Литмир - Электронная Библиотека
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– ¿ Por qué, Henry? ¿ Ha estado hablando con Renner?

Pierce vaciló. Se dio cuenta de que no debería haberla llamado, porque sus preguntas podían revelar que seguía insistiendo en aquello de lo que le había prometido mantenerse apartado.

– No, nada de eso. Estaba mirando una comprobación de antecedentes en una solicitud de empleo. A veces es difícil entender qué significa todo esto.

– Bueno, no parece que sea alguien muy recomendable para que trabaje para usted.

– Creo que tiene razón. En fin, gracias. Cárguelo a mi cuenta.

– No se preocupe por eso.

Después de colgar miró la última página del informe de Zeller. Era una lista de todos los sitios Web a los que había podido vincular a Wentz y ECU. La lista a un espacio ocupaba toda la página. Los juegos de palabras de doble sentido de los nombres de sitios y las direcciones eran casi risibles, pero de algún modo el enorme volumen los hacía más inquietantes. Eso era sólo el negocio de un hombre. Asombroso.

Al repasar la lista se fijó en una entrada: FetishCastle.net y cayó en la cuenta de que la conocía. La había oído. Tardó un momento en recordar que Lucy LaPorte le había dicho que había conocido a Lilly Quinlan en una sesión fotográfica para la Web de FetishCastle.

Pierce giró la silla para situarse de frente al ordenador, encendió la máquina y se conectó a Internet. En unos minutos llegó a la página de inicio de FetishCastle. La primera imagen era la de una asiática que llevaba unas botas negras altas hasta los muslos y poco más. Tenía los brazos en jarras y había adoptado la pose severa de una maestra de escuela. La página prometía a los suscriptores miles de fotos de fetichismo para descargar, vídeos y enlaces a otros sitios. Todo gratis. Pagando la cuota de suscripción, claro. La lista de temas codificada pero fácilmente descifrable incluía dominantes, sumisas, intercambios, asfixia, etcétera.

Pierce hizo clic en el botón de suscripción y saltó a una página con un menú que ofrecía diversas opciones y que prometía una aprobación y acceso inmediatos. La tarifa vigente era de 29,95 dólares mensuales, que se cargaban mensualmente en tarjeta de crédito. El menú anunciaba en letras grandes que la nota de cargo aparecería en los extractos de la tarjeta de crédito como ECU Enterprises, lo cual pasaría más desapercibido a ojos de la mujer o el jefe.

Había una oferta inicial por 5,95 dólares, que permitía acceder al sitio durante cinco días. Al final de este período no se cargaba ninguna otra cuota en la tarjeta si no se suscribía otro plan mensual o anual. Era una oferta única por cada tarjeta de crédito.

Pierce sacó la cartera y utilizó su American Express para contratar la oferta de presentación. En cuestión de minutos tenía un código de acceso y un nombre de usuario y entró en el sitio. Llegó a una página con un formulario de búsqueda, escribió Robín y pulsó Entrar. Su búsqueda no produjo resultados. Lo mismo ocurrió cuando probó con Lilly, pero después tuvo éxito cuando buscó chica-chica, al recordar que era así como Lucy había descrito su sesión de modelo con Lilly.

Se cargó una página de thumbnails: seis filas de seis fotos de formato reducido. En la parte inferior de la página había una flecha que permitía pasar a la siguiente página de treinta y seis fotos o saltar a cualquiera de las cuarenta y ocho páginas de fotos chica-chica.

Pierce miró los thumbnails de la primera página. Eran todo fotos de dos o más mujeres, sin hombres. Las modelos estaban ocupadas en diversos actos sexuales y escenas de bondage, siempre con una fémina dominante y su esclava. Aunque las imágenes eran pequeñas, no quería tomarse el tiempo de hacer clic en ellas para ampliarlas. Abrió un cajón del escritorio y sacó una lupa. Se acercó al monitor y buscó a Lucy y Lilly, pasando con rapidez por la cuadrícula de imágenes.

En la cuarta pantalla de treinta y seis encontró una serie de más de una docena de fotos de Lucy y Lilly. En todas ellas Lilly hacía el papel de dominatriz y Lucy el de sumisa, pese a que Lucy era mucho más grande que la pequeña Lilly. Pierce amplió una de las fotos y ésta ocupó toda la pantalla del ordenador.

El escenario era un castillo de piedra, obviamente pintado. La pared de una mazmorra, supuso Pierce. Había paja en el suelo y velas encendidas en una mesa. Lucy estaba desnuda y encadenada a la pared con grilletes que parecían brillantes y nuevos más que medievales. Lilly, vestida con el aparentemente preceptivo cuero negro de dominatriz, estaba de pie enfrente de ella. Sostenía una vela, con la muñeca doblada lo justo para que la cera caliente goteara en los pechos de Lucy. En el rostro de Lucy se veía una expresión que Pierce pensó que pretendía expresar al mismo tiempo sufrimiento y placer. Éxtasis. El rostro de Lilly mostraba una expresión de severa aprobación y orgullo.

– Oh, lo siento, pensaba que te habías ido.

Pierce se volvió para ver a Mónica entrando por la puerta. Por ser su secretaria conocía la combinación, porque Pierce estaba con frecuencia en el laboratorio y ella podía tener la necesidad de acceder al despacho. Mónica empezó a dejar el correo en el escritorio de Pierce.

– Me habías dicho que sólo ibas a quedarte unos…

Se detuvo al ver la pantalla del ordenador. Su boca se abrió en un círculo perfecto. Pierce se estiró y apagó la pantalla. Dio gracias por tener la cara descolorida y llena de heridas, porque eso le ayudó a ocultar su vergüenza.

– Oye Mónica, yo…

– ¿Es ella? ¿La mujer que me pediste que suplantara?

Pierce asintió.

– Estoy tratando de…

No sabía cómo explicar lo que estaba haciendo. No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Se sentía todavía más estúpido con la lupa en la mano.

– Doctor Pierce, me gusta mi trabajo aquí, pero no estoy segura de que quiera seguir siendo secretaria personal.

– Mónica, no me llames así. Y no empieces otra vez con eso del trabajo.

– ¿Puedo volver con el resto de secretarias, por favor?

Pierce cogió las gafas de sol de encima del monitor y se las puso. Hacía tan sólo unos días quería deshacerse de ella, en ese momento no podía evitar su mirada de desaprobación.

– Mónica, puedes hacer lo que quieras -dijo mientras miraba la pantalla apagada del ordenador-, pero creo que tienes una idea equivocada de mí.

– Gracias. Hablaré con Charlie. Y aquí está tu correo.

Y se fue, cerrando la puerta tras de sí.

Pierce continuó balanceándose lentamente en la silla, mirando la pantalla en blanco a través de unas gafas oscuras. Pronto se disipó la ardiente humillación y empezó a sentir rabia de nuevo. Rabia hacia Mónica, por no entenderle. Rabia por el apuro en el que estaba metido y por sí mismo.

Estiró el brazo para volver a encender la pantalla y apareció de nuevo la foto. Lucy y Lilly juntas. Examinó la cera que se solidificaba en la piel de Lucy, una gota congelada colgando de un pezón erecto. Para ellas había sido un trabajo, una cita. Nunca se habían visto antes de que se plasmara ese momento.

Examinó la expresión de ambas mujeres, el contacto visual que compartían, y no vio rastro de la actuación que sabía que era. En sus caras parecía real y eso fue lo que le provocó excitación. El castillo y todo lo demás eran fáciles de imitar, pero las caras no. No, las caras contaban a quien las veía una historia diferente. Decían quién estaba controlando y quién era manipulado, quién estaba encima y quién debajo.

Pierce miró la foto durante largo rato y luego miró cada una de las fotos de la serie antes de apagar el ordenador.

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