Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Según la fuente G, la policía sospechaba que Sonny Nieminen era el jefe de toda la banda y que Nordman había sido asesinado por encargo suyo, pero no había pruebas. Sin embargo, Nieminen era considerado sumamente peligroso y carente de escrúpulos. En el trullo, se le había relacionado con la Hermandad Aria, una organización nazi de los internos que, a su vez, tenía vínculos con la Hermandad Wolfpack y, también -a través de estos últimos-, con clubes de outlaws pertenecientes al mundillo de los moteros, así como con diversas, violentas y estúpidas organizaciones nazis al estilo del Movimiento de Resistencia de Suecia y de otros similares.

No obstante, lo que le interesaba a Lisbeth Salander era otra cosa muy distinta. Uno de los datos que el fallecido Birger Nordman había revelado durante los interrogatorios era que las armas utilizadas en el robo procedían de Nieminen, quien, a su vez, las había recibido de un yugoslavo, desconocido para Nordman, denominado «Sala».

Dag Svensson había llegado a la conclusión de que se trataba de un individuo del mundo del hampa que no se dejaba ver. Como en el padrón no figuraba nadie cuyo nombre coincidiera con el de Zala, Dag intuyó que se trataba de un apodo, aunque también podía tratarse de un delincuente particularmente astuto que actuara a conciencia bajo un seudónimo.

El último punto consistía en una breve descripción de los datos aportados por el periodista Sandström acerca de Zala. Lo cual no era gran cosa. Según Dag Svensson, en una ocasión Sandström habló por teléfono con una persona llamada así. De lo escrito, sin embargo, no se podía deducir el contenido de la conversación.

Sobre las cuatro de la madrugada, Salander apagó su PowerBook y se sentó en el vano de la ventana, mirando hacia Saltsjön. Permaneció quieta durante dos horas, fumando pensativamente un cigarrillo tras otro. Se veía obligada a tomar una serie de decisiones importantes y a hacer un análisis de las consecuencias.

Se dio cuenta de que tenía que buscar a Zala y saldar sus cuentas con él de una vez por todas.

El sábado anterior a la semana de Pascua, Mikael Blomkvist visitó, por la noche, a una antigua novia de Slipgatan, en Hornstull. Había aceptado -algo raro en él- una invitación para una fiesta. Ella estaba casada y ya no tenía ningún interés en mantener relaciones íntimas con Mikael, pero trabajaba en los medios y solían saludarse cuando, ocasionalmente, se cruzaban. Ella acababa de terminar un libro -con el que llevaba, por lo menos, diez años- que trataba de algo tan curioso como la visión que se tiene de las mujeres dentro de los medios de comunicación. En una ocasión, Mikael contribuyó con material para el libro, cosa que motivó esa invitación.

El papel de Mikael se limitó a investigar un sencillo tema. Había sacado el documento donde figuraba la estrategia para conseguir una igualdad sexual que la agencia TT, Dagens Nyheter, Rapport y numerosos otros medios se jactaban de respetar, y luego contó cuántos hombres y cuántas mujeres había en la dirección de esas empresas por encima de secretaria de redacción. El resultado fue vergonzoso. Director general: hombre. Presidente de la junta directiva: hombre. Editor jefe: hombre. Jefe de redacción internacional: hombre. Jefe de redacción: hombre… y así sucesivamente hasta que, más bien como una excepción, apareció la primera mujer, tipo estrella de los informativos o magazines, como Christina Sutterström o Amelia Adamo.

La fiesta era privada y la mayoría de los invitados eran personas que, de uno u otro modo, la habían ayudado con el libro.

Fue una velada muy animada, con buena comida y distendida charla. Mikael había pensado volver a casa bastante temprano, pero casi todos los allí presentes eran viejos conocidos que raramente coincidían. Además, ninguno de ellos le dio demasiado la lata con el caso Wennerström. La fiesta se prolongó, y hasta alrededor de las dos de la madrugada del domingo el último grupo de invitados no se levantó para irse. Fueron juntos hasta Långholmsgatan y allí se separaron.

Mikael vio pasar el autobús nocturno antes de llegar a la parada, pero la noche no era fría y, en vez de esperar al próximo, decidió volver andando a casa. Siguió por Högalidsgatan hasta la iglesia y giró en Lundagatan, lo que le despertó viejos recuerdos.

Mikael había mantenido la promesa que hizo en diciembre de no pasar por Lundagatan para no alimentar la vana ilusión de que Lisbeth Salander volviese a aparecer en su horizonte. Esa noche se detuvo, en la acera de enfrente, ante su portal. Le asaltó el impulso de cruzar la calle y llamar a su puerta, pero se dio cuenta de las pocas esperanzas que había de que ella estuviera y de la probabilidad aun menor de que quisiera hablar con él.

Al final, se encogió de hombros y siguió caminando hacia Zinkensdamm. No había avanzado ni unos sesenta metros cuando oyó un ruido. Giró la cabeza y el corazón le dio un vuelco; resultaba difícil no reconocer ese delgaducho cuerpo. Lisbeth Salander acababa de salir a la calle y caminaba en dirección opuesta. Ella se detuvo frente a un coche que estaba aparcado.

Mikael abrió la boca para llamarla, pero la voz se ahogó en la garganta. De repente, vio que una silueta se separaba de uno de los coches estacionados en el arcén. Era un hombre que, como deslizándose, se acercaba a Lisbeth por detrás. A Mikael le dio la impresión de que era alto y de que tenía una prominente barriga. Llevaba coleta.

En el mismo momento en que iba a meter la llave en la puerta de su Honda color burdeos, Lisbeth Salander oyó un ruido y, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento. Él se acercó por detrás, en diagonal, y ella se dio media vuelta un segundo antes de que él llegara. Lo identificó inmediatamente como Carl-Magnus Magge Lundin, treinta y seis años, Svavelsjö MC, el que días atrás se había reunido con el gigante rubio en el Blombergs Kafé.

Registró inmediatamente a Magge Lundin como un tipo de unos ciento veinte kilos de peso y aspecto agresivo. Lisbeth no lo dudó ni un microsegundo: usó las llaves a modo de puño americano y le golpeó con la rapidez de un reptil, produciéndole un profundo corte en la mejilla, desde el nacimiento de la nariz hasta la oreja. Acto seguido, el tipo abrazó el aire. A Lisbeth Salander parecía habérsela tragado la tierra.

Mikael Blomkvist vio que Lisbeth Salander le pegaba un puñetazo. En cuanto golpeó a su atacante, se echó al suelo y, rodando, se metió bajo el vehículo.

Un segundo después, Lisbeth ya estaba en pie, al otro lado del coche, preparada para la batalla o para huir. Por encima del capó, cruzó su mirada con la de su enemigo e inmediatamente se decidió por la segunda alternativa. A él le sangraba la mejilla. Antes de que le diera tiempo a distinguirla, ella ya se alejaba por Lundagatan, en dirección a la iglesia de Högalid.

Mikael permaneció paralizado, con la boca abierta, cuando, de repente, el agresor echó a correr tras Lisbeth Salander. Parecía un tanque persiguiendo a un cochecito de juguete.

Lisbeth subió las escaleras, dos peldaños por zancada, hasta la parte alta de Lundagatan. Una vez arriba miró de reojo y vio que su perseguidor ponía el pie en el primer escalón. «Es rápido.» Ella estuvo a punto de tropezar con los triángulos señalizadores y los montones de arena de una zanja abierta en plena calle por los operarios municipales, pero en el último segundo los vio y los esquivó.

Magge Lundin casi había subido las escaleras cuando Lisbeth Salander volvió a entrar en su campo de visión. Le dio tiempo a percibir que ella le tiraba algo, pero no a reaccionar antes de que el adoquín le diera en una sien. No fue un lanzamiento muy certero, pero llevaba una considerable fuerza y le abrió otra brecha en la cara. Sintió que perdía el equilibrio y que el mundo le daba vueltas al caer de espaldas, rodando por las escaleras. Consiguió frenar la caída agarrándose a la barandilla, pero perdió varios segundos.

48
{"b":"112874","o":1}