Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Cuando Rosemary Savage Samarco estaba en su lecho de muerte (el quinto de diez), le dijo a su hija, Celeste Boyle: «Te juro por Dios que lo único que me ha producido placer en esta vida ha sido tocarle las pelotas a tu padre siempre que he podido».

Celeste le había dedicado una sonrisa distante y había intentado alejarse, pero su madre le había asido la muñeca con una garra artrítica, y la había apretado con fuerza.

Haz el favor de escucharme, Celeste. Me estoy muriendo y te estoy hablando muy en serio. Eso es lo que conseguirás, si tienes mucha suerte en esta vida, pues en primer lugar, no hay mucho. Mañana ya estaré muerta y quiero asegurarme de que lo hayas entendido: Sólo se consigue una cosa. ¿Me oyes? Sólo hay una cosa en este mundo que te de placer. El mío fue tocarle las pelotas al cabronazo de tu padre siempre que se me presentaba la oportunidad -le brillaban los ojos y tenía los labios salpicados de gotas de saliva-, y créeme, después de cierto tiempo, le encantaba.

Celeste le secó la frente a su madre con una toalla. Le sonrió y le dijo; «Mamá», con un tono de voz dulce y arrullador. Le quitó la saliva de los labios y le acarició la palma de la mano, sin dejar de pensar: «Tengo que salir de aquí, de esta casa, de este barrio, de este lugar desequilibrado en el que la gente tiene el cerebro totalmente podrido, por ser demasiado pobre, estar demasiado cabreada y por haber sido demasiado incapaz de cambiar las cosas durante un período de tiempo tan jodidamente largo».

Sin embargo, su madre siguió viviendo. Sobrevivió a pesar de una colitis, de los ataques de diabetes, de una insuficiencia renal, dos infartos de miocardio y tumores cancerígenos en un pecho y en el colon. Un día, el páncreas le dejó de funcionar, de repente, y una semana más tarde volvió a funcionar, con muchas ganas de empezar de nuevo; los médicos no hacían más que preguntar a Celeste si podrían examinar el cuerpo de su madre una vez que ésta hubiera muerto.

Celeste les preguntaba las primeras veces:

– ¿Qué partes?

– Todas.

Rosemary Savage Samarco tenía un hermano, al que odiaba, en las marismas, dos hermanas que vivían en Florida y que no le dirigían la palabra, y le había tocado las pelotas a su marido con tanta habilidad que éste se había cavado su propia tumba para librarse de ella. Celeste fue la única hija que tuvo después de ocho abortos. Celeste solía imaginarse de pequeña que todos sus mediohermanos y hermanas flotaban en el limbo y que les decía: «Estáis como de vacaciones».

Cuando Celeste era adolescente, estaba convencida de que aparecería alguien que se la llevaría de allí. No era fea ni estaba amargada; además, tenía buen carácter y sabía reírse. Se imaginaba que si uno tenía en cuenta todas esas cosas, acabaría sucediéndole. Aunque había conocido a algunos candidatos, no había ninguno que acabara de gustarle. La mayoría eran de Buckingham, casi todos gamberros de la colina o de las marismas de East Bucky, algunos de Rome Basin, y un tipo de las afueras que había conocido cuando asistía a la escuela de peluquería Blaine, que era homosexual, aunque por aquel entonces ella aún no lo sabía.

El seguro médico de su madre era una mierda, y bien pronto Celeste se encontró que tenía que trabajar para cubrir unas facturas médicas monstruosas por unas enfermedades monstruosas que no lo eran tanto para poner fin a su sufrimiento. Y no es que su madre no disfrutara de su propio padecimiento. Cada vez que sufría una enfermedad disponía de un nuevo triunfo para jugar a lo que Dave llamaba «Rosemary tiene todos los boletos de la rifa para que su vida sea peor que la de los demás».

Una vez, en las noticias vieron a una madre acongojada que lloraba en la acera, después de presenciar como su casa y sus dos hijos habían volado por los aires a causa de un incendio. Rosemary hizo un chasquido con la lengua:

– Siempre puedes tener más hijos. En cambio, intenta vivir con colitis y un pulmón colapsado en un mismo año y ya verás -comentó.

En momentos así, Dave le dedicaba una tensa sonrisa y se iba a buscar otra cerveza.

Rosemary, cuando oía el ruido del frigorífico al abrirse, le decía a Celeste:

– Tú sólo eres su amante, cariño. Su mujer se llama Budweiser.

– ¡Mamá, déjalo ya! -solía responderle Celeste.

– ¿Qué? -le contestaba ella.

A la larga, Celeste había optado por Dave. Era atractivo y divertido y había muy pocas cosas que le alteraran. Cuando se casaron, él tenía un buen trabajo en una oficina de correos de Raytheon, y aunque lo perdió cuando hicieron reducción de personal, al cabo de un tiempo consiguió otro en la zona de carga y descarga de un hotel del centro (por la mitad de su antiguo salario) y nunca se quejó de ello. De hecho, Dave nunca se quejaba de nada y apenas hablaba de su infancia y de la época anterior al instituto, lo cual sólo empezó a parecer extraño a Celeste un año después de que muriera su madre.

Fue una apoplejía lo que al final acabó con su vida. Un día que Celeste volvía del supermercado, se encontró que su madre estaba muerta en la bañera, con la cabeza inclinada, y apretados en una mueca los Iabios torcidos hacia el lado derecho, como si hubiera mordido algo demasiado ácido.

Durante los meses que siguieron al funeral, Celeste se consolaba al saber que, como mínimo, las cosas serían más fáciles a partir de entonces, ya que no tendría que soportar los reproches constantes y los comentarios crueles. Pero, en realidad, las cosas no habían ido de ese modo. Dave cobraba más o menos lo mismo que Celeste, y eso sólo suponía un dólar más por hora de lo que pagaban en McDonald's, y aunque era de agradecer que las facturas que Rosemary acumuló a lo largo de su vida no pasaran a su hija, ésta tuvo que pagar las facturas del funeral y del entierro. Celeste examinaba el desastre económico en el que estaban sumidos, las facturas que hacía años que pagaban, la falta de ingresos, las enormes cantidades de dinero que gastaban, el nuevo montón de facturas que Michael y su futura educación representaban, la falta de solvencia, y tenía la sensación de que tendría que vivir con la respiración contenida para el resto de su vida. Ni ella ni Dave habían ido a la universidad y tampoco parecía probable que fueran a ir, y a pesar de que en el telediario la gente se jactaba del bajo índice de desempleo y de la seguridad laboral de todo el estado, nadie mencionaba que esto sólo afectaba a la mano de obra cualificada ya la gente que estaba dispuesta a trabajar como empleado eventual sin ninguna asistencia médica o dental y con muy pocas perspectivas laborales.

Algunas veces, Celeste se sentaba en el lavabo junto a la bañera en la que se había encontrado a su madre. Solía sentarse en la oscuridad. Se sentaba allí e intentaba no llorar; se preguntaba cómo podía ser que su vida hubiera llegado a semejante extremo, yeso mismo estaba haciendo un domingo a las tres de la madrugada, mientras la persistente lluvia golpeaba las ventanas, cuando Dave entró cubierto de sangre.

El hecho de encontrársela allí le sorprendió y se echó hacia atrás de un salto cuando ella se puso en pie.

– Cariño, ¿qué te ha pasado? -le preguntó, acercándose a él. Volvió a saltar hacia atrás, se dio un golpe en el pie con la jamba de la puerta, y contestó:

– Me han rajado.

– ¿Qué?

– Que me han rajado.

– ¡Por el amor de Dios, Dave! ¿Qué es lo que ha pasado?

Se levantó la camisa y Celeste observó con atención una cuchillada bastante profunda en la caja torácica, de la que salía sangre a borbotones.

– ¡Santo cielo! Tienes que ir al hospital, cariño.

– ¡No, no! -insistió-. Mira, no es tan profunda, lo único que pasa es que sangra mucho.

Tenía razón. Cuando la miró por segunda vez, se dio cuenta de que era bastante superficial; sin embargo era larga y sangraba mucho, aunque no hasta el punto que justificara la sangre de la camisa y del cuello.

15
{"b":"110196","o":1}