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Capítulo 49

A Justin todavía le temblaban las manos cuando volvió al autobús. No se había molestado en esperar a los demás. Todavía no podía creer que aquello fuera lo que el Padre llamaba un viaje iniciático. Imaginaba que sería una especie de prueba de supervivencia, como la semana que supuestamente había pasado solo en el bosque. O un maratón de sermones como sus concentraciones de fin de semana. Pero ¡cielo santo! Jamás hubiera imaginado algo así.

Sentía náuseas al acordarse de aquella pobre mujer vomitando y de los gritos. Se quitó la gorra y con el brazo se limpió el sudor de la frente. El autobús estaba vacío. ¡Menos mal! Aunque veía a Dave, el conductor, dentro del McDonald's, vigilando el autobús mientras devoraba a escondidas un Big Mac.

Se dejó caer en un asiento, cruzó los brazos e intentó dejar de temblar. Estaba sudando como un pollo, así que ¿por qué temblaba como si tuviera frío? ¡Joder! No lograba quitarse de la cabeza los gritos. Esas pobres mujeres… Ése no era el modo en que su abuelo le había enseñado a tratar a las mujeres. Hasta su padre, que a veces era un capullo, trataba bien a su madre. Ninguna mujer se merecía que la trataran así. Le importaban un comino las putas instrucciones del Padre.

Mientras repartía hamburguesas y cerveza, Brandon les había dicho que iban a aprender una lección importante. A Justin lo único que le importaba era que al fin iba a comer algo decente, y hasta pensaba que ser un guerrero no estaba tan mal. Apenas había prestado atención a lo que decía Brandon. Debía de haberse comido tres hamburguesas y haberse bebido cuatro o cinco cervezas.

Estaba agradablemente aturdido cuando Brandon les llevó al parque, donde siguió arengándoles sobre la necesidad de poner a todas las zorras en su sitio y hacerles comprender que todavía mandaban los hombres. Dijo que las mujeres eran las culpables de que todo se estuviera yendo al carajo. Las mujeres creían que no necesitaban a los hombres, se hacían bolleras, tenían niños por su cuenta, les quitaban el trabajo a los padres de familia y encima pedían ayuda al gobierno para que las protegiera. Las muy putas estaban propagando el sida. Había que castigarlas. Había que darles un escarmiento.

Rociaron con cerveza a la primera mujer que pasó. Justin recordaba que se había reído. A la tercera, la agarraron, la manosearon, le desgarraron la ropa. Sus gritos zarandearon a Justin como si lo despertaran de una pesadilla. No podía creer lo que estaba haciendo. Entonces fue cuando empezó a pensar en Alice. ¿Y si Alice hubiera sido una de las mujeres que paseaban por el parque? ¿Y si los otros se enteraban alguna vez de su pasado? ¡Cielo santo! ¿Se abalanzarían sobre ella como una manada de lobos?

Nadie lo había visto esconderse tras unos árboles para vomitar las hamburguesas. Se quedó allí, y cuando los demás acabaron con la tercera mujer y se dirigían a por la cuarta, la ayudó a marcharse, intentando redimirse por haber tomado parte en aquella pesadilla. Cuando la puso a salvo, se marchó y se metió a escondidas en el autobús, pero seguía oyendo los gritos y las risas.

No quería pensar en ello. Levantó las rodillas y se las abrazó contra el pecho. Tenía que pensar en algo, en cualquier cosa. Sólo había estado en Boston una vez antes, cuando Eric estaba todavía en la universidad de Brown. Aquél había sido uno de sus últimos viajes en familia. Se habían alojado en el Radisson. Eric y él tenían una habitación para ellos solos. Su padre les dejó llamar al servicio de habitaciones y se pusieron como locos porque siempre había sido un tacaño.

Fueron a ver un partido de los Red Sox, y luego al Metropolitan Museum para darle gusto a su madre. Pero hasta eso estuvo bien. La verdad era que se lo habían pasado en grande. Fue una de esas raras veces que no acabaron discutiendo. A Justin, Boston le había dejado buen sabor de boca. Pero los gritos de las mujeres y el olor a cerveza caliente habían borrado aquella sensación.

Se levantó de un salto, se quitó la camiseta, la arrebujó y la metió bajo el asiento. Luego se quitó el resto de la ropa hasta quedarse en calzoncillos en medio del pasillo del autobús. Entonces vio a Brandon de pie en la puerta, mirándolo. Pero, en vez de enfadarse, Brandon se echó a reír.

– Lo sabía -dijo por fin mientras Justin volvía a ponerse a trompicones los vaqueros-. Sabía que no tenías agallas para esto. Eres un puto cobarde, igual que tu hermano. Tendré que volver yo para acabar las cosas como un tío de verdad.

Dio media vuelta y se marchó rumbo al parque.

Capítulo 50

Calma. Necesitaba conservar la calma y dejar que el líquido circulara por sus venas. Que obrara su magia. Ya podía sentir su fuerza, su poder.

No es que necesitara mucha fuerza física. La mujer era pequeña, fácil de arrastrar. Y, con el ruido y el ajetreo que todavía se oía cerca, nadie notaría el fragor de las hojas y el chasquido de las ramas.

Pero tenía que darse prisa. Tenía que encontrar una zona más aislada. El sol se estaba poniendo tras los edificios. No tenía mucho tiempo para prepararse. Esa noche sería distinta. Podía sentirlo. Esa noche, era la noche. Lo sabía.

Se detuvo, se giró y esperó mientras miraba el cuerpo semi desnudo de la mujer, cuyas piernas arrastraban hojas y tierra. Sonrió cuando al fin vio que su pecho desnudo se movía ligeramente, en estertores leves, casi imperceptibles. Bien. Todavía estaba viva. Siguió arrastrándola. Sí, estaba seguro de que esa noche sucedería. Esa noche, por fin lo vería.

Capítulo 51

Maggie conducía con las ventanillas bajadas, con la esperanza de aplacar su ardor de estómago. Mientras conducía, intentaba darle sentido a todo lo que le había contado Eve sobre el reverendo Joseph Everett. Debía prepararse antes de enfrentarse a su madre. Tendría que ir pertrechada con datos cuando su madre empezara a defender al reverendo, porque sin duda lo defendería.

Intentó ahuyentar las horribles imágenes que Eve había evocado. Debía concentrarse en los hechos. Pero los datos de que disponía apenas conformaban una biografía a grandes rasgos. De joven, Everett fue expulsado del ejército con honores y sin explicaciones. No tenía antecedentes policiales, a pesar de la denuncia por violación que la estudiante de periodismo había retirado más tarde. A los treinta y cinco, se presentó a senador por Virginia y perdió. Luego, tres años más tarde, fundó la Iglesia de la Libertad Espiritual, una organización sin ánimo de lucro que le permitió amasar grandes cantidades de dinero en forma de donaciones libres de impuestos. Everett había encontrado al fin su vocación, a pesar de que en ninguna parte figuraba dónde y cómo había sido ordenado sacerdote.

En menos de diez años, la Iglesia de la Libertad Espiritual reunió a más de quinientos miembros, de los cuales casi doscientos vivían en un complejo que Everett había hecho construir en el valle de Shenandoah, en Virginia. Ironías del destino, aquella zona quedaba a pocos kilómetros del lugar donde la estudiante de periodismo había sido violada veintisiete años antes. O bien Everett era inocente y no tenía nada que ocultar, o quizás -Maggie no podía evitar pensarlo- era supersticioso y no creía que un rayo pudiera caer dos veces en el mismo sitio.

Si era esto último, tenía buenas razones para creerlo. En los diez años anteriores, ni su iglesia ni él habían tenido problema alguno con la ley: ni auditorías de Hacienda, ni infracciones relacionadas con posesión ilícita de armas, permisos de obra o traspaso de lindes. El arsenal descubierto en la cabaña de Massachusetts era el primero, y ni siquiera podía relacionarse claramente con la organización de Everett. De hecho, al bueno del reverendo todo parecía irle como la seda. Incluso había hecho buenas migas con algunos miembros poderosos del Congreso, lo cual le había permitido comprar tierras estatales en Colorado por un módico precio. Pero, si las cosas le iban tan bien, ¿por qué quería marcharse a Colorado?

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