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A diferencia de Mao, que tan poco entiende de arte y arquitectura, a la señora Mao, Jiang Qing, le conmueve la Ciudad Prohibida, sobre todo su Palacio de Verano. Su rincón favorito es el Mar de Fragancia de Magnolia, su profusión de flores detrás de la Sala de la Felicidad en la Longevidad. Trajeron las plantas del sur de China hace dos siglos, y en la estación en que florecen la señora Mao se pasa horas deambulando por lo que llama «las nubes rosas». El otro rincón es la Terraza de las Peonías. La mandó construir la vieja emperatriz viuda en 1903. Los parterres son terrazas excavadas en roca.

En invierno «Pasear por un cuadro» se convierte en su pasatiempo favorito. Da a los guardias y a los criados instrucciones de «desaparecer» cuando ella entra en «escena». El complejo de edificios se halla situado en la ladera al oeste de la Torre del Aroma de Buda. Le encanta la vista: tres torres, dos pabellones, una galería y una puerta en forma de arco. Escucha el viento y se siente sosegada. Regresa de nuevo el tercer día que nieva. Para contemplar un suntuoso edificio que tiene un gran pabellón octogonal abierto de dos pisos con un tejado de doble alero de tejas rojas y amarillas. Ahora está cubierto de nieve. Llora con ganas y se siente comprendida: la desaparición de una gran actriz.

La blancura, el dolor. Sola en su mundo de imágenes.

Ordeno a los criados que me traigan libros ilustrados y encuadernados en tela. He empezado a estudiar las personalidades de la Ciudad Prohibida. Comparto la misma afición a la ópera que la viuda emperatriz. En días espléndidos voy a visitar sus glorias. Me dirijo al Salón de la Salud y la Felicidad. Éste se halla enfrente del escenario, a menos de veinte metros. Desde allí disfrutaba la emperatriz las representaciones teatrales. Me siento en su trono. Es una silla lacada de color dorado con un diseño de cien pájaros rindiendo homenaje al ave fénix. Es cómoda y se conserva como nueva. Todavía puede palparse el espíritu de la mujer.

Voy allí a regular mi estado de ánimo. Voy a soñar, y a imaginar cómo es ser la viuda emperatriz y ostentar poder de verdad. No necesito que ninguna compañía actúe para mí. Me veo como la protagonista de una ópera imaginaria. Las escenas son vividas mientras hojeo el manual de ópera de la emperatriz. Son las piezas clásicas con las que crecí, las que aprendí de mi abuelo, El diario de la existencia imperial. Puedo oír las melodías y las arias. Dicen que la emperatriz no se sentaba en el trono para ver las representaciones, sino que, recostada en la cama, observaba desde la ventana. Había visto tantas veces la ópera que había memorizado cada detalle.

Me tumbo también en esa cama. Me la imagino viendo al emperador Guangxu sentado en el balcón delantero a la izquierda de la entrada, acompañado de príncipes, duques, ministros y otros altos funcionarios que se sentaban a lo largo de las barandillas del este y el oeste. ¿De qué humor está ella? Una mujer nacida en una época horrible, que cada día perdía territorios a manos de enemigos extranjeros y nacionales. ¿Era la ópera su única vía de escape?

Me reconforta estar ante el Gran Escenario. Se construyó en 1891 y es el escenario más grande de la dinastía Ching. Es una estructura de tres pisos, de veintiún metros de alto y diecisiete de ancho en la planta inferior. Encima y debajo hay cámaras con trampillas para los «ángeles» que descienden del «cielo» y los «demonios» que salen de la «tierra». Debajo del escenario hay también un pozo profundo y cinco piscinas cuadradas para las escenas de agua. Por último, comunicada con el escenario, está la Torre de Maquillaje, un suntuoso edificio de dos pisos.

Echo de menos mi papel. Echo de menos mi escenario.

Por un tiempo la belleza del lugar la tiene ocupada. Luego empieza a aburrirse. Hace menos visitas. Muy pronto deja de salir. Se encierra en el Jardín del Silencio y se siente cada vez más deprimida. Está desesperada por tener un público. Habla con quien tiene cerca. La criada, el cocinero, su nuevo animal de compañía, un mono que le ha regalado recientemente el Zoo Nacional, o el espejo, la pared, el fregadero, la silla y el lavabo. Poco a poco se convierte en una costumbre con la que disfruta. Para lidiar consigo misma, para ocuparse en algo, para olvidar la agobiante sensación de infelicidad.

No es que yo sea una experta, pero Mao es definitivamente lego en materia científica. Yo respeto a los médicos, sobre todo a los dentistas. Pero Mao no. Él los odia. Pobre señor Lin-po. Cada vez que venía a hacerle una limpieza dental al presidente, temblaba. Era como si le pidieran que arrancara la piel a un dragón. El presidente puede dar miedo a una persona corriente. Una vez el dentista temblaba tanto que el presidente creyó que se le iba a desencajar la mandíbula y le pidió que se la arreglara antes.

El hombre era incapaz de pillar las bromas del presidente, de modo que fue despedido. El siguiente se lo recomendó el primer ministro Chu. Vino y se comportó del mismo modo. Tenía la mandíbula bien, pero sus músculos faciales se retorcían como si tuviera los nervios conectados a un cable eléctrico. Luego estaba el peluquero, el señor Wei. El presidente contó varios chistes y observó que la navaja estaba muy afilada. El hombre dejó caer la herramienta y cayó de rodillas.

El presidente me llama «señorita Burguesa» porque me niego a comer cerdo. Se cree inmortal. Cree que tiene un poder sobrenatural y no le atacará ningún virus ni las grasas le atascarán las arterias. Bueno, me gustaría apostar por su dentadura. Su enfermedad periodontal es tan grave que tiene los dientes verdes y le apesta el aliento. Apuesto a que una mañana se despertará y se encontrará sin un solo diente.

Ella se olvida de que sus oyentes no pueden responderle, y no digamos comentar o dar su opinión. Olvida que están de guardia. Muy pronto pierde interés en el monólogo y se sorprende adquiriendo la costumbre de atisbar y espiar.

He estado siguiendo las huellas del presidente. Quiero averiguar qué hace como jefe de Estado. Averiguo que se dedica básicamente a dos cosas: viajar y entretener. Al principio nadie quiere hablar conmigo por miedo a Mao. Cambio de estrategia y juego a lo que llamo el juego de la confusión. Doy con el paradero de Mao y telefoneo al gobernador después de su visita. Digo: El presidente me ha pedido que lo salude efusivamente de su parte. Luego pregunto qué hizo el presidente durante su estancia. Me entero que lo llevaron a visitar los lugares de trabajo más destacados. Una fábrica de acero en el norte y una mina de carbón en el oeste, una granja de gallinas en el sur y una piscifactoría de marisco en el este. Allá donde va le dan informes excepcionales acerca de la cosecha. Los gobernadores se pelean para complacerlo. Están desesperados por conseguir que Mao les conceda préstamos estatales. Pero, pregunto, ¿por qué no le informan de la verdad? Si ha habido sequía, ¿por qué dicen que la cosecha está en camino?

¿No es obvia la respuesta, señora? El gobernador suspira. Prefiero informar erróneamente al presidente que parecer estúpido delante de él.

De modo que todos terminan levantado el arma sólo para dispararse a sus propios pies. Ante tal queja, mi táctica es cambiar de tema. No es que no me importe. Pero antes he de mirar por mi supervivencia. Mi vida ha experimentado sequía tras sequía e inundación tras inundación. Estoy harta de malas noticias.

En su espionaje ella se ha concentrado en dos mujeres. Dos con las que se compara y a las que envidia en secreto. Dos que no tienen ninguna posibilidad de ser sus amigas, sino enemigas. Una tiene talento y no es muy agraciada. Es la mujer del primer ministro Chu En-lai, Deng Yin-chao. La otra es Wang Guan-lei, la mujer del vicepresidente Liu. Hermosa y con talento, es la que más inquieta a la señora Mao. El hecho de que ambas sean adoradas por sus maridos le molesta. No soporta ver cómo el primer ministro Chu besa a Deng Yin-chao antes de irse de viaje, y cómo el vicepresidente Liu no pierde de vista a Wang Guang-mei en las fiestas. Lo vive como una humillación.

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