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Tienes que tener agallas para acariciar el trasero de un tigre o nunca tendrás oportunidad de montarlo.

«¡Promocionemos las óperas revolucionarias!» Pensé que con la declaración de Mao conseguiría hacer mis películas sin problemas. Pero no es el caso. El problema son las facciones. El estudio de cine se ha dividido en ocho facciones que se niegan a trabajar juntas. El responsable de la iluminación dice al cámara en qué ángulo colocarse. El diseñador rechaza las instrucciones del director sobre el vestuario. El artista de maquillaje cubre la cara de la actriz de crema rosa, su color preferido. Y por último el productor entrega un informe sobre las «frases anti-Mao» de los guionistas. Cada día hay una pelea en el plató. Pasan meses sin que se ruede una sola escena.

¡No puedo apagar todos los fuegos!, grito a los directores de las compañías. ¡Mi trabajo consiste en dirigir la Revolución Cultural! Todos parecen oírme, pero no se resuelve ningún problema. He prometido al presidente Mao que las películas estarán listas en otoño. ¿Cómo te atreves a decepcionar a Mao?

Reúno en la cafetería del estudio de cine de Pekín a las distintas facciones y hablo con severidad. En la cocina, los cocineros han dejado de hacer ruido. Son las dos y media y no dejo comer a nadie. Los platos se están enfriando.

Tenéis que hacer que funcione, digo.

Necesito ayuda, me dice Mao. Me hace volar de Pekín a Fujian, al sur del país, por donde pasa su tren, sólo para decirme esto. Le pregunto si está bien y sonríe. Últimamente he estado leyendo el poema Tang «La larga separación», y me gustaría compartir contigo mis pensamientos.

Contengo mis palabras amargas.

¿Te acuerdas de ese poema?, continúa. El emperador Li de la dinastía Tang, que se vio obligado a colgar a su querida esposa Yang. Tuvo que contentar a sus generales, que estaban a punto de dar un golpe de Estado. ¡Qué poema más desgarrador! El pobre emperador, para el caso podrían haberlo colgado a él.

El tren sigue avanzando. Vemos pasar el paisaje por la ventanilla. Mao deja de hablar y me mira. En sus ojos veo vulnerabilidad.

«La larga separación» también es mi poema favorito, afirmo. Reanuda su monólogo. Tardo un tiempo en comprender qué quiere decirme. Me está explicando lo presionado que está. Le preocupan los obstáculos con los que se enfrenta la Revolución Cultural. La mitad de la nación pone en tela de juicio su decisión acerca de Liu. Se respira compasión. Aunque la población no ha tenido oportunidad de experimentar las teorías de Liu, se han convencido de que la idea de Mao no funciona. Eso le pone aún más furioso.

La oposición está tratando de impedirme que haga realidad el sueño del comunismo. Su tono se vuelve firme y clava la mirada en el techo del vagón. Los intelectuales son las mascotas de Liu. No les interesa servir a las masas. Se esconden en los laboratorios con sus batas blancas y renuncian a su patria en su búsqueda de fama mundial. Por supuesto, Liu cuenta con su lealtad, ha sido su mecenas. Y también me preocupan los viejos camaradas. Me están volviendo la espalda. Han organizado una operación militar, pero para mí que se trata de un golpe de Estado.

Mao no cuenta todo a Jiang Qing. No le dice que está negociando con los viejos camaradas y que han llegado a acuerdos. No le dice que un día estará dispuesto a representar el papel de emperador Li y pronunciar los versos de «La larga separación». Ella se niega a ver su juego. En presencia de él su mente deja de procesar los hechos. No ve que nunca en su vida ha protegido a nadie más que a sí mismo.

A fin de conservar el afecto de Mao hace cosas que le duelen profundamente. Por ejemplo, hace unas semanas Mao discutió con una de sus queridas favoritas y ésta se marchó. Mao llamó a Jiang Qing para que lo ayudara; le pidió que la invitara a volver en nombre de la primera dama. Al recordarlo no sabe cómo lo hizo. Se sorprende de cómo abusa de sí misma.

Eres la persona en quien más confío y de la que realmente dependo. A esta cálida luz ella cede, se entrega. Se traga el dolor y se disfraza para hacer el papel de la señora Yang en «La larga separación».

A cambio del favor Mao le promete producciones. Para allanarle el camino ordena una campaña llamada: «Hagamos que se conozcan en cada casa las óperas revolucionarias».

Ella cree merecer la compensación. De una manera extraña su boda con Mao se ha transformado y entrado en una nueva fase. Los dos han superado sus obstáculos personales para concentrarse en un cuadro más amplio. Para él es la seguridad de su imperio, y para ella, el papel de heroína. En retrospectiva ella no sólo no ha cumplido las restricciones impuestas por el Partido, sino que dirige la psique de la nación. Ha entrevisto la posibilidad de que podría acabar llevando los asuntos de Mao y gobernar China a su muerte.

Ella no está segura de su poder. No cree tener un control absoluto sobre su vida. En el fondo no confía en Mao. Sabe que es capaz de cambiar de parecer. Y su mente está degenerando. Cuando la llama para que le ayude con el problema de su querida, ¿se ha olvidado de que ella es su esposa? Ella detecta inocencia en su voz. Su dolor es como el de un niño al que se le arrebata su juguete favorito. ¿Es lógico asumir que el día de mañana podría volverle la espalda y no conocerla? Con la edad ha aumentado la paranoia de Mao y ella hace equilibrios sobre su mente. Al ser la señora Mao no le faltan enemigos. El precio del éxito es que ya no titubea a la hora de eliminarlos. Ahora llama sin pensárselo a Kang Sheng en mitad de la noche para añadir un nombre a su lista de personas a ejecutar. Está haciendo todo lo posible por coser bocas que de otro modo no se cerrarían, como las de Fairlynn y Dan. Teme que cuando muera Mao, su lucha sea como barrer el océano con una escoba, y que su enemigo la trague viva.

Ella necesita a Chun-qiao y a Yu. Necesita también a personas leales en el ejército. Recuerda cómo Mao eliminó a sus enemigos en Yenan. Ordenó varias ejecuciones injustas que más tarde lamentó. Pero nunca dejó que el sentimiento lo envenenara. La victoria cuesta cara, dice él. Ahora le toca a ella. Repite su frase.

Estoy tratando de hacer películas. Las óperas y los ballets. Tengo ocho en vista y he establecido la producción en Pekín para poder supervisar los detalles al tiempo que dirijo la Revolución Cultural. Sin embargo las cosas no están yendo como esperaba. Las luchas internas entre facciones han empeorado en el Estudio de Cine de Pekín. Los actores se maquillan y se ponen sus disfraces, pero se pasan el día de brazos cruzados sin filmar una sola toma. Conforme pasan los días empieza a extenderse un rumor: «A menos que Mao envíe a su guarnición, no habrá película».

Comunico el rumor a Mao. Es un agradable día de mayo y lo encuentro en el Gran Salón del Pueblo. No puedo comer, me dice. Los dientes me están matando. He estado discutiendo con mis amigos mi testamento.

Lo miro. Tiene la cara y las manos visiblemente hinchadas.

¿Qué pasa?, pregunta él.

Estoy preocupada por tu salud. ¿Por qué no te tomas unas vacaciones?

¿Cómo voy a hacerlo cuando mis enemigos se pasean alrededor de mi cama?

Lo mismo pasa aquí. Estoy frustrada.

¿Qué ocurre?

Estoy teniendo dificultades en hacer despegar las películas. La oposición es fuerte.

No es propio de ti darte por vencida.

Pero no quiero estresarte aún más.

Bueno, bueno, bueno, dice él riendo. Tus enemigos te matarán en cuanto yo exhale el último aliento.

Los ojos se me llenan de lágrimas. La verdad, puede que no sea una mala solución.

Se acerca y me sienta con delicadeza. Cálmate, camarada Jiang Qing, me dice mirándome. Todo irá bien. Sólo dime en qué puedo ayudarte.

La Guarnición 8341 de Mao, encabezada por el comandante Dee, llega de noche al Estudio de Cine de Pekín. Los soldados van armados y se mueven con rapidez y sigilo. No devuelven los saludos. Sacan a los empleados de sus habitaciones y los escoltan hasta la cafetería.

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