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Él se acomodó en el sofá y le invitó a sentarse con un ademán. Permanecieron sentados uno frente al otro. Al cabo de un rato, ella se sintió incómoda y pidió permiso para retirarse. Él fingió sorprenderse. Dijo que le apetecía hablar y le pidió que volviera a sentarse. Para romper el silencio ella le preguntó por su viaje.

Te has sentido sola, dijo de pronto él con suavidad.

Ella se volvió, se levantó y se dirigió a la puerta.

Quédate. La palabra la detuvo.

Sabía que no podía desobedecerlo. Fue y volvió a sentarse, pero en otro sofá.

Estoy demasiado cansado hoy para una guerra de guerrillas. Se levantó y se sentó a su lado. La sujetó.

¡No, por favor! Las palabras salieron casi entrecortadas del pecho de ella.

Él no se dio por enterado. Disfrutaba con sus forcejeos. La penetró a la fuerza. Dios proporciona comida a todos los pájaros, pero no la arroja en su nido, lo oyó decir. Tienes que salir a cogerla.

Prefiero convertirme en polvo.

Él no respondió, pero empezó a embestirla.

El cuerpo de ella se cerró y su mente se retiró.

A él le caían gotas de sudor por el puente de la nariz, las mejillas y por debajo de las orejas hasta adentrarse en el pelo. El hecho de que ella lo rechazara le irritó. Sujetándola, siguió embistiéndola como para salir de ella.

Nos citamos…, gritó ella de pronto, pronunciando las palabras con dificultad. Nos citamos en la oscuridad, nuestra piel en otro tiempo brilló, nuestros cuerpos se hincharon de éxtasis y nuestra carne se consumió de impaciencia. ¿Cómo iba a saber… que íbamos a descubrir que este viaje…, el viaje que consumió el fuego de nuestra juventud, no… merecía la pena?

Él le tapó la boca con una mano. Su cuerpo se movía rítmicamente.

De pronto se paró, como una bicicleta rota.

Ella experimentó la sensación de vivir dentro de un reloj, observando su cuerpo en un extraño movimiento. Trató de impedir que sus pensamientos salieran disparados hacia el futuro.

La luz de media tarde seguía cortando la Habitación de las Peonías en formas rectangulares y triangulares. La alfombra color borgoña olía a humo. El antiguo lienzo de peonías dibujaba siluetas espeluznantes saliendo de la pared. El ruido de una tubería subterránea se mezclaba con el frotar woks de la cocina del fondo.

Escuchó largo rato. El ruido del agua bajando por las tuberías repiqueteó en su cráneo. Luego llegó un ruido de pasos. Era el vigilante que estaba de guardia. Los pasos cesaron con un grito. Cayó algo. Una bolsa pesada. El vigilante echó a correr. Luego se oyó hablar a dos hombres. Un camionero que había venido para entregar pescado fresco. El vigilante le dijo que no era allí. El camionero le preguntó la dirección de la entrada de la cocina principal. El vigilante le respondió con fuerte dialecto de Shandong. El camionero preguntó si podía utilizar el baño y el vigilante respondió que tenía que hacerlo fuera. Poco a poco el ruido del pasillo cesó.

Pensó en lo extraño que era haber estado casada con Mao durante diecisiete años.

¿Sabes cuál es el secreto que nos llevó a casarnos?, le preguntó Mao como si le leyera el pensamiento. A continuación se respondió: La fascinación hacia nosotros mismos. Nos hacíamos mutuamente de espejo y veíamos en el otro nuestra propia belleza. Nos cantábamos himnos a nosotros mismos, eso es todo.

Se levantó y se abrochó los pantalones. «Un fumador que quemó la almohada con la colilla de su propio cigarrillo.» Su voz estaba llena de ironía.

¡Te equivocas!, balbució ella.

Vamos, nos hemos pasado la vida combatiendo el feudalismo, a Chang Kai-shek, a los japoneses, a los imperialistas, a la madre tierra y el uno al otro. No importa el pasado. Por el bien de tu futuro te aconsejo que recuerdes la razón por la que la flor de sauce vuela más alto que un pájaro: porque tiene el apoyo del viento.

Bueno, eso es algo que tú también deberías recordar. Tú y yo somos las dos caras de una moneda; no hay forma de dividirnos, tu imagen de Dios depende de mí para sostenerse.

Representa tu drama como quieras. Él se acercó a la puerta y se detuvo. Pero no me asignes un papel.

La puerta se cerró de golpe detrás de él.

El pasillo retumbó.

No tengo sífilis. Me llega el informe de mi médico y dejo escapar un largo suspiro. Estaba asustada. Intrigada, llamo por teléfono al médico de Mao, el doctor Li. Pregunto si Mao tiene sífilis. Tras una nerviosa vacilación, el doctor Li dice que necesita una carta de autorización del Politburó para revelar información sobre la salud de Mao.

¿Cambia algo que sea su mujer?

Tengo instrucciones de no responder preguntas sobre la salud del presidente, señora.

La línea permanece silenciosa por un instante. Si me acuesto con él esta noche, ¿estaré segura?, insisto.

No hay respuesta.

Le acusaré de homicidio en primer grado si me miente, doctor. Dejo que asimile la amenaza y repito la pregunta. No, grazna finalmente el hombre. No estará segura. De modo que tiene sífilis.

¡No he dicho eso, señora! El hombre de pronto se comporta de forma histérica. ¡Nunca he dicho que el presidente Mao tuviera sífilis!

Con su maletín en la mano, el doctor Li acude en un avión militar a las siete y media de la mañana. La señora Mao lo recibe en una casa de campo rodeada por el lago Oeste en Hang-zhou. Está en un salón con tragaluz fotografiando rosas.

El doctor Li se seca la frente y empieza a sacar su equipo. Ella lo detiene. Le he hecho venir para que me responda a una pregunta. ¿Qué ha hecho para curar a Mao?

El hombre empieza a juguetear con la cremallera de su maletín, nervioso.

Verá, doctor, si Mao es devorado por el virus estoy perdida.

El doctor Li está sin aliento. Disculpe, señora…, al presidente… no le gusta mucho mi tratamiento.

Ella se echa a reír mientras desmonta el trípode. ¡Típico de él!

El doctor Li sonríe con humildad. Bueno, el presidente siempre está ocupado. Tiene que gobernar un país.

Es una piedra que huele a podrido en el fondo de un pozo negro, dice ella en alto. Sé cómo se siente, doctor. Llevo años tratando de cambiar su dieta sin un solo éxito. Le encanta el cerdo grasiento con azúcar y salsa de soja. Cuanto más grasiento mejor. Pero la sífilis es otro cantar, ¿no le parece? ¿Qué pasa si sigue siendo portador del virus? ¿Se le infectarán las demás partes de su cuerpo? ¿Morirá de la enfermedad?

No, confirma el doctor Li. Es mucho menos dañino para un hombre que para una mujer.

¿Está diciendo que no le pasará nada si no toma ninguna medicación?

El doctor opta por volver a guardar silencio.

¿Es difícil deshacerse del virus?

En absoluto. Todo lo que el presidente tiene que hacer es ponerse un par de inyecciones.

¿Se lo ha explicado?

Sí, señora.

¿Y?

El hombre se queda boquiabierto y no dice una palabra más.

Ella le pasa una toalla para que se seque el sudor. Esto también es típico de él. A mi marido no puede importarle menos lo que le ocurre a sus parejas. Siéntese, doctor. No tiene que decir nada. Sólo corríjame si me equivoco. Por favor, créame que conozco bien a Mao. ¿Dijo que no había modo de obligarle a ponerse las inyecciones? Apuesto a que dijo exactamente eso. ¿Sí? ¿Lo ve? Tiene que seguir con sus ejercicios para la longevidad y usted piensa que es un ser humano terrible, ¿verdad?

No, no, no, no. El hombre se levanta de un salto del sofá. Nunca he pensado eso… Jamás me atrevería…

Ella sonríe, como si la situación le pareciera cómica.

El doctor Li sigue recitando como un mal actor. Nunca se me ocurriría pensar nada parecido del presidente Mao. Soy revolucionario a ultranza. He consagrado mi vida a nuestro gran líder, gran maestro, gran timonel y gran comandante.

Pobrecillo. Mientras guarda la cámara en su funda, ella bromea: Entonces usted cree que esas jóvenes merecen tener el virus, ¿no? ¿No? ¿Por qué no? Es su castigo, ¿no? Tengo entendido que algunas de las víctimas de sífilis nunca tendrán hijos. ¿Me equivoco? Luego tengo razón. ¿Compadece a las jóvenes? Me sorprendería si no lo hiciera. Me han dicho que es un médico decente. ¿Cree en los ejercicios del presidente? ¿Lo ha alentado? Entonces ¿lo ha desalentado? ¿No? ¿Por qué no? Usted es médico. ¡Se supone que ha de curar, detener el virus! ¿Cómo? ¿No sabe? Verá, ha llegado a comprender mi situación. Porque está experimentando lo mismo que yo. Todo se reduce a cómo a una persona decente se le despoja de la dignidad.

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