Poco después de las siete, Ekström mantuvo una breve conversación telefónica con el jefe de la policía criminal provincial. A las siete y cuarto Ekström llamó y despertó al inspector Jan Bublanski, más conocido entre sus colegas con el apodo del agente Burbuja. En realidad, Bublanski tenía esa Pascua libre para compensar la montaña de horas extra que había acumulado durante todo el año. Le pidió que interrumpiera sus vacaciones y se personara de inmediato en comisaría para dirigir la investigación de los asesinatos de Enskede.
Bublanski tenía cincuenta y dos años, y llevaba trabajando como policía más de la mitad de su vida, desde los veintitrés. Estuvo seis en un radiopatrulla y había pasado tanto por la brigada de armas como por la brigada de robos antes de realizar unos cursos de formación y ascender a la brigada de delitos violentos de la policía criminal de la provincia de Estocolmo. Para ser exactos, durante los últimos diez años había participado en treinta y tres investigaciones de asesinatos u homicidios. De las diecisiete que dirigió, se esclarecieron catorce y dos se consideraron resueltas desde un punto de vista policial, lo que significaba que la policía sabía quién era el asesino pero carecía de suficientes pruebas para llevarlo a juicio. Únicamente en el caso restante, ocurrido hacía seis años, Bublanski y sus hombres fracasaron. Se trataba de un conocido y alcohólico camorrista al que mataron con un arma blanca en su domicilio de Bergshamra. El lugar del crimen fue una auténtica pesadilla de huellas digitales y rastros de ADN de varias docenas de personas que, durante años y años, se habían emborrachado y peleado en el apartamento. Bublanski y sus colegas estaban convencidos de que el asesino pertenecía al muy nutrido círculo social de alcohólicos y drogadictos; pero, a pesar de su intenso trabajo de investigación, el culpable continuaba burlando a la policía. A efectos prácticos la investigación fue archivada.
En su conjunto, Bublanski contaba con una buena estadística de casos resueltos. Sus colegas lo veían como sumamente competente.
Sin embargo, entre estos mismos, a Bublanski se le consideraba algo raro, cosa que, en parte, se debía al hecho de que era judío y a que, en determinados días festivos, lo habían visto con su kippa por los pasillos de la comisaría. En una ocasión esta circunstancia provocó la crítica de un jefe de policía, ahora retirado, de que resultaba inapropiado llevar una kippa en comisaría, por la misma razón que consideraba inadecuado que un policía anduviera por allí con un turbante. El asunto, no obstante, no pasó de ahí y no dio lugar a debate alguno, pues un periodista que había oído el comentario se puso a hacer preguntas, ante lo cual, el susodicho jefe se retiró apresuradamente a su despacho.
Bublanski pertenecía a la congregación de la sinagoga de Södermalm y pedía comida vegetariana si no había comida kosher. Sin embargo, no era tan ortodoxo como para negarse a trabajar en sabbat. También él se dio cuenta en seguida de que el doble asesinato de Enskede no se trataba de una investigación cualquiera. Nada más cruzar la puerta, poco después de las ocho, Richard Ekström lo llevó a un despacho aparte.
– Una auténtica desgracia -le espetó Ekström a modo de saludo-. La pareja a la que han matado a tiros eran un periodista y una criminóloga. Y hay más: los encontró otro periodista.
Bublanski asintió. Eso prácticamente garantizaba que el caso iba a ser seguido de cerca y analizado en detalle por los medios de comunicación.
– Y para echar más sal en la herida: el periodista que encontró a la pareja es Mikael Blomkvist, de la revista Millennium.
– ¡Ufff! -soltó Bublanski.
– Famoso gracias a todo el circo que se montó con el caso Wennerström.
– ¿Sabemos algo del móvil?
– De momento, nada. Ninguna de las víctimas figura en nuestros archivos. Parece tratarse de una pareja normal y corriente. La mujer iba a presentar su tesis dentro de unas semanas. Hay que concederle a este asunto la máxima prioridad.
Bublanski asintió. Para él un asesinato siempre tenía máxima prioridad.
– Vamos a constituir un grupo operativo. Deberás trabajar lo más rápidamente que puedas y yo me aseguraré de que dispongas de todos los recursos necesarios. Tendrás a Hans Faste y Curt Svensson como ayudantes. También a Jerker Holmberg; está trabajando con un homicidio de Rinkeby, pero parece ser que el autor del asesinato ha huido al extranjero, y él es muy brillante investigando el lugar del crimen. Si es necesario, también puedes contar con investigadores de la policía criminal nacional.
– Quiero a Sonja Modig.
– ¿No te parece demasiado joven?
Bublanski arqueó las cejas y miró asombrado a Ekström.
– Tiene treinta y nueve años, así que sólo es un par de años más joven que tú. Además, es muy eficiente.
– De acuerdo, tú decides a quién quieres en el grupo, siempre y cuando seáis rápidos. La Dirección ya está encima.
Bublanski se lo tomó como una ligera exageración. La Dirección, a esas horas de la mañana, apenas había tenido tiempo de abandonar la mesa del desayuno.
La investigación policial empezó en serio poco antes de las nueve, cuando el inspector Bublanski convocó a su equipo en una sala. Bublanski contempló a las personas reunidas. No le agradaba del todo la composición del grupo.
De todos ellos, Sonja Modig era la persona en la que más confianza tenía. Llevaba doce años de policía, cuatro de los cuales los pasó en la brigada de delitos violentos, donde participó en varias investigaciones con Bublanski al mando. Era meticulosa y metódica, y Bublanski se había dado cuenta de que también poseía esas cualidades que él consideraba de sumo valor en las investigaciones complicadas: imaginación y capacidad de asociación. En por lo menos dos casos, Sonja Modig había hallado curiosos y rebuscados vínculos que otros pasaron por alto, cosa que se tradujo en decisivos avances. Además, Sonja Modig tenía un sutil e inteligente sentido del humor que Bublanski sabía apreciar.
Bublanski también se alegraba de contar con Jerker Holmberg entre su tropa. Holmberg tenía cincuenta y cinco años, y era oriundo del norte de Suecia, concretamente de la provincia de Ångermanland. Se trataba de una persona aburrida y de mente plana que carecía por completo de esa imaginación que hacía tan valiosa a Sonja Modig. En cambio, según Bublanski, Holmberg quizá fuera el mejor investigador del lugar del crimen de toda la policía de Suecia. Habían colaborado en numerosas investigaciones y Bublanski estaba convencido de que si había algo que encontrar en el lugar de los hechos, Holmberg lo encontraría. Su tarea principal, por lo tanto, consistía en dirigir todo el trabajo que había que realizar en el apartamento de Enskede.
El colega Curt Svensson era relativamente desconocido para Bublanski. Se trataba de un hombre callado de constitución fuerte con un pelo rubio cortado tan al rape que, a distancia, daba la sensación de ser completamente calvo. Svensson tenía treinta y ocho años y acababa de incorporarse a la brigada, recién llegado de Huddinge, donde había pasado varios años investigando la delincuencia de bandas. Tenía fama de poseer un carácter irascible y mano dura; un eufemismo para decir que tal vez usara con su clientela métodos no del todo acordes con el reglamento. En una ocasión, hacía ya diez años, Curt Svensson fue denunciado por malos tratos, cosa que dio lugar a una investigación en la que, no obstante, lo absolvieron de todos los cargos.
La reputación de Curt Svensson se debía, sin embargo, a un acontecimiento muy distinto. En octubre de 1999, Curt Svensson, en compañía de otro colega, se fue a Alby con el objetivo de dar con un chorizo y someterlo a un interrogatorio. El tipo no era, ni mucho menos, desconocido en los círculos policiales. Llevaba años sembrando el pánico entre los vecinos y provocando numerosas quejas por su comportamiento pendenciero. Ahora, gracias a un chivatazo, era sospechoso de haber robado en un video-club de Norsborg. Se trataba de una intervención más o menos rutinaria que salió rematadamente mal cuando el individuo, en lugar de acompañar a los agentes por las buenas, sacó un arma blanca. El colega de Svensson, actuando en defensa propia, acabó con varias heridas en las manos y uno de los pulgares cortado, antes de que el malhechor dirigiera su atención hacia Curt Svensson quien, por primera vez en su carrera, se vio obligado a utilizar su arma reglamentaria. Curt Svensson efectuó tres disparos. El primero de ellos fue de advertencia. El segundo, un disparo con intención que, sin embargo, no alcanzó al malhechor; toda una hazaña, ya que la distancia era inferior a tres metros. El tercer impacto le dio de lleno en el cuerpo con tan mala fortuna que le segó la aorta, cosa que provocó que el tipo muriera desangrado al cabo de pocos minutos. La posterior investigación terminó eximiendo a Curt Svensson de cualquier responsabilidad, algo que desencadenó un debate mediático en el que se examinó con lupa el monopolio estatal de la violencia y donde se emparejaba a Curt Svensson con los dos brutales policías implicados en la muerte de Osmo Vallo.