica, había sido enviado a la Universidad de Estocolmo para hablar con la directora de la tesis de Mia Bergman. Jerker Holmberg continuaba en Enskede y Sonja Modig era la responsable de la investigación forense en Odenplan. Habían pasado más de diez horas desde que Bublanski fuera puesto al frente de la investigación y siete desde que se iniciara la búsqueda de Lisbeth Salander. Bublanski resumió lo ocurrido en Lundagatan.

– ¿Y quién es Miriam Wu? -preguntó Ekström.

– Seguimos sin saber gran cosa de ella. No está fichada. Será Hans Faste quien se encargue de buscarla mañana por la mañana.

– Pero ¿Salander no está en Lundagatan?

– Por lo que hemos podido ver no hay nada que sugiera que vive allí. Por ponerte un ejemplo: toda la ropa del armario es de otra talla.

– Y menuda ropa -añadió Hans Faste.

– ¿Por qué? -preguntó Ekström.

– No es precisamente el tipo de ropa que regalarías en el Día de la Madre.

– De momento no sabemos nada sobre Miriam Wu -dijo Bublanski.

– Pero, joder, ¿qué más quieres? Tiene un armario repleto de uniformes de puta…

– ¿Uniformes de puta? -se asombró Ekström.

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