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Kathleen permaneció inmóvil, cerró los ojos e intentó hacer oídos sordos a los insultos iracundos, encajar los golpes y los empujones que le recordaban que debía mantenerse erguida. Pasó una eternidad. Los ojos le ardían, los oídos le pitaban, los pies le dolían y los moratones eran ya visibles. Luego, de pronto, pararon. Bruscamente, todo quedó en silencio otra vez. Todos salieron en fila, ordenadamente, como si hubieran entrado a cenar y ya hubieran acabado. Y Kathleen se encontró sola, de pie en medio de la sala vacía.

Le daba miedo moverse, miedo que las rodillas le fallaran. El silencio de la sala la rodeaba, pero oía los ruidos del exterior, el alboroto de los preparativos. Era como si nada hubiera ocurrido. Como si su mayor temor no acabara de hacerse realidad ante los ojos de todo el mundo; su miedo a ser humillada delante de aquéllos que creía que la respetaban. Y lo que era peor era que aquellas personas infligían sus castigos como si tal cosa. Como si fuera de lo más corriente que a ella le arrancaran el alma de cuajo delante de todos.

Fue entonces cuando vio a un joven de pie entre las sombras, junto a la puerta trasera. Al darse cuenta de que lo había descubierto, se acercó a ella lentamente, con la cabeza gacha. Llevaba una mano en el bolsillo y con la otra le tendía una toalla.

Una toalla. A Kathleen le dieron ganas de reír. Lo que de verdad necesitaba era una botella, una puta botella de algo. De Jack Daniel's, de Absolut… Qué coño, hasta alcohol de friegas le serviría. Pero tomó la toalla y empezó a limpiarse suavemente la cara y luego los brazos. Recorrió su cuerpo, intentando no pensar en las marcas negras y azuladas, intentando fingir… ¿Cómo coño iba a fingir? No, podía hacerlo. Lo había hecho otras veces. Se pondría bien. Sólo necesitaba calmarse. ¿Daba vueltas la habitación o eran imaginaciones suyas?

El chico la ayudó a sentarse. Le estaba diciendo algo. Tomó la toalla y se fue. ¿Se había marchado? ¿La había dado por perdida? ¿La había abandonado, igual que los demás? De pronto, sin embargo, estaba de nuevo a su lado. Eran dos esta vez quienes le tendían la toalla. Una toalla limpia, pero húmeda.

Kathleen se limpió la frente, la nuca, y luego se subió las mangas y se frotó las muñecas. Ya se sentía mejor. Esta vez, cuando levantó la mirada, sólo había uno. Y, gracias a Dios, la habitación por fin se había quedado quieta. El joven parecía preocupado. Miraba fijamente sus muñecas. O, mejor dicho, miraba las espantosas cicatrices horizontales que ella había dejado al descubierto al arremangarse la chaqueta de punto.

– Créeme -le dijo-, la próxima vez sabré cómo hacerlo.

Capítulo 64

Justin quería decirle a aquella señora que la comprendía, que había pensado en quitarse de en medio tantas veces que hasta había clasificado los métodos. Pero nunca había conocido a nadie mayor, a alguien que le recordaba a su madre -y aquella señora le recordaba mucho a su madre- que lo hubiera intentado.

– ¿Está bien, señora? -preguntó-. Porque tengo que irme a cargar cosas.

– Estoy bien -ella le sonrió y se bajó las mangas-. Me llamo Kathleen. No hace falta que me llames señora. Claro, que supongo que, después de esto, ya sabrás mi nombre.

– Yo soy Justin -dijo él.

– Pues gracias por tu ayuda, Justin.

Él inclinó la cabeza.

– Sé que no ha hecho nada malo.

Dio media vuelta y salió por la puerta trasera. Tenía que volver a la cocina. A llenar cajas con latas de alubias y de sopa, y con arroz suficiente para dar de comer a un país pequeño. Tal vez se estuviera pasando en sus ganas de ayudar, pero sabía que en Boston la había cagado a lo grande. Desde su regreso, esperaba a medias acabar con la boa constrictor al cuello. Sabía lo cerca que había estado de hallarse en la parte delantera de la sala. Tal vez por eso había tenido que volver para ayudar a la mujer, a aquella tal Kathleen. Por eso y porque le recordaba a su madre. No se había dado cuenta hasta esa noche de que echaba de menos a su madre. Y a Eric. De pronto se preguntaba si su hermano iba a volver.

Al principio, había creído que no le permitirían ir a Cleveland, a la siguiente concentración. Lo habría preferido. Incluso había pensado que tal vez pudiera largarse mientras los demás estaban fuera. Estaba seguro de que podría encontrar el camino que llevaba al Parque Nacional de Shenandoah. La última vez se había topado con él sin querer. Pero luego Alice le había dicho que estaba en la lista, en la puta lista de los que tenían que ir a Cleveland.

Encontró a una señora mayor llamada Mavis y la ayudó a meter en el maletero del autobús las cajas amontonadas en la carretilla. Algunos compartimentos estaban ya llenos de cajas. Dentro de los dos autobuses, los compartimentos del techo parecían llenos hasta los topes. Una mujer de la lavandería le dijo que colocara bajo los asientos todas las cajas que había llevado en una carretilla.

– Tienen que caber. Hay que meterlas como sea -le dijo, y se fue.

Las cajas llevaban etiquetas: camisas, ropa interior, toallas. ¿Para qué necesitaban todas aquellas cosas en un viaje de dos noches? Estaba metiendo la última caja bajo el asiento del conductor cuando Alice subió los escalones del autobús cargada con unas mantas. La ayudó a buscarles un hueco, evitando sus ojos y cualquier contacto. No había estado a solas con ella desde su conversación con el Padre. No debía importarle, pero le costaba mirarla. No podía creer que fuera tan falsa, siempre haciéndose la pura y la inocente. ¡Y pensar que había intentado sermonearlo por sus malas costumbres! Él por lo menos no era una puta.

¡Mierda! Se había prometido no pensar así, sobre todo después de ver a las pobres chicas del día anterior, chillando y pataleando. Todavía no había podido quitarse aquellas imágenes de la cabeza.

– Has estado muy callado desde que volviste de Boston -dijo Alice, mirándolo con aquella expresión preocupada que él antes creía sincera. Ahora no sabía qué pensar. Nadie parecía ser como él creía. Ni siquiera él mismo-. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien. Sólo un poco cansado -fingió inspeccionar las cajas para asegurarse de que estaban bien colocadas bajo los asientos.

– Bueno, podrás dormir un poco cuando nos pongamos en marcha -dijo ella. Parecía compadecerse de él. Pero ¿era sincera?

Al ver que no la miraba, Alice le puso una mano sobre el brazo.

– Justin, ¿he hecho algo para que te enfades conmigo?

– No, ¿por qué?

– ¿Por qué no me miras?

¡Mierda! Había olvidado que Alice podía verle el alma. La miró a los ojos sólo para demostrarle que podía hacerlo. Pero fue un error. Ella notó que pasaba algo, y le devolvió una mirada de tristeza que le hizo sentirse culpable.

– Por favor, dime si he hecho algo malo -dijo ella-. No soporto pensar que estás enfadado conmigo.

Justin solía pensar que Alice era la única persona que era franca con él, la única en la que podía confiar. Ahora ya no sabía. ¡Joder! Estaba tan cansado…Y todavía se sentía mareado. No había comido nada desde que vomitó las hamburguesas y la cerveza.

– No estoy enfadado contigo -dijo por fin-. Ya te lo he dicho, estoy cansado -notó que no le creía, pero de todos modos pasó a su lado, comprimiéndola contra los asientos-. Hasta luego -escapó de allí y se alejó del autobús con paso largo y vivo, confiando en que ella no sintiera la tentación de seguirlo.

Al pasar junto al edificio de administración vio a los de las oficinas. Parecía que estaban rompiendo papeles y desmontando los discos duros de los ordenadores. Detrás del edificio, tres mujeres habían prendido una pequeña fogata y estaban arrojando a las llamas lo que parecían archivadores y montones de papeles. A lo lejos, entre los árboles, Justin vio un foco y las siluetas de anchos hombros de los guardaespaldas del Padre. No distinguía qué estaban haciendo. Daba la impresión de que estaban tendiendo un cable. Allí estaba pasando algo muy raro. Aquello no parecían los preparativos normales de un viaje.

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