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Después de tanto tiempo, le resultó extraño girar la llave de su piso de Fiskargatan.

Dejó la bolsa de la compra y su equipaje en la entrada, y marcó el código de cuatro cifras que desactivaba la alarma electrónica. Luego se quitó toda la ropa mojada y la dejó caer allí mismo. Entró desnuda en la cocina y enchufó la nevera, donde colocó los alimentos, antes de dirigirse al cuarto de baño para pasar los siguientes diez minutos bajo la ducha. Se comió una manzana cortada en trozos y una Billys Pan Pizza que calentó en el microondas. Abrió una de las cajas de la mudanza y encontró una almohada, sábanas y una manta que, al haber pasado un año guardadas, desprendieron un peculiar olor. Se hizo la cama en un colchón que colocó en el suelo de la habitación que había junto a la cocina.

Se quedó dormida apenas diez segundos después de haber reclinado la cabeza en la almohada y durmió casi doce horas, hasta poco antes de la medianoche. Se levantó, puso la cafetera, se arropó con una manta, cogió un cigarrillo y la almohada, y se sentó en el vano de una ventana, desde donde contempló el islote de Djurgården y las aguas de la bahía de Saltsjön. Le fascinaron las luces. En la oscuridad, reflexionó sobre su vida.

Al día siguiente, Lisbeth tenía una agenda muy apretada. A las siete de la mañana cerró con llave la puerta de su casa. Antes de abandonar la planta, abrió una ventana de ventilación que había en el hueco de la escalera y pasó una copia de la llave por un fino hilo de cobre que ató a la parte trasera de un canalón. Escarmentada de anteriores experiencias, había aprendido lo útil que era tener siempre a mano una llave de reserva.

Hacía un frío glacial. Lisbeth estaba vestida con un par de viejos y desgastados vaqueros que tenían un desgarrón bajo uno de los bolsillos traseros, por el cual se entreveían unas bragas azules. Se había puesto una camiseta y un cisne que empezaba a descoserse por el cuello. Además, había conseguido dar con su vieja y raída chupa de cuero con remaches en los hombros. Constató que debería llevársela a una costurera para que le arreglara el forro, roto, prácticamente ya inexistente, de los bolsillos. Calzaba botas y unos gruesos calcetines. En términos generales, iba bastante bien abrigada.

Paseó por Sankt Paulsgatan hasta Zinkensdamm y continuó hasta su anterior domicilio de Lundagatan, donde empezó por comprobar que su Kawasaki seguía en el sótano. Dio unas palmaditas en el sillín y, acto seguido, subió a su antigua vivienda, donde entró tras salvar una montaña de publicidad.

Cuando, un año antes, salió de Suecia, no sabía muy bien lo que iba a hacer con el apartamento, de modo que la solución más sencilla fue abrir una cuenta para domiciliar las facturas de los gastos mensuales. Allí tenía todavía algunos muebles -recogidos, no sin poco esfuerzo, de contenedores-, tazas de té desportilladas, dos viejos ordenadores y bastantes papeles. Pero nada de valor.

Se dirigió a la cocina para buscar una bolsa de basura negra y dedicó cinco minutos a separar la publicidad del correo. La mayor parte de todos esos papelajos fue directamente a la bolsa. Le habían enviado unas cuantas cartas que, principalmente, resultaron ser extractos de su cuenta bancaria, datos de Milton Security para la declaración de la renta o publicidad encubierta. Una de las ventajas de encontrarse bajo tutela administrativa era que nunca había tenido que dedicarse a asuntos fiscales: ese tipo de correo brillaba por su ausencia. Además de lo ya dicho, en un año no había recibido más que tres cartas personales.

La primera provenía de una tal Greta Molander, abogada, la que fuera administradora de la madre de Lisbeth Salander. La carta le informaba, escuetamente, de que, una vez efectuado el inventario de bienes de su madre, a Lisbeth Salander y a su hermana Camilla Salander les correspondía, a cada una, una herencia de nueve mil trescientas doce coronas. Dicha cantidad había sido ingresada en la cuenta de la señorita Salander; ¿podría por favor confirmar su recepción? Lisbeth metió la carta en el bolsillo interior de su cazadora.

La otra era de la directora Mikaelsson, de la residencia Äppelviken, quien amablemente le recordaba que todavía guardaban una caja con las pertenencias de su madre: ¿tendría la amabilidad de contactar con Äppelviken para darles instrucciones sobre la forma de proceder con los bienes de la herencia? La directora terminaba diciendo que si no sabía nada de Lisbeth o de su hermana (de quien no tenía ninguna dirección) antes de finalizar el año, se desharían de los objetos. Miró el encabezamiento, fechado en junio, y sacó el móvil. Dos minutos después ya se había enterado de que la caja seguía allí. Pidio disculpas por no haber contactado antes con ellos y prometió ir a buscar las cosas al día siguiente.

La última carta personal era de Mikael Blomkvist. Reflexionó un instante pero decidió no abrirla y la tiró a la bolsa de la basura.

En una caja introdujo unas cuantas bagatelas que quería conservar. Cogió un taxi y regresó a Mosebacke. Se maquilló, se puso unas gafas y una peluca rubia de media melena y metió en el bolso un pasaporte noruego a nombre de Irene Nesser. Se examinó en el espejo y constató que Irene Nesser se parecía a Lisbeth Salander. Pero, aun así, era una persona completamente distinta.

Después de un almuerzo apresurado compuesto por una baguette de queso brie y un caffè latte en el Café Eden de Götgatan, paseó hasta la oficina de alquiler de coches de Ringvägen, donde Irene Nesser alquiló un Nissan Miera. Condujo hasta el Ikea de Kungens Kurva, donde pasó tres horas recorriendo la tienda de punta a punta y apuntando las referencias de todo lo que necesitaba. Con algunas cosas, se decidió muy rápidamente.

Compró dos sofás del modelo Karlanda, en tela de color arena, cinco sillones Poäng, de estructura flexible, dos mesitas redondas lacadas de color abedul claro, una mesa baja de centro Svansbo y unas cuantas mesas auxiliares Lack. En el departamento de estanterías y almacenaje encargó dos juegos Ivar -combinación de almacenaje- y dos librerías Bonde, un mueble para el televisor y unas estanterías de almacenaje Magiker con puertas. Lo completó todo con un armario Pax Nexus, de tres puertas, y dos pequeñas cómodas Malm.

Tardó un buen rato en elegir la cama, pero finalmente se decantó por el modelo Hemnes, una estructura de cama con colchón y accesorios. Como precaución, también compró una cama Lillehammer para la habitación de invitados. No contaba con recibir visitas, pero ya que tenía un cuarto de invitados, ¿por qué no amueblarlo? Total…

El cuarto de baño de su nueva casa ya estaba completamente equipado con un armario, un mueble para las toallas y una lavadora que los anteriores propietarios habían dejado. Sólo compró una cesta barata para la ropa sucia.

Lo que sí necesitaba, en cambio, eran muebles de cocina. Tras una ligera duda, se decidió por una mesa de cocina Rosfors en haya maciza y vidrio templado, así como por cuatro sillas de vivos colores.

Necesitaba muebles para su despacho y contempló asombrada algunos inverosímiles «espacios de trabajo» con ingeniosos armarios para guardar ordenadores y teclados. Al final, negó con la cabeza y encargó un escritorio Galant, de lo más normal, chapado en haya y con tabla abatible y esquinas redondeadas, así como un armario grande de almacenaje. Le costó un buen rato elegir una silla de trabajo -en la cual, sin duda, pasaría no pocas horas- y finalmente optó por una de las alternativas más caras, una del modelo Verksam.

Dio una última vuelta y compró una considerable cantidad de sábanas, fundas de almohada, toallas, edredones, mantas, cojines, un menaje de cocina básico -cubiertos, vajilla, cacerolas, sartenes y tablas para cortar-, tres grandes alfombras, unas cuantas lámparas de despacho y abundante material de oficina, como carpetas, papeleras, cajas y cosas por el estilo.

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