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La miró de frente e intentó ignorar el cambio no sólo de su tono, sino también de sus ademanes. Kathleen se pasaba los dedos con nerviosismo por el pelo y miraba a su alrededor con impaciencia como si buscara una copa o una botella. Vio el vaso de té, lo agarró y lo vació de un solo trago sin darse cuenta de que era el de Maggie.

– Tú nunca has creído en mí.

Maggie seguía mirándola fijamente. ¿Cómo era posible que la inserción de una palabrita como en pudiera cambiar hasta ese punto el sentido de una frase?

– Yo nunca he dicho eso.

Pero su madre no parecía escucharla. Seguía dando vueltas por la habitación, abriendo las persianas que acababa de cerrar, una tras otra.

– Siempre era él. Siempre él.

Hablaba a gritos. Maggie comprendió que era demasiado tarde, que ya no podrían hablar. Pero ignoraba a quién se refería con él.

– Creo que debería irme -dijo, pero no hizo amago de marcharse. Sólo quería que su madre la escuchara. Ésta, sin embargo, ya no la escuchaba. Había dejado de prestarle atención. Aquello era un error.

– Siempre era él -Kathleen se detuvo delante de ella y la miró con reproche-. Lo querías tanto que no te quedó amor para nadie más. Ni siquiera para mí. Ni para Greg. Seguramente ni siquiera para tu cowboy.

– De acuerdo, ya es suficiente -Maggie no estaba dispuesta a soportar aquello. Era absurdo. Su madre ni siquiera sabía lo que decía.

– Pues no era ningún santo, ¿sabes?

– ¿De quién estás hablando?

– De tu padre.

A Maggie le dio un vuelco el estómago.

– De tu adorado padre -añadió su madre como si necesitara una explicación- Siempre le quisiste más a él. Tanto, que no te quedaba amor para los demás. Enterraste tu amor con él.

– Eso no es cierto.

– Y no era ningún santo, ¿sabes?

– No te atrevas -dijo Maggie, y al instante se dio cuenta de que volvía a temblarle el labio y se sintió defraudada.

– ¿A qué? ¿A decirte la verdad? -su madre logró esbozar una sonrisa cruel. ¿Por qué estaba haciendo aquello?

Maggie se volvió hacia la puerta.

– Tengo que irme.

– Estaba follando con su amiguita la noche del incendio.

Fue como si le dieran una puñalada por la espalda. Se detuvo en seco y se obligó a volverse para mirar a su madre.

– Tuve que llamar a su casa cuando avisaron del parque de bomberos -prosiguió Kathleen-. Todo el mundo creía que estaba durmiendo en nuestra cama, pero estaba en la cama de su amiguita. En su cama, follando con ella.

– Basta -dijo Maggie, pero se había quedado sin aire y la voz le salió estrangulada.

– Nunca te lo dije. No se lo dije a nadie. ¿Cómo iba a hacerlo, después de que esa noche se metiera en un edificio en llamas y muriera como un puto héroe?

– Te lo estás inventando.

– La dejó embarazada. Tiene un hijo. Un hijo de él. El hijo que yo nunca pude darle.

– ¿Por qué haces esto? ¿Por qué te inventas esas cosas? -dijo Maggie, intentando que la niña de doce años no aflorara, a pesar de que su cabeza, su voz, le parecían de pronto las de aquella niña-. Estás mintiendo.

– Creía que estaba protegiéndote. Sí, te mentí. Pero ahora no miento. ¿Por qué iba a mentir ahora?

– Para hacerme daño.

– ¿Para hacerte daño? -su madre hizo girar los ojos. El sarcasmo había vencido a cualquier otra emoción-. Durante todos estos años he intentado protegerte de la verdad.

– ¿Protegerme? -la ira comenzó a desatarse-. ¿A llevarme a rastras por medio país lo llamas tú protegerme? ¿A llevar a casa a hombres extraños para que me manosearan lo llamas protegerme?

– Hice lo que pude -sus ojos se movían de nuevo por la habitación, enloquecidos, y Maggie comprendió que había dicho lo que quería decir y que ahora buscaba una retirada, un modo de escapar.

– Tú perdiste a tu marido esa noche. Yo perdí a mis padres.

– Eso es ridículo.

– Perdí a mi padre y a mi madre. ¿Y qué conseguí a cambio? Una inválida borracha de la que ocuparme. Una zorra alcoholizada en lugar de una madre.

Kathleen la abofeteó tan repentinamente que Maggie no tuvo tiempo de reaccionar. Se tocó la mejilla escocida y, al sentir la humedad de las lágrimas, se puso aún más furiosa.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Maggie! -Kathleen le tendió los brazos, pero Maggie se apartó-. Lo siento. No quería…

– No me toques -Maggie levantó una mano en señal de advertencia. Permanecía erguida y evitaba los ojos de su madre-. No te disculpes -dijo, y se enjugó de nuevo las lágrimas-. Ha sido una respuesta perfecta. No podía esperar otra cosa de ti.

Dio media vuelta y se fue. Llegó al coche y, pese a las lágrimas, logró conducir hasta la entrada de la I-95, donde se detuvo. Se apartó al arcén, apagó los faros, encendió las luces de posición, echó el freno de mano y dejó el motor al ralentí y la radio puesta mientras se deshacía en sollozos, y, dándose por vencida, dejaba que aquellos compartimentos llenos de goteras estallaran al fin.

Capítulo 54

Gwen necesitaba tranquilizarse, pero se bebió el resto del vino de todos modos. Sentía que Tully la observaba desde el otro lado de la mesita redonda con una expresión amable y preocupada mientras jugueteaba con sus espaguetis con albóndigas.

Tully había elegido un bonito restaurante italiano con manteles blancos almidonados, velas en las ventanas y una hilera de camareros que les trataban con suma cordialidad y se gritaban los unos a los otros en italiano en cuanto cruzaban las puertas basculantes de la cocina.

Gwen apenas había tocado sus fettucini Alfredo con nata fresca y champiñones. Olían de maravilla, pero de momento lo único que le apetecía era el vino, y sus efectos narcotizantes. Necesitaba deshacerse del recuerdo de aquel lápiz clavado en su garganta y del deseo de darse una patada en el culo por ser tan necia. Empezaba a comprender por qué Maggie recurría al whisky tan a menudo. A fin de cuentas, Maggie tenía en su haber una lista mucho más larga y espeluznante de imágenes que borrar del banco de su memoria.

– Lo siento -dijo por fin-. Deberías haberme dejado en mi habitación. Me temo que esta noche no soy muy buena compañía.

– No te preocupes, estoy acostumbrado a que las mujeres no me hablen en la cena.

Gwen, que no esperaba aquella respuesta, se echó a reír. Tully sonrió, y Gwen pensó de pronto en lo terrible que tenía que haber sido aquella tarde también para él.

– Gracias -dijo-. Necesitaba reírme.

– Me alegra servirte de algo.

– He fastidiado el viaje. No hemos sacado nada en claro.

– Yo no diría eso. Pratt creía que te enviaba el padre Everett. Eso dijo. Es más de lo que sabíamos antes, y puede que sea lo único que necesitamos para relacionar a Pratt y a los otros con el reverendo Everett. Pero el viaje habrá sido en balde si no comes algo.

Sonrió de nuevo, y Gwen se preguntó si tenía tantas ganas como ella de olvidar lo ocurrido esa tarde. Tully seguía mirándola como si esperara una respuesta.

– Si esto no te gusta, podemos ir a otra parte -agregó.

– No, no, está muy bien. Huele de maravilla. Sólo estaba esperando a que se me abriera el apetito.

No le había dicho que se había tomado una copa de champán mientras se cambiaba para la cena. El hotel había enviado por error a su habitación una cesta de recién casados. Cuando llamó a recepción, el empleado se avergonzó tanto que insistió en que se la quedara y disfrutara de ella -enviarían otra a la pareja de recién casados-. Pero no podría disfrutar del todo la cesta, que incluía aceites para masajes y un surtido de condones. Tendría que conformarse con el champán y los bombones.

Vio que Tully seguía luchando a brazo partido con sus espaguetis. Los iba cortando en trocitos en lugar de enrollarlos con el tenedor. Era penoso verlo.

– ¿Te importa que te enseñe cómo se hace? -preguntó.

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