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– ¿Problemas psíquicos? -preguntó Erika Berger.

Perplejo, Bublanski desplazó la mirada de Mikael Blomkvist a Erika Berger y viceversa. «No lo sabían. La verdad es que no lo sabían.» De repente, Bublanski se sintió muy irritado tanto con Armanskij como con Blomkvist pero, sobre todo, con Erika Berger, su elegante ropa y su sofisticado despacho con vistas a Götgatan. «Aquí se pasa el día dictando a los demás lo que deben opinar.» Pero centró su irritación en Mikael.

– No entiendo qué les pasa a usted y a Armanskij -le espetó.

– ¿Perdón?

– Desde su adolescencia, Lisbeth Salander se ha pasado los años entrando y saliendo del psiquiátrico -dijo finalmente Bublanski-. Un examen psiquiátrico forense y una sentencia judicial han determinado que es incapaz de llevar sus propios asuntos. Ha sido declarada incapacitada. Está documentado que presenta un carácter violento, y a lo largo de su vida ha tenido problemas con las autoridades. Y ahora es sospechosa, en grado sumo, de… complicidad en un doble asesinato. Y tanto usted como Armanskij hablan de ella como si fuese una especie de princesa.

Mikael Blomkvist permaneció completamente quieto, mirando atónito a Bublanski.

– Déjeme que se lo diga de la siguiente manera -continuó Bublanski-: buscamos una conexión entre la pareja de Enskede y Lisbeth Salander. Y resulta que usted, que encontró a las víctimas, es ese vínculo. ¿Quiere hacer algún comentario al respecto?

Mikael se reclinó en la silla. Cerró los ojos intentando comprender la situación. Lisbeth Salander sospechosa de los asesinatos de Dag y de Mia. «No cuadra. Es absurdo.» ¿Era ella capaz de matar? De repente le vino a la mente la cara de Lisbeth, cuando, dos años antes, se despachó a gusto con Martin Vanger con un palo de golf. «No cabe duda de que lo habría matado. Si no lo hizo, fue porque tenía que salvarme la vida.» Inconscientemente, se toqueteó el cuello, justo donde había tenido la soga de Martin Vanger. «Pero Dag y Mia… no tiene sentido.»

Sabía que Bublanski lo estaba observando con una incisiva mirada. Al igual que Dragan Armanskij, debía hacer una elección. Tarde o temprano tendría que decidir en qué rincón del cuadrilátero situarse en el caso de que Lisbeth Salander fuese acusada de asesinato. «¿Culpable o inocente?»

Antes de que le diera tiempo a decir nada, sonó el teléfono de la mesa de Erika. Contestó y le pasó el auricular a Bublanski.

– Alguien llamado Hans Faste quiere hablar con usted.

Bublanski cogió el teléfono y escuchó atentamente. Tanto Mikael como Erika pudieron ver cómo le cambiaba el gesto.

– ¿Cuándo entran?

Silencio.

– ¿Qué dirección es…? Lundagatan… vale, estoy cerca. Ahora voy para allá.

Bublanski se levantó apresuradamente.

– Perdónenme, tengo que interrumpir nuestra conversación. Acaban de encontrar al actual administrador de Salander muerto a tiros y ahora pesa sobre ella una orden de busca y captura y queda detenida, in absentia, por tres asesinatos.

Erika Berger se quedó boquiabierta. A Mikael Blomkvist parecía que le acababa de alcanzar un rayo.

Entrar en el apartamento de Lundagatan era, desde el punto de vista táctico, una operación relativamente sencilla. Hans Faste y Curt Svensson se apoyaron contra el capó del coche y aguardaron mientras la unidad de intervención, armada hasta los dientes, ocupó la escalera y se adentró en el patio.

Al cabo de diez minutos, pudieron constatar lo que Faste y Svensson ya sabían. Nadie abrió la puerta cuando llamaron.

Hans Faste miró a lo largo de Lundagatan, que, para desesperación de los pasajeros del autobús 66, se hallaba cortada desde Zinkensdamm hasta la iglesia de Högalid. El vehículo se había quedado atrapado en plena cuesta, y no podía ni avanzar ni retroceder. Al final, Faste se acercó y le ordenó a un agente uniformado que se echara a un lado y dejara pasar al autobús. Una gran cantidad de curiosos observaban todo aquel jaleo desde la parte alta de Lundagatan.

– Tiene que haber una manera más sencilla -dijo Faste.

– ¿Más sencilla que qué? -preguntó Svensson.

– Más sencilla que llamar a las tropas de asalto cada vez que hay que arrestar a un chorizo.

Curt Svensson se abstuvo de realizar comentario alguno.

– Al fin y al cabo, se trata de una tía de aproximadamente un metro y medio de alto que no pesa más de cuarenta kilos -añadió Faste.

Decidieron que no resultaba necesario echar la puerta abajo de un mazazo. Bublanski se unió al grupo mientras esperaban que el cerrajero la abriera con un taladro y se echara a un lado para que la policía pudiera entrar en el apartamento. Les llevó unos ocho segundos realizar una inspección ocular de los cuarenta y cinco metros cuadrados y constatar que Lisbeth Salander no estaba escondida debajo de la cama, ni en el baño, ni en ninguno de los armarios. Después, se dio vía libre para que entrara Bublanski.

Los tres detectives dieron una vuelta por el apartamento, inmaculadamente limpio, y decorado con muy buen gusto. Los muebles eran sencillos. Las sillas de la cocina estaban pintadas en colores pastel. De las paredes de las habitaciones colgaban, enmarcadas, unas artísticas fotografías en blanco y negro. En la entrada había una estantería con un reproductor de Cds y una gran colección de discos. Bublanski constató que abarcaba varios géneros: desde rock duro hasta ópera. Todo tenía un aspecto muy moderno y muy arty. Decorativo. De buen gusto.

Curt Svensson examinó la cocina y no encontró nada que llamara su atención. Hojeó una pila de periódicos y revistas e inspeccionó el fregadero, los armarios y el congelador de la nevera.

Faste abrió los roperos y los cajones de la cómoda del dormitorio. Soltó un silbido al encontrar esposas y unos cuantos juguetes sexuales. En un armario encontró una colección de ropa de látex de la que su madre se habría avergonzado nada más verla.

– Aquí ha habido juerga -dijo en voz alta mientras levantaba un vestido de charol que, según rezaba en la etiqueta, había sido diseñado por Domino Fashion, fuera lo que fuese eso.

Bublanski examinó la cómoda de la entrada, donde descubrió una pequeña pila de cartas sin abrir dirigidas a Lisbeth Salander. Les echó un vistazo y comprobó que se trataba de facturas y extractos de cuentas bancarias, y una sola carta personal. Era de Mikael Blomkvist. Así que, hasta ahí, la historia de Blomkvist era cierta. Luego se agachó y recogió la correspondencia que se hallaba a los pies del buzón y que tenía las pisadas de la unidad de intervención. Estaba compuesta por las revistas Thai Pro boxing y Södermalmsnytt -esta última, gratuita-, así como por tres sobres, todos dirigidos a «Miriam Wu».

A Bublanski le entró una desagradable sospecha. Se dirigió al cuarto de baño y abrió el armario. Allí encontró una cajita de Alvedon y un tubo medio lleno de Citodon. El Citodon era un medicamento que sólo se expendía con receta. La etiqueta llevaba el nombre de Miriam Wu. También había un cepillo de dientes.

– Faste, ¿por qué pone «Salander-Wu» en la puerta? -preguntó.

– Ni idea -contestó Faste.

– Vale, formularé la pregunta de otro modo: ¿por qué hay correo en el suelo de la entrada dirigido a una tal Miriam Wu? ¿Y por qué en el armario del cuarto de baño hay un tubo de Citodon recetado a Miriam Wu y un solo cepillo de dientes? ¿Y por qué, considerando que Lisbeth Salander, según nuestros datos, no levanta dos palmos del suelo, esos pantalones de cuero que sostienes en la mano parecen pertenecer a una persona que mide, por lo menos, un metro setenta y cinco?

Un breve y embarazoso silencio invadió el apartamento. Curt Svensson lo rompió:

– ¡Mierda!

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