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– ¿Quién te lo ha hecho?

– Un psicópata negro lleno de crack hasta las orejas -respondió; se quitó la camisa y la dejó en el fregadero-. ¡Cariño, la he cagado!

– ¿Qué dices? ¿Cómo?

La miró, con los ojos inquietos, y añadió:

– EI tipo ése intentó atracarme, ¿De acuerdo? Yo traté de golpearle y entonces me hirió con la navaja.

– ¿Intentaste golpear a un tipo que tenía una navaja, Dave?

Abrió el grifo, metió la cabeza en el fregadero, tragó un poco de agua y prosiguió:

– No sé por qué lo hice. Se me fue la cabeza. Se me fue la cabeza de verdad, cariño, y me lo cargué.

– ¿Que tu…?

– Lo dejé hecho polvo, Celeste. Me puse hecho una fiera cuando noté que me clavaba la navaja, ¿sabes? Le derribé, me puse encima de él y cariño…, perdí la cabeza.

– Así pues, fue en defensa propia.

Hizo una especie de gesto con la mano e insinuó:

– A decir verdad, no creo que el tribunal lo vea de ese modo.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Amor mío! -le cogió las muñecas con las manos-. Cuéntame exactamente lo que pasó.

Y durante una milésima de segundo, al mirarle a la cara, sintió náuseas. Notó una sonrisa maliciosa en lo más profundo de sus ojos, como si algo se hubiera activado y se felicitara a sí mismo por ello.

Decidió que era la luz, ese fluorescente barato que tenía justo encima de la cabeza, pues al bajar ella la barbilla hacia el pecho, él le acarició las manos, y la sensación de náusea desapareció y su rostro volvió a la normalidad; asustado, pero normal.

– Iba andando hacia el coche -Celeste se sentó de nuevo sobre la tapa cerrada del retrete y él se arrodilló delante de ella- cuando el tipo ése se me acercó y me pidió fuego. Le dije que no fumaba y él me respondió que él tampoco.

– Que él tampoco.

Dave asintió con la cabeza y añadió:

– En aquel momento el corazón me empezó a latir a toda velocidad, ya que no había nadie a nuestro alrededor. Entonces fue cuando vi la navaja; él me dijo: «La cartera o la vida, hijo de perra. Tengo intención de marcharme con una cosa o la otra».

– ¿De verdad te dijo eso?

Dave se inclinó hacia atrás, ladeó la cabeza y exclamó:

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada.

Por algún motivo le pareció que sonaba gracioso, tal vez demasiado ocurrente, como si lo hubiera sacado de una película. Sin embargo hoy en día casi todo el mundo veía películas, y cada vez más gracias a la televisión por cable; así pues, era posible que el ladrón hubiera aprendido la frase de un atracador cinematográfico y que se hubiera pasado la noche entera repitiéndola delante de un espejo hasta que creyera parecerse a Wesley o Denzel.

– Bien… bien, entonces -prosiguió Dave-, empecé a decirle: «Venga hombre, deja que me suba al coche y que me vaya a casa», lo que fue una gran estupidez por mi parte porque entonces me pidió las llaves del coche. Y yo… no sé lo que me pasó, cariño, en vez de asustarme me enfadé. Tal vez fue el whisky lo que me dio valor, no estoy seguro, pero entonces le empujé y él me clavó la navaja.

– Creía que habías dicho que le habías golpeado.

– ¡Celeste: deja que acabe de contar la historia, joder!

– ¡Lo siento, amor mío! -exclamó ella acariciándole la mejilla.

Él le besó la palma de la mano y continuó:

– Bien, pues, me empujó contra el coche, me asestó un golpe y yo esquivé el puñetazo; entonces el tipo me clavó la navaja y cuando sentí que el cuchillo me atravesaba la piel, sencillamente enloquecí. Le pegué un puñetazo en un lado de la cabeza y como no se lo esperaba empezó: «¡Joder con el cabrón éste!», y volví a darle en el cuello; se cayó al suelo, la navaja rebotó a su lado, me puse encima de él de un salto, y, y, y…

Dave miró el interior de la bañera, con la boca aún abierta y con los labios un poco fruncidos.

– ¿Qué? -preguntó Celeste, que aún estaba intentando ver cómo el atracador le había dado un puñetazo con una mano y sostenía a la vez la navaja en la otra-. ¿Qué hiciste?

Dave se dio la vuelta, le miró las rodillas y respondió:

– Fui a por él como un loco, nena. Por lo que sé, podría estar muerto. Le golpeé la cabeza, le aporreé la cara, le destrocé la nariz, todo lo que te puedas imaginar. Estaba tan enfadado y tan asustado que no podía dejar de pensar en ti y en Michael, y en que había estado a punto de no poder llegar hasta el coche con vida, y que podría haber muerto en un aparcamiento de mierda sólo porque un tarado era demasiado vago para ganarse la vida trabajando. La miró a los ojos y se lo repitió. -Es posible que le haya matado, cariño,

Parecía tan joven. Los ojos grandes, el rostro pálido y sudoroso, y el pelo pegado a la cabeza por el sudor y el miedo y, ¿era eso sangre? Si, si que lo era.

«El sida -pensó por un instante-. ¿Qué pasaría si ese tipo tuviera el sida?» No. Tenía que enfrentarse a aquello en ese mismo momento, se dijo.

Dave la necesitaba. No solía actuar así. Y entonces se percató de por que había empezado a preocuparle que nunca se quejara. En cierta manera, cuando uno expresaba sus quejas a alguien, en realidad estaba pidiendo ayuda, pidiendo a esa persona que le ayudara a solucionar sus problemas. Sin embargo, Dave nunca la había necesitado con anterioridad y, por lo tanto, nunca se había quejado, ni siquiera cuando perdió el trabajo, ni cuando Rosemary vivía. Pero en ese momento, arrodillado ante ella, contándole con desesperación que era posible que hubiera matado a un hombre, le estaba pidiendo que le dijera que no pasaba nada.

Y así era, ¿no es verdad? Si alguien intentaba robar a un ciudadano honrado, tenía que aguantarse si las cosas no le salían tal y como había planeado. Y si a uno lo matan, pues mala suerte. «Lo siento, pero es así. El que la hace, la paga», pensaba Celeste.

Besó a su marido en la frente y le susurró:

– Cariño, métete en la ducha. Yo ya me ocuparé de la ropa.

– ¿De verdad?

– Pues claro.

– ¿Qué piensas hacer con ella?

No tenía ni la menor idea. ¿Quemarla? Claro, pero ¿dónde? En su casa, no. Sólo tenía otra posibilidad: el patio trasero. Sin embargo, enseguida se percató de que si se ponía a quemar ropa en el patio a las tres de la madrugada, o a cualquier otra hora, la gente se daría cuenta.

– La lavaré -dijo en el mismo momento en que se le ocurrió-. La lavaré bien, la meteré en una bolsa de basura y después la enterraremos

– ¿Enterrarla?

– Podemos llevarla al vertedero. ¡Ah, no, espera! -Los pensamientos le fluían con más rapidez que las palabras-. Podemos esconder la bolsa hasta el martes por la mañana. Es el día que pasan a recoger la basura, ¿no es verdad?

– Así es…

Se dio la vuelta en la ducha y la miró, expectante, mientras la raja del costado se iba oscureciendo y ella volvía a preocuparse por el sida, o por la hepatitis, o por cualquier otra enfermedad por la que la sangre de otra persona pudiera matarte o envenenarte.

– Sé cuándo pasan. A las siete y cuarto, ni un minuto más ni un minuto menos, cada semana, excepto la primera semana de junio, pues los universitarios, que acaban el curso, dejan un montón de basura y, por lo tanto, el camión de recogida llega un poco tarde, pero aun así…

– ¡Celeste, amor mío! ¡Vayamos al grano!

– ¡Ah, vale! Cuando oiga el camión, bajaré corriendo detrás de ellos las escaleras, como si me hubiera olvidado una bolsa, y la tiraré directamente a la parte trasera. ¿De acuerdo? -sonrió, a pesar de que no tenía ganas,

Colocó una mano debajo del grifo de la ducha, aunque aún seguía vuelto hacia ella, y le respondió:

– De acuerdo, mira…

– ¿Qué?

– ¿Crees que podrás soportarlo?

– Sí.

«Hepatitis A, B y C -pensó-. Ébola. Enfermedades tropicales.» Volvió a abrir mucho los ojos de nuevo y exclamó:

– ¡Santo cielo! Es posible que haya matado a alguien.

Deseaba acercarse a él y tocarlo. Quería salir de la habitación, acariciarle el cuello y asegurarle que todo saldría bien. Ansiaba huir de allí hasta haber analizado la situación hasta el último detalle.

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