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Estoy aquí para llevar a cabo las órdenes de la señora Mao, Jiang Qing, dice el comandante Dee, un hombre de baja estatura pero fornido y con una nariz enorme. Y no toleraré tonterías. Quien desobedezca mis órdenes recibirá un trato militar. A propósito, no concederé favores. Escuchad con atención. Los pelotones uno, tres y cuatro se apostarán detrás de cada cámara. Mis hombres no escucharán otras instrucciones que las del cámara. El pelotón dos supervisará la iluminación y el cinco estará a cargo del maquillaje y accesorios. Yo mismo estaré bajo las órdenes del director de la película e informaré a diario a la señora Mao.

En menos de dos días las cámaras empiezan a rodar. A los pocos meses hemos terminado la mitad de una película. No vuelven a haber conflictos de facciones. Todos trabajan juntos como si llevaran un gran negocio familiar. Al final de la jornada envían al laboratorio las latas de película para que sean procesadas, y al día siguiente la editan toscamente para poder proyectarla.

Entusiasmada, la señora Mao inspecciona el plató. Da una palmadita al comandante Dee y elogia su eficacia. ¡Ojalá pudiera obtener esta eficiencia en todos mis proyectos! Empieza a plantearse el contratar al comandante para más trabajos.

No te confundas, dice Mao con irritación sujetándose la mejilla medio hinchada. No eres quien te crees que eres. ¡La verdad es que nadie cumpliría tus órdenes si no vieran mi sombra! Cuando el comandante en jefe de las fuerzas aéreas Wu Fa-xian responde a tu llamada, tiene la mirada clavada en la silla en la que estoy sentado. Cuando la Guardia Roja grita a pleno pulmón: «¡Un saludo a la camarada Jiang Qing!», es a mí a quien quiere complacer.

Comprendo al presidente, y hago un esfuerzo por parecer humilde y poco respondona. Por favor, no dudes de que he consagrado mi vida a ayudarte a ti y sólo a ti. He puesto mi confianza en mi capacidad de conseguir que se hagan las cosas. Déjame hablarte de mis últimas creaciones. Déjame enseñarte secuencias de las óperas y los ballets.

Las óperas están bien, dice Mao sentándose. Coge una toalla caliente de una jarra humeante y se la lleva a la mejilla hinchada. Estoy satisfecho con tu trabajo. Los espectáculos pintan bien. Pero no te subas a ellos como a una alfombra mágica. Ésta es mi advertencia.

En ese momento no le sigo. Pero no me atrevo a confesar mi confusión. Últimamente hay un montón de cosas con las que nos confundimos mutuamente y no las aclaramos. Es para mantener la paz. Seguramente es mejor la confusión. Digo al mundo que represento a Mao pero no formo parte de su vida. No tengo ni idea de a qué se dedica. No me gusta perseguir a su querida y no me gusta el hecho de que disfrute intimidándome. Me ha estado diciendo cómo disfrutarían sus comandantes (y no me da sus nombres) colgándome en mi propia cama. Sólo seguir su imaginación resulta agotador. Sobre todo cuando hace a la vez el papel de dios y de diablo. Además, detesta que lo descubran.

La temprana primavera sigue siendo helada. Por la mañana la escarcha cubre de blanco la Ciudad Prohibida. Esta tarde las enredaderas de la ventana han empezado a sacudirse. Ha estallado una tormenta; la resistencia del invierno a partir. Pero ¿quién puede impedir que venga la primavera? Después de medianoche desaparecen del cielo las densas nubes y la luna vuelve a brillar. Las ramas golpean mis ventanas como si los espíritus las aporrearan.

No me entero hasta más tarde, cuando me lo cuenta Kang Sheng, de lo que ocurrió la noche de la tormenta. El 30 de abril de 1967. Justo antes de que las nubes se retiraran del cielo, Mao invitó a los viejos camaradas, a los que había atacado previamente, a tomar una copa en su estudio. Les ofreció pies de oso fritos y actuó como si el 18 de febrero no hubiera pasado nada.

Con razón me sorprendí al ver a todos esos tipos en la celebración del primero de mayo que tuvo lugar en el Palacio Nacional de Cultura. Debí suponer que mi marido estaba haciendo un doble juego. Debí comprender que, si bien había estado promocionándome, mi nuevo poder le ponía nervioso y necesitaba contar con otra fuerza para equilibrar el juego.

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Ella sigue lanzándose hacia el futuro con empuje y dinamismo. En apariencia dirige el centro de poder de Mao y se imagina a sí misma por encima del sufrimiento, como las heroínas de sus óperas. Pero en el fondo no acepta sus sentimientos; está entusiasmada con su papel, pero también exhausta y atormentada por las dudas. A veces su amor hacia Mao se parece a la desesperación, otras veces al odio. Y su tristeza por Nah se ha negado a abandonarla. Si se lo permitiera podría acabar con una depresión. Cada día siente que su carácter se pudre un poco más. La noche anterior, acostada en la cama, acudió a su mente la joven protagonista de una antigua historia de amor. Una amante desengañada que envenenó el único pozo del pueblo.

Se aprovechan de los papeles que representan. Tanto Mao Zedong como Jiang Qing. Se ayudan mutuamente y están a punto de derribar a los Liu. Sigue costando hacer que el público acepte la imagen negativa de Liu. Éste ha sido durante medio siglo un icono comunista al lado de Mao. Para resolver el problema y fortalecer su posición, Jiang Qing consulta a Kang Sheng de parte de Mao.

Acusa a Liu de traidor, dice Kang Sheng bebiendo despacio su té. Siempre ha sido el modo más efectivo de provocar una reacción. No importa que Liu se niegue a entrar en escena. Monta el espectáculo por él. Primero trae a conocidos suyos que hayan estado asociados en el pasado con agentes extranjeros. Interrógalos y hazles decir lo que quieres que digan. Comunista o no, ningún estómago soporta el agua con pimienta. Sabemos cómo hacerlos hablar. Conseguiremos sus firmas y luego publicaremos la versión revisada.

No se trata de si Liu es o no traidor, dice la señora Mao al equipo de detectives. Vuestro cometido es conseguir pruebas y testigos. Tenéis tres días.

El equipo trabaja las veinticuatro horas del día. No tarda en presentar nombres. Uno de los interrogados es Zhang Chong-yi, un viejo profesor de sesenta y nueve años del departamento de idiomas extranjeros de la Universidad Normal de la provincia de Hebei. Antes de la Liberación fue rector de la Universidad de Furen. No conoce personalmente ni al vicepresidente Liu ni a Wang Guang-mei, pero sí a sus amigos de la Universidad de Furen. Zhang es ahora profesor de asuntos internacionales.

Trabajaos a Zhang, ordena la señora Mao. Sacadle una confesión.

El hombre no puede hablar, informa el equipo. Le han diagnosticado cáncer de hígado y se está muriendo. Es un cadáver que respira. Tiene la cara hundida y los ojos amarillos de pus. Se le ha paralizado la mejilla derecha y el ojo izquierdo no parpadea. Hay sangre en su orina. Pierde y recobra el conocimiento.

Competid con la muerte, insiste la señora Mao. Hemos de conseguir su confesión. Tenemos que grabar su voz antes de que muera. No olvidéis que el presidente Mao espera resultados.

Empieza el interrogatorio. La grabadora está en marcha. Las cintas se llenan de gritos y llantos.

¡Confiesa o muere! ¡Habla, Zhang Chong-yi! Dinos qué sabes de Wang Guang-mei, la traidora.

No, por favor, no me estires del brazo, farfulla el moribundo. Hablaré. Estoy hablando. Está bien, ahora me acuerdo. Wang Guang-mei es una mujer, ¿verdad? Es la mujer del vicepresidente Liu, ¿no?

En la cinta se oye un golpe seguido del llanto de Zhang Chong-yi.

¡Para de darle patadas!, grita un interrogador. Si le das un solo golpe más morirá. Y entonces todos estaremos en un apuro.

¡Ni se te ocurra engañarnos!, llega la voz del interrogador jefe.

Pero, camarada, estoy diciendo la verdad. No trato de engañar a nadie. Verás…, yo no quiero morir.

¿Cuándo conociste a Wang Guang-mei como agente extranjera?

Ayer.

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