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Y además, de repente, comprendió el argumento de Mikael Blomkvist de que la investigación de Dag Svensson podría ser el móvil del asesinato. La exposición pública de los puteros que Dag Svensson planeaba no sólo iba a hacer daño a unas cuantas personas; también era una denuncia sin concesiones. Algunos de los actores principales -que habían presidido tribunales en casos de delitos sexuales o participado en debates públicos sobre el tema- serían completamente aniquilados. Mikael Blomkvist tenía razón; el contenido del libro albergaba motivos de sobra para asesinar.

La única objeción era que, aunque un putero que corría el riesgo de ser denunciado hubiese decidido asesinar a Dag Svensson, no existía conexión alguna con el abogado Nils Bjurman. Ni siquiera figuraba en el material de Dag Svensson, un factor que reducía drásticamente la fuerza de la argumentación de Mikael Blomkvist, y que, de hecho, reforzaba la imagen que se tenía de Lisbeth Salander como la única sospechosa posible.

Aunque los motivos para asesinar a Dag Svensson y Mia Bergman no estaban nada claros, Lisbeth Salander había sido vinculada al lugar del crimen y al arma homicida. Resultaba difícil malinterpretar unos datos forenses tan unívocos; ponían de manifiesto que Salander era la persona que había realizado los disparos mortales en el apartamento de Enskede.

Además, el arma era un vínculo directo con el asesinato del abogado Bjurman. En ese caso, no cabía duda de que existía una conexión personal y, además, un móvil. A juzgar por la decoración artística del abdomen de Bjurman, podía tratarse de alguna forma de agresión sexual o de algún tipo de relación sadomasoquista entre ellos. Costaba imaginar que Bjurman se hubiese prestado, voluntariamente, a ser tatuado de esa singular manera. Obligaba a presuponer que o había encontrado algún tipo de placer en esa humillación o que Salander -si es que fue ella la que hizo el tatuaje- lo había dejado totalmente indefenso. Modig no quería especular sobre cómo habría sucedido.

Sin embargo, Peter Teleborian afirmaba que la violencia de Lisbeth Salander se dirigía contra personas que, por la razón que fuera, ella consideraba una amenaza o que la habían ultrajado.

Sonja Modig meditó un momento el dictamen de Peter Teleborian sobre Lisbeth Salander. Le había producido la impresión de tener una actitud verdaderamente protectora con su antigua paciente y de no desear que sufriera ningún daño. Por otra parte, la investigación se había basado, en gran medida, en el juicio que él emitió sobre ella; una sociópata al borde de la psicosis.

Pero la teoría de Mikael Blomkvist resultaba atractiva desde el punto de vista emocional.

Se mordió con cuidado el labio inferior mientras intentaba visualizar otro escenario distinto en el que Lisbeth Salander no fuera la única asesina. Al final cogió un bolígrafo Bic y, dubitativa, escribió unas palabras en un cuaderno que tenía ante sí.

«¿Dos móviles completamente diferentes? ¿Dos asesinos? ¡Un arma homicida!»

Un razonamiento escurridizo que no lograba atrapar la rondaba sin descanso; tenía intención de plantear esa hipótesis en los maitines de Bublanski. No sabía muy bien cómo explicar por qué de pronto se sentía tan incómoda con la idea de Lisbeth Salander como única culpable.

Decidió que por ese día ya estaba bien. Apagó el ordenador sin dilación y guardó los discos bajo llave en el cajón de la mesa. Se puso la chaqueta y también apagó la lámpara de la mesa. Estaba a punto de cerrar con llave la puerta de su despacho, cuando percibió un ruido al fondo del pasillo. Frunció el ceño; creía que estaba sola en el departamento. Se acercó hasta el despacho de Hans Faste. Su puerta estaba entreabierta y Sonja lo oyó hablar por teléfono.

– Eso, sin duda, conecta las cosas -le oyó decir.

Permaneció indecisa un breve instante antes de inspirar profundamente y dar unos toques en el marco de la puerta. Asombrado, Hans Faste alzó la vista. Ella lo saludó levantando dos dedos, que movió en el aire.

– Modig está todavía aquí -dijo Faste a su interlocutor mientras escuchaba y asentía con la cabeza sin desviar la mirada de Sonja Modig-. De acuerdo. Se lo diré.

Colgó.

– Burbuja -dijo a modo de explicación-. ¿Qué quieres?

– ¿Qué es lo que conecta las cosas? -preguntó.

Faste la observó inquisitivamente.

– ¿Estabas escuchando detrás de la puerta?

– No, la tenías abierta y lo dijiste justo cuando llamé.

Faste se encogió de hombros.

– He llamado a Burbuja para informarle de que el laboratorio nos ha dado, al fin, algo de provecho.

– ¿Sí?

– Dag Svensson tenía un móvil de tarjeta prepago de Comviq. Han conseguido extraer una lista de llamadas. Confirma la realizada a Mikael Blomkvist a las 20.12, o sea, cuando Blomkvist estaba cenando en casa de su hermana.

– Muy bien. Pero no creo que Blomkvist tenga nada que ver con los asesinatos.

– Yo tampoco. Pero esa noche Dag Svensson telefoneó a alguien más. A las 21.34. La conversación duró tres minutos.

– ¿A quién?

– Llamó al teléfono de casa del abogado Nils Bjurman. Lo que significa que existe un vínculo entre los dos asesinatos.

Sonja Modig se sentó en la silla de visitas de Hans Faste.

– Ay, sí, perdona. Siéntate, por favor.

Modig lo ignoró.

– Muy bien. La cronología es como sigue: poco después de las ocho, Dag Svensson llama a Mikael Blomkvist y quedan más tarde. A las nueve y media, Svensson llama a Bjurman. Unos instantes antes de la hora de cierre, a las diez de la noche, Salander compra tabaco en el estanco de Enskede. A las once y muy pocos minutos, Mikael Blomkvist y su hermana llegan a Enskede, y a las 23.11, él llama a la central.

– Parece correcto, miss Marple.

– Nada encaja. Según el forense, Bjurman fue asesinado entre las diez y las once de la noche. Entonces, Salander ya estaba en Enskede. Siempre hemos partido de la suposición de que Salander mató primero a Bjurman y luego a la pareja de Enskede.

– Eso no significa nada. No encontramos a Bjurman hasta el día siguiente por la tarde, casi veinticuatro horas después. He vuelto a hablar con el forense y dice que la hora de su muerte puede presentar un margen de error de hasta sesenta minutos.

– Pero Bjurman tuvo que ser la primera víctima, puesto que encontramos el arma homicida en Enskede. Significaría que ella mató a Bjurman después de las 21.34 y que, acto seguido, se fue a Enskede a comprar tabaco.¿Hay alguna posibilidad de trasladarse desde Odenplan hasta Enskede en tan poco tiempo?

– Sí que la hay. Ella no fue en transporte público tal y como pensábamos. Tenía coche. Sonny Bohman y yo acabamos de recorrer esa misma distancia y nos ha sobrado tiempo.

– Y luego espera una hora antes de matar a Dag Svensson y Mia Bergman. ¿Qué hizo mientras tanto?

– Tomó café con ellos. Tenemos sus huellas dactilares en una de las tazas.

Faste la miró triunfante. Sonja Modig suspiró y permaneció en silencio un minuto.

– Hans, tú consideras esto como una especie de juego de prestigio. A veces puedes ser un maldito cabrón y sacar de quicio a la gente, sin embargo, para ser sincera, he llamado a tu puerta para pedirte disculpas por la bofetada. No estaba justificada.

Faste la contempló durante un largo rato.

– Modig, tal vez a ti te parece que yo soy un cabrón. Yo pienso que tú eres poco profesional y que no pintas nada en el cuerpo. Al menos en este nivel.

Sonja Modig sopesó unas cuantas contestaciones, pero al final se encogió de hombros y se levantó.

– Vale. Ahora ya sabemos lo que pensamos el uno del otro -dijo ella.

– Ya lo sabemos. Y créeme, no te queda mucho tiempo aquí.

Sonja Modig cerró tras de sí dando un portazo más fuerte de lo que pretendía. «No dejes que este hijo de puta te altere.» Bajó al garaje a por su coche. Hans Faste miró hacia la puerta y sonrió, contento.

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