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El senador asintió con la cabeza y dijo sin levantar la mirada hacia su ayudante:

– Gracias, Stephen -luego se levantó, apoyándose en el brazo que le tendía el joven, y miró a Cunningham-. Lo siento, Kyle. Debo regresar al Capitolio. Esperó que me mantenga informado.

– Naturalmente, senador. Le informaré de todos los detalles que deba saber en cuanto lleguen a nuestro conocimiento.

El senador Brier pareció satisfecho. Gwen sonrió, pensando en las palabras que había elegido Cunningham. Los detalles que deba saber. Cunningham debería haber sido político. Se le daba bien aquello: decirle a la gente lo que quería oír sin decir absolutamente nada.

Capítulo 34

Richmond, Virginia

Kathleen O'Dell apartó los papeles y tomó su taza de café. Bebió un sorbo, cerró los ojos y bebió otra vez. El café estaba mucho más rico que aquel asqueroso té, aunque el reverendo Everett la regañaría si supiera que tomaba tanta cafeína, y eso que no era aún mediodía. ¿Cómo podía esperar nadie que dejara el alcohol al mismo tiempo que la cafeína?

Pasó de nuevo las hojas. Stephen había sido muy amable por conseguirle todos los impresos que necesitaba. Si no se tardara tanto en rellenarlos… ¿Quién iba a sospechar que costaría tanto trabajo transferir los pocos bienes que tenía, un puñado de acciones, unos ahorrillos, la pensión de Thomas…? Hasta se había olvidado de la pensión, una pequeña cantidad mensual, pero suficiente para que el reverendo Everett pareciera complacido cuando ella se la recordó. Eso había sido cuando el reverendo le dijo otra vez que ella formaba parte integrante de su misión; que Dios la había enviado a él como favor especial. Ella nunca había formado parte integrante de nada, ni de nadie, y menos aún de un hombre tan importante como el reverendo Everett.

Tras pasar la mañana repasando sus bienes, se había dado cuenta de que no tenía gran cosa. Claro, que tampoco había esperado nunca mucho. Sólo lo necesario para ir tirando. Con eso se conformaba.

Después de la muerte de Thomas, había vendido su casa y todas sus pertenencias para llevarse de allí a Maggie lo antes posible, y cuanto más lejos, mejor. Creía que con el seguro de vida de su marido les iría bien, y habían vivido a gusto en el pequeño apartamento de Richmond. Nunca habían nadado en la abundancia, cierto, pero Maggie no se moría de hambre, ni se vestía con harapos.

Kathleen paseó la mirada por su apartamento: una sola habitación soleada que había decorado ella misma recientemente con colores alegres y chillones que, por suerte, ya no veía con los ojos emborronados por la resaca. No probaba ni una gota desde hacía diez meses, dos semanas y… Miró el calendario de la mesa. Cuatro días. Pero todavía se le hacía cuesta arriba. Asió de nuevo la taza de café y tomó un trago.

Al mirar el calendario se acordó de que quedaban pocos días para Acción de Gracias. Miró la hora. Tendría que llamar a Maggie. Era importante para el reverendo Everett que Maggie y ella pasaran juntas la cena de Acción de Gracias. Seguro que podían hacerlo, aunque fuera sólo una vez. No podía ser tan difícil pasar una tarde juntas. No era la primera vez que lo hacían. Habían pasado muchas fiestas juntas, aunque Kathleen no recordaba ninguna con la suficiente claridad como para sentirse reconfortada. Por lo general, las fiestas eran para ella una especie de mancha borrosa.

Miró de nuevo la hora. Si llamaba de día, le saltaría el contestador de Maggie, y no podría hablar con ella.

Pensó en su encuentro del día anterior. Maggie se removía en la silla como si estuviera deseando marcharse, y ella se preguntaba si de veras la habían llamado del trabajo. Quizá, sencillamente, no había querido pasar ni un minuto más con su madre. ¿Cómo habían llegado a aquel extremo? ¿Cómo se habían convertido en enemigas? No, en enemigas, no. Pero tampoco eran amigas. ¿Y por qué ni siquiera podían hablar con normalidad?

Miró la hora otra vez. Se quedó sentada. Tamborileó con los dedos sobre los papeles y luego miró el teléfono que había sobre la encimera. Si llamaba a Maggie mientras estaba trabajando, sólo podría dejarle un mensaje. Se quedó allí sentada un rato más, mirando fijamente el teléfono. De acuerdo, aquello no iba a ser fácil. Seguía siendo una cobarde. Se levantó y se acercó a la encimera. Dejaría un mensaje, se dijo, y levantó el teléfono.

Capítulo 35

Maggie se levantó para estirar las piernas y acto seguido emprendió su paseo ritual. La verdadera reunión no había dado comienzo hasta que el senador se halló a salvo en su limusina, de regreso al Capitolio. Ahora, los informes y las fotografías sin censurar se hallaban desparramados sobre la mesa de la sala de reuniones, junto con tazas de café, latas de Pepsi, botellas de agua y sándwiches que Cunningham había pedido subir de la cafetería.

La vieja pizarra de caballete que a Cunningham le gustaba usar estaba casi llena. A un lado estaba escrito lo siguiente:

cinta aislante

cápsula de cianuro

residuos de semen

marcas de esposas / esposas no encontradas en lugar hechos

marcas de ligadura: posible cordón con residuos brillantina

Posible ADN bajo uñas

escena preparada / teatralizada

marcas circulares sin identificar en el suelo

Al otro lado, bajo el encabezamiento hipótesis, había una lista más corta: el primer esbozo de un perfil criminal.

zurdo

meticuloso, aunque osado

conoce el procedimiento policial

preparado: llevó el arma a la escena del crimen

puede relacionarse normalmente, pero no siente empatía por los demás

obtiene satisfacción viendo sufrir a su víctima

fuerte sentimiento de superioridad y megalomanía

Cunningham se había quitado la chaqueta y se había puesto manos a la obra en cuanto el senador Brier salió de la sala de reuniones. Sin embargo, no les había explicado aún por qué les había reunido en Quantico y no en la sede del FBI en la ciudad. Tampoco se había molestado en explicar por qué había sido elegido para dirigir el grupo especial de operaciones en lugar del agente especial al mando de la delegación del FBI en Washington, ni por qué se había requerido la presencia de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en la escena del crimen antes de que supieran que la víctima era la hija de un senador de los Estados Unidos. Cunningham no se había molestado en explicarles nada de eso, y ni Maggie, ni los demás, parecían dispuestos a preguntárselo.

Había muchas cosas que Cunningham se guardaba para sí. Les había dicho, en cambio, y al menos tres veces, que los datos de que disponían no debían salir de los seis miembros del grupo especial de operaciones, sin excepción alguna. Ellos ya conocían las normas. Bueno, tal vez todos, menos Racine. Maggie se preguntaba si Cunningham tampoco se fiaba de ella. Quizá por eso no les había dado ninguna explicación. Pero, naturalmente, Cunningham no podía excluir a Racine. El grupo de operaciones especiales tenía que contar con la presencia de un miembro del Departamento de Policía del Distrito, y dado que Racine ya había sido asignada al caso, lo más lógico era que continuara siendo su enlace.

– Según Wenhoff, la víctima murió asfixiada por estrangulamiento manual -dijo Keith Ganza con su habitual tono monocorde para continuar con su repaso a los hechos.

Cunningham buscó la palabra ligadura en la pizarra y garabateó debajo estrangulamiento manual confirmado.

– ¿Estrangulamiento manual? Pero ¿y las marcas de ligadura? -Tully señaló las marcas en las fotos de la autopsia de la chica.

Keith buscó entre unas fotos, sacó una y se la pasó a Tully.

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