– ¿Crees que colaboró con la policía?
– Eso parece -respondió Whitey-. Después de eso, nunca más se le acusó de nada. El que se ocupaba de hacer el seguimiento de su libertad condicional afirma que no se saltó ninguna de las citas hasta que le dejaron en libertad a finales del ochenta y seis. ¿Qué dice el informe de su situación laboral?
Whitey miró a Sean por encima del informe.
– ¿Ya puedo hablar? -preguntó Sean, abriendo su propio informe-. Relación de empleos, informe fiscal, pagos a la Seguridad Social… Todo se interrumpe en agosto de 1987. ¡Puf, desaparecido!
– ¿Lo has verificado en el ámbito nacional?
– La solicitud se está tramitando en este mismo momento, buen hombre.
– ¿Qué posibilidades hay?
Sean volvió a apoyar los zapatos en la mesa, se reclinó en el sillón, y contestó:
– Primera, que esté muerto; segunda, que tenga protección policial por haber sido testigo; tercera, que estuviera muy bien escondido y sólo volviera al barrio para pegarle un tiro a la novia de diecinueve años de su hijo.
Whitey lanzó el informe encima de la mesa vacía y exclamó:
– ¡Ni siquiera sabemos si la pistola es suya! ¡No sabemos nada! ¿Qué estamos haciendo aquí, Devine?
– Nos estamos preparando para el combate, sargento. ¡Venga, hombre, no me desanime tan pronto! Tenemos al sospechoso principal de un atraco que se perpetró hace dieciocho años y en el que usaron la misma pistola que en el asesinato. El hijo del sospechoso salía con la víctima. El tipo tiene antecedentes penales. Quiero averiguar más cosas sobre él y sobre su hijo. Ya sabe a quién me refiero, al que no tiene coartada.
– El mismo que pasó con éxito el detector de mentiras y el que los dos decidimos que no tenía agallas para hacerlo.
– Quizá estuviéramos equivocados.
Whitey se frotó los ojos con las manos y exclamó:
– ¡Estoy harto de equivocarme!
– ¿Reconoces que te equivocaste con Boyle?
Whitey, sin apartar las manos de los ojos y negando con la cabeza, contestó:
– No he dicho eso. Sigo pensando que Boyle es una mierda de tío; no obstante, que pueda relacionarlo o no con la muerte de Katie Marcus es otro asunto. -Bajó las manos y dejó ver la piel hinchada y enrojecida de debajo de los ojos-. Pero el tema éste de Raymond Harris tampoco parece muy prometedor. De acuerdo, volvamos a interrogar al hijo, e intentemos averiguar el paradero del padre. Pero después, ¿qué?
– Averiguaremos a quién pertenece esa pistola -replicó Sean.
– Esa pistola bien podría estar en el fondo del mar. Al menos, eso es lo que yo habría hecho con ella.
Sean, inclinando la cabeza hacia él, le preguntó:
– ¿De verdad habrías hecho eso dieciocho años después de haber atracado una tienda?
– Sí.
– Pues nuestro hombre no lo hizo, y eso quiere decir…
– … que no es tan listo como yo -dijo Whitey.
– o como yo.
– Eso todavía está por ver.
Sean se reclinó en la silla, entrelazó los dedos, pasó los brazos por encima de la cabeza, y los elevó hacia el techo hasta que notó que los músculos se estiraban. Bostezó con estremecimiento y dejó caer la cabeza y las manos.
– Whitey… -dijo, intentando posponer al máximo la pregunta que sabía que acabaría haciéndole.
– ¿Qué?
– ¿Qué dice tu informe de los colegas de Harris?
Whitey cogió el informe de la mesa, lo abrió de golpe y pasó las primeras páginas.
– «Compañeros de delitos: Reginald (alias el Duque Reggie) Neil, Patrick Moraghan, Kevin Matón Sirracci, Nicholas Savage -mm-, Anthony Waxman…»
Se volvió hacia Sean, pero éste ya se lo imaginaba:
– James Marcus, alias Jimmy de las marismas, presunto líder de una banda denominada Los chicos de la calle Rester.
Whitey cerró el informe.
– Las desgracias nunca vienen solas, ¿verdad? -dijo Sean.
La lápida que Jimmy escogió era blanca y sencilla. El vendedor hablaba con un tono de voz suave y respetuoso, y daba la impresión de que preferiría estar en cualquier otra parte antes que allí; no obstante, no cesaba en el intento de convencer a Jimmy para que comprara una lápida más cara, con ángeles, querubines y rosas grabadas en el mármol.
– Quizá desee una cruz celta -sugirió el vendedor-, ya que son muy populares…
Jimmy esperó a que dijera «entre su gente», pero el vendedor se contuvo y dijo «actualmente».
Jimmy no habría reparado en gastos si hubiera sabido que un mausoleo habría hecho feliz a Katie, pero sabía que a su hija nunca le había gustado demasiado ni la ostentación ni el exceso de adornos. Siempre había llevado ropa y bisutería sencilla, nunca oro, y a no ser que se tratara de una ocasión especial, no se maquillaba. A Katie siempre le habían gustado las cosas sobrias con cierto toque de elegancia; ésa fue la razón por la que Jimmy encargó una lápida blanca y pidió que grabaran las letras en caligrafía, a pesar de que el vendedor le advirtió que eso duplicaría el precio de la lápida; y Jimmy volvió la cabeza para mirar al pequeño buitre despectivamente, haciéndole retroceder unos pasos, mientras le decía:
– ¿Qué prefiere, efectivo o talón?
Jimmy había pedido a Val que le llevara hasta allí, y al salir de la oficina, se sentó en el Mitsubishi 3000 GT de su cuñado. Jimmy se preguntó, por décima vez, cómo podía ser que un tipo de treinta y tantos años condujera un coche así y no se diera cuenta de que parecía estúpido.
– ¿Adónde vamos ahora, Jimmy?
– Vayamos a tomar un café.
Val casi siempre ponía algún tipo de gilipollez rap a todo volumen, y el bajo retumbaba detrás de las ventanas oscuras, mientras cualquier chica negro de clase media o algún blanco pobre con pretensiones cantaba acerca de prostitutas, hijos de puta y de cómo iba a sacar de repente su pistola y a hacer lo que Jimmy suponía que estaba de rabiosa actualidad, esos mequetrefes que salían en MTV, que él nunca habría conocido a no ser por haber oído a Katie mencionarlos cuando ésta hablaba por teléfono con sus amigas. En cambio, esa mañana Val no puso música, y Jimmy se lo agradeció. Jimmy detestaba el rap, y no era porque fuera música de negros y porque proviniera de los barrios bajos (al fin y al cabo, de ahí procedían el funky, el soul y el maravilloso blues), sino porque, por mucho que lo intentara, no le encontraba ningún mérito. Consistía en juntar unos cuantos estribillos de canciones del estilo de Man from Nantucket, en conseguir un pinchadiscos que arañase unos cuantos discos adelante y atrás, y en sacar el pecho mientras uno hablaba por un micrófono. Sí, claro, era auténtico, era callejero, era acojonante. Pero también lo era escribir tu nombre meando en la nieve y vomitar. Jimmy había oído a un estúpido crítico musical decir por la radio que mezclar música de otra gente era una forma de arte. A Jimmy, que no sabía mucho de arte, le habían entrado ganas de meterse por el altavoz y darle de hostias a aquel mentecato, obviamente un blanco con estudios que carecía de vida sexual. Si mezclar música era arte, entonces la mayoría de los ladrones que había conocido también eran artistas. Seguramente ni ellos mismos lo sabían.
Tal vez sólo se estuviera haciendo mayor. Sabía que el hecho de no entender la música de las generaciones más jóvenes era el primer indicio de que ya habías pasado el relevo. Pero en lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que no era sólo eso. El rap era, lisa y llanamente, una mierda, y que Val lo escuchara era como el que condujera aquel coche: un intento por aferrarse a algo que nunca había valido la pena.
Se detuvieron en un Dunkin' Donuts, y tiraron la tapa del vaso en un cubo de basura al salir por la puerta; tomaron el café a sorbos apoyados en el alerón que tenía el maletero del deportivo.
– Ayer por la noche salimos y, tal como nos dijiste, estuvimos preguntando por ahí -dijo Val.
Jimmy le dio un golpecito en el puño con el suyo y respondió: