– ¿Son la gente que me está buscando?
– Sí, haga el favor de pasar -respondió Whitey.
Al jefe Burden le faltaba un año para cumplir los treinta años de servicio, y lo parecía. Tenía esos ojos húmedos y lechosos tan característicos de la gente que ha visto más del mundo y de sí mismo de lo que deseaba, y movía su cuerpo alto y fofo como si prefiriera ir hacia atrás y no hacia delante, como si sus articulaciones estuvieran en guerra con el cerebro, y el cerebro sólo quisiera salir de todo aquello. Hacía siete años que se encargaba de la Oficina de Objetos Perdidos, pero antes había sido uno de los agentes más importantes del Departamento Estatal de Policía. Se había preparado para el puesto de coronel, y había conseguido ascender de la Unidad de Narcóticos a la de Homicidios, y de ésta a la de Delitos Mayores sin un solo percance hasta que un día, según cuentan, se despertó asustado. Era una enfermedad que por lo general padecían los policías que trabajaban de paisano, y a veces los agentes de tráfico, que de repente no podían parar a un solo coche más, tan convencidos como estaban que el conductor llevaba una pistola en la mano y no tenía nada que perder. Pero, de un modo u otro, el oficial Burden también se contagió, y empezó a ser el último en salir por la puerta y en responder a las llamadas, y se quedó paralizado en el escalafón mientras los demás seguían subiendo.
Tomó asiento junto al escritorio de Sean, desprendiendo un aire a fruta podrida, y hojeó el calendario del Sporting News que Sean tenía sobre la mesa, a pesar de que las hojas eran del mes de marzo.
– ¿Devine, verdad? -preguntó, sin alzar los ojos.
– Así es -contestó Sean-. Encantado de conocerle. En la academia estudiamos sus métodos de trabajo, señor.
El oficial se encogió de hombros como si el recuerdo de su antiguo yo le violentara. Mientras hojeaba el calendario de nuevo, les preguntó:
– ¿De qué se trata? Tengo que volver dentro de media hora.
Whitey deslizó la silla hasta situarse al lado de Burden, y le dijo:
– A principios de los ochenta, estuvo en un destacamento especial con los del FBI, ¿verdad?
Burden asintió con la cabeza.
– Pues arrestó a un delincuente de poca monta llamado Raymond Harris, que había robado un camión lleno de juegos de Trivial Pursuit de un área de descanso de Cranston, en Rhode Island.
Burden, que sonrió al leer una de las citas del yogui Berra [12]
en el calendario, contestó:
– Sí, el camionero se paró para ir a mear, y no se dio cuenta de que lo vigilaban. Harris se subió al camión y se marchó, pero el camionero nos pidió ayuda, lo comunicamos al resto de los agentes, y al final lo detuvimos en Needham.
– Pero no le encarcelaron -apuntó Sean.
Burden le miró por primera vez; y Sean, que vio miedo y odio hacia sí mismo en aquellos ojos apagados, deseó no pillar nunca esa enfermedad.
– Sí que le arrestamos -replicó Burden-, pero conseguimos que nos dijera el nombre del tipo que le había contratado, un tal Stillson. Sí, Meyer Stillson.
Sean había oído hablar de la memoria de Burden, supuestamente fotográfica, pero ver cómo el individuo era capaz de remontarse dieciocho años atrás y recordar los nombres de aquella gente, como si hubiera estado hablando de ellos el día anterior, era humillante y deprimente a la vez. ¡Santo cielo! ¡Seguro que era capaz de recordarlo todo!
– Así pues, delató a su jefe y ahí acabó todo -espetó Whitey.
Burden frunció el entrecejo y replicó:
– Harris tenía antecedentes penales. No se libró solamente por darnos el nombre de su jefe. No, la Unidad contra el Delito Organizado del Departamento de Policía de Boston intervino en el interrogatorio, porque quería información sobre otro caso. Harris se chivó de nuevo.
– ¿A quién delató?
– Al jefe de los chicos de la calle Rester, Jimmy Marcus.
Whitey se volvió hacia Sean, con una ceja alzada.
– Eso sucedió después del atraco del metro, ¿no es verdad?
– ¿A qué atraco se refiere? -preguntó Whitey.
– Al atraco por el que Jimmy cumplió condena -contestó Sean.
Burden asintió y añadió:
– Marcus y otro tipo atracaron las oficinas de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston un viernes por la noche. Fue visto y no visto. Sabían a qué hora cambiaban de turno los guardas de seguridad. Sabían a qué hora exacta metían el dinero en bolsas. Pusieron a dos tipos en la calle para que detuvieran la camioneta que iba a recoger el dinero. Lo hicieron con gran rapidez, y con todo lo que sabían es evidente que tenían un cómplice dentro, o como mínimo conocían a alguien que hubiera trabajado allí con anterioridad.
– Ray Harris -añadió Whitey.
– Sí. A nosotros nos dio el nombre de Stillson, y al Departamento de Policía de Boston, los chicos de la calle Rester.
– ¿Delató a toda la banda?
Burden negó con la cabeza y respondió:
– No, sólo a Marcus, pero él era el cerebro. Si te cortan la cabeza, el cuerpo muere, ¿no es verdad? La Policía de Boston lo pilló cuando salía de un almacén la mañana del desfile de San Patricio, el mismo día que iban a repartirse el botín; así pues, Marcus llevaba una maleta llena de dinero en la mano.
– ¡Un momento! -exclamó Sean-. ¿Harris testificó en sesión pública?
– No. Marcus llegó a un acuerdo mucho antes de ir a juicio. Se negó a dar los nombres de la gente que trabajaba para él y asumió todas las consecuencias, a sabiendas de que no podían probar casi nada. Entonces debía de tener unos diecinueve o veinte años. Había sido el cabecilla de la banda desde los diecisiete y nunca le habían arrestado. El fiscal del distrito hizo un trato con él y lo condenó a dos años de prisión y a tres años de libertad condicional, porque sabía que era muy probable que no pudieran condenarle en sesión pública. Parece ser que los de la Unidad contra el Delito Organizado estaban muy cabreados, pero ¿qué podían hacer?
– Entonces Jimmy Marcus nunca se enteró de que Ray Harris fue el que le delató.
Burden volvió a apartar la mirada del calendario, y miró a Sean con aquellos ojos apagados y con una ligera expresión de desprecio.
– En un período de tres años, Marcus había dirigido más de dieciséis atracos de importancia. Una vez, incluso atracó doce joyerías a la vez en la Lonja de Joyeros de la calle Washington. Ni siquiera ahora hemos conseguido averiguar cómo coño lo hizo. Tuvo que burlar veinte alarmas diferentes: las alarmas de las líneas telefónicas, las de las antenas por satélite, las de los móviles, eso teniendo en cuenta que en aquella época era una tecnología totalmente nueva. Además, sólo tenía dieciocho años. ¿Se lo pueden creer? A esa edad era capaz de descifrar códigos de alarmas que ni siquiera los profesionales de cuarenta podían descifrar. ¿Se acuerdan del atraco a Keldar Technics? Él y su banda entraron por el tejado, interfirieron las frecuencias del Cuerpo de Bomberos, y después accionaron el sistema de riego por aspersión. Supusimos que permanecieron colgados del techo hasta que el sistema de riego causó un cortocircuito con los detectores de movimiento. El tipo ése era un genio. Si en vez de trabajar para él mismo trabajara para la NASA, podría llevarse a su mujer y a sus hijos de vacaciones a Plutón. ¿Creen que un tipo así de listo era incapaz de averiguar quién le delató? Ray Harris desapareció de la capa de la tierra dos meses después de que Marcus saliera de la cárcel. ¿Qué les sugiere?
– A mí me sugiere que usted cree que Jimmy Marcus mató a Ray Harris -contestó Sean.
– O eso o encargó al enano ése de Val Savage que lo hiciera por él. Mire, llame a Ed Folan, del Distrito 7. Ahora es el capitán de ese distrito, pero antes trabajaba en la Unidad contra el Delito Organizado. Se lo puede contar todo sobre Marcus y Ray Harris. Cualquier poli que trabajase en East Bucky en los ochenta le dirá lo mismo. Si Jimmy Marcus no mató a Ray Harris, yo seré el próximo papa judío. -Apartó el calendario con el dedo, se puso en pie, y se subió los pantalones de un tirón-. Tengo que ir a comer. ¡Tómenselo con calma, colegas!