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– ¿De cuánto dinero al año estamos hablando? -preguntó Mikael.

Mia Bergman miró de reojo a Dag Svensson y reflexionó un rato antes de contestar.

– Es difícil responder a esa pregunta. Hemos barajado unas cuantas cifras, pero gran parte de nuestros cálculos no son, al fin y al cabo, más que conjeturas.

– Grosso modo…

– Bueno, sabemos, por ejemplo, que la madame, la que fue condenada por proxenetismo pero absuelta de trafficking, se trajo treinta y cinco mujeres del Este en dos años. Estuvieron aquí en períodos que oscilaban entre las dos semanas y unos meses. En el juicio quedó demostrado que durante esos dos años todas juntas ingresaron en total más de dos millones de coronas. He hecho mis cálculos y he estimado que una chica aporta más de sesenta mil coronas al mes. De esa cantidad hay que descontar unas quince mil para gastos: viajes, ropa, vivienda, etc. No es ninguna vida de lujo. A menudo duermen en pisos que pertenecen a la organización. De las restantes cuarenta y cinco mil coronas, la banda se queda con unas veinte o treinta mil, de las cuales la mitad, digamos unas quince mil, va a parar directamente a los bolsillos del jefe. El resto lo reparte entre sus empleados: chóferes, matones y otros. La chica gana entre diez y doce mil.

– ¿Y la banda?

– Pongamos que una banda tiene dos o tres chicas trabajando para ellos. Eso significa que mensualmente ingresan casi doscientas mil coronas. Cada banda está compuesta por una media de dos a tres personas que viven de eso. Así funciona, más o menos, la economía de las violaciones.

– ¿Y de cuánta gente estamos hablando…? En total, quiero decir.

– Puedes partir del dato de que permanentemente hay en activo unas cien chicas que, de alguna manera, son víctimas del trafficking. Eso significa que, al mes, el volumen total de lo que se factura en toda Suecia llega a superar los seis millones de coronas; al año rondará los setenta. Sólo se trata, claro está, de chicas que son objeto de trafficking.

– Parece calderilla.

– Es calderilla. Pero para ingresar esas más que modestas sumas, hay que violar a más de cien chicas. Me da tanta rabia…

– No está siendo una investigadora objetiva. Pero si detrás de cada chica hay tres tíos, entonces resulta que más de quinientos o seiscientos hombres se ganan la vida con esto.

– Tal vez menos. Yo diría poco más de trescientos.

– Pues no parece ser un problema irresoluble -dijo Erika.

– Promulgamos leyes y nos indignamos en los medios de comunicación pero casi nadie ha hablado nunca con una puta de los países del Este o puede hacerse una idea de cómo es su vida.

– ¿Cómo funciona? Quiero decir, en la práctica. Debe de resultar bastante difícil traer desde Tallin, y sin que se note, a una chica de dieciséis años. ¿Qué hacen nada más llegar aquí? -preguntó Mikael.

– Cuando empecé a investigar sobre esto, creí que se trataba de una actividad tremendamente bien organizada dirigida por algún tipo de mafia profesional que, con más o menos elegancia, cruzaba la frontera con las chicas.

– ¿Y no es así? -inquirió Malin Eriksson.

– Es una actividad organizada pero tardé mucho en darme cuenta de que, en realidad, se trata de muchas y pequeñas bandas bastante desorganizadas. No penséis en trajes Armani y coches deportivos. Una banda de tipo medio tiene de dos a tres miembros, la mitad rusos o bálticos y la mitad suecos. Imaginaos al jefe: cuarenta años, sentado en el sofá en camiseta, bebiendo cerveza y tocándose las narices. Carece de estudios. En ciertos aspectos, lo podríamos considerar socialmente retrasado, y toda su vida ha estado plagada de problemas.

– Qué romántico.

– Su concepción de las mujeres data de la Edad de Piedra. Es sumamente violento, se emborracha con frecuencia y le da unas palizas de la hostia a todo aquel que se le pone chulo. Existe una clara jerarquía en la banda y muchas veces sus colaboradores le tienen miedo.

Los muebles de Ikea llegaron tres días más tarde, a las nueve y media de la mañana. Dos corpulentos chicos estrecharon la mano de la rubia Irene Nesser, que hablaba con un gracioso acento noruego. Luego empezaron a subir y bajar en el reducidísimo ascensor y se pasaron el resto del día montando mesas, armarios y camas. Eran tremendamente eficaces y se notaba que no era la primera vez que realizaban esa tarea. Irene Nesser bajó a las galerías de Söderhallarna, compró comida griega para llevar y los invitó a comer.

Los chicos de Ikea terminaron sobre las cinco de la tarde. Cuando se marcharon, Lisbeth Salander se quitó la peluca y deambuló despreocupadamente por el piso mientras se preguntaba si se encontraría a gusto en su recién estrenado hogar. La mesa de la cocina le parecía demasiado elegante para su estilo. En el cuarto aledaño a la cocina, al que se podía acceder tanto desde el vestíbulo como desde la propia cocina, había instalado su nuevo salón, dotado de modernos sofás así como de unos cuantos sillones, junto a la ventana, alrededor de una mesita. Estaba contenta con el dormitorio. Se sentó cuidadosamente en el borde de la estructura de cama Hemnes y comprobó el colchón con la mano.

De reojo, dirigió la mirada hacia el despacho, que tenía vistas a Saltsjön. «Yes, funciona. Aquí podré trabajar.»

Ignoraba, sin embargo, a qué se iba a dedicar exactamente, de modo que tuvo serias dudas con el mobiliario.

«Bueno, ya veremos qué será de todo esto.»

Lisbeth pasó el resto de la noche sacando y ordenando sus pertenencias. Hizo la cama y metió las toallas, las sábanas y las fundas de almohada en un armario. Abrió las bolsas de las prendas que había comprado, las sacó y las colgó en los roperos. A pesar de la masiva compra efectuada, sólo ocupó una pequeña parte del espacio. Puso las lámparas en su sitio y colocó sartenes, cacerolas, vajilla y cubiertos en los armarios de la cocina.

Examinó con ojos críticos las vacías paredes y se dio cuenta de que debería haber comprado unos pósteres, o cuadros, o algo por el estilo: esas cosas que la gente normal tiene en las paredes. Una planta tampoco habría estado mal.

Después abrió las cajas de la mudanza que trajo de Lundagatan y ordenó libros, revistas, recortes y viejos papeles de investigaciones de los que, sin duda, debería deshacerse. En un ataque de despilfarro, tiró viejas camisetas y calcetines con agujeros. De repente encontró un consolador, todavía metido en su embalaje original. Una torcida sonrisa se dibujó en su rostro. Era uno de esos disparatados regalos de cumpleaños de Mimmi y se había olvidado completamente de su existencia. De hecho, ni siquiera lo había probado. Decidió que eso debía cambiar y lo colocó, de pie, en la cómoda que tenía junto a la cama.

Luego se puso seria. Mimmi. Sintió una punzada de mala conciencia. Durante un año había estado saliendo con ella regularmente y luego la abandonó por Mikael Blomkvist sin ninguna explicación. No se despidió de ella ni le comunicó que pensaba dejar Suecia. Tampoco a Dragan Armanskij ni a las chicas de Evil Fingers. Ni una sola palabra. Creerían que había muerto o, posiblemente, se habrían olvidado de ella. Nunca fue una persona importante dentro de la pandilla. Era como si les hubiese dado la espalda a todos y a todo. De pronto se dio cuenta de que tampoco se había despedido de George Bland, en Granada, y se preguntó si estaría dando vueltas por la playa buscándola. Pensó en lo que Mikael Blomkvist le había dicho sobre la amistad: que se basa en el respeto y la confianza. «Descuido a mis amigos.» Se preguntó si Mimmi seguiría en la ciudad y si debería, contactar con ella.

Durante casi toda la tarde y buena parte de la noche se dedicó a ordenar los papeles de su despacho, instalar los ordenadores y navegar por Internet. Miró cómo iban sus inversiones y constató que era más rica ahora que hacía un año.

Realizó un rutinario control del ordenador del abogado Nils Bjurman, pero no encontró nada interesante en su correspondencia y llegó a la conclusión de que no se pasaba de la raya.

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