– Oh, no, no creo. Parecía hacerle mucha ilusión -mintió de nuevo, ansiosa por complacerle. A fin de cuentas, él decía a menudo que el fin justificaba los medios. Tenía tantas presiones… Ella no podía darle otra preocupación. Además, entre Maggie y ella todo iría bien. Como siempre-. Me hace mucha ilusión preparar una auténtica cena de Acción de Gracias. Muchísimas gracias por sugerirlo.
– Es importante que las cosas se arreglen entre vosotras -dijo el reverendo.
Llevaba meses animándola a acercarse a Maggie. Kathleen estaba un poco desconcertada. Por lo general, el Padre insistía en que los miembros de su iglesia debían desprenderse de sus vínculos familiares. Esa misma noche, con Martin y Aaron, había dicho en el sermón que no había padres ni hijos, ni madres ni hijas. Pero Kathleen estaba segura de que tenía una buena razón. Si insistía, era por su bien. Seguramente sabía que necesitaba restañar su relación con Maggie antes de que se marcharan a Colorado. Sí, eso era. Para que, de ese modo, pudiera sentirse verdaderamente libre.
En ese momento se preguntó cómo sabía el Padre que Maggie trabajaba como experta en la elaboración de perfiles criminales para el FBI. Estaba segura de no habérselo dicho. La mitad del tiempo ni siquiera se acordaba de cómo se llamaba la profesión de su hija. Pero, naturalmente, el reverendo se había tomado la molestia de averiguarlo. Kathleen sonrió para sí misma, complacida porque se preocupara por ella hasta el punto de molestarse en averiguar aquellos pequeños detalles. Tendría que hacer un esfuerzo por cenar con Maggie en Acción de Gracias. Era lo menos que podía hacer, si tanto significaba para el reverendo Everett.
Capítulo 30
Newburgh Heights, Virginia
Maggie apoyó la frente contra el frío cristal y contempló las gotas de lluvia que se deslizaban por la ventana de la cocina. La niebla, que descendía en jirones sobre su extenso y solitario jardín, le recordó por segunda vez en dos días a espectros que danzaran en remolinos. Era ridículo. Ella no creía en fantasmas. Creía en las cosas que conocía, en las cosas, blancas y negras, que podía ver y tocar. El gris era demasiado complejo.
Sin embargo, cada vez que veía un cadáver, cada vez que ayudaba a seccionar su carne y a desalojar lo que antes habían sido sus palpitantes entrañas, se descubría reafirmándose -quizá sólo poseída por la esperanza- en su creencia de que había allí algo eterno, algo que nadie podía ver ni alcanzar a comprender, algo que había escapado del caparazón putrefacto que dejaba la muerte. Si las cosas eran así, el espíritu de Ginny Brier, su alma, estaba en otro lugar, quizá con Delaney y con su padre, y todos ellos compartían sus horrendos últimos momentos mientras giraban en jirones de niebla gris alrededor de los cornejos de su jardín.
¡Cielos! Tomó su copa de whisky de la encimera de la cocina y apuró lo que quedaba de un trago, intentando recordar cuántas se había bebido desde su regreso del depósito de cadáveres. Luego pensó que, si no se acordaba, poco importaba. Además, aquel abotargamiento, tan familiar, era preferible a la exasperante sensación de vacío de la que no lograba desprenderse.
Se sirvió otro whisky, y reparó de pronto en el calendario que colgaba de la pared, junto al pequeño tablero de corcho, sobre la encimera. El corcho estaba vacío; sólo había en él un par de chinchetas que no sujetaban nada. ¿No había ni una puta cosa de la que tuviera que acordarse? El calendario todavía mostraba la hoja de septiembre. Pasó las hojas hasta llegar a la de noviembre. Sólo quedaban unos días para Acción de Gracias. ¿Habría dicho en serio su madre que quería preparar la cena? Maggie ni siquiera se acordaba de cuándo había sido la última vez que intentaron celebrar una fiesta juntas, aunque, fuera cuando fuese, estaba segura de que había sido un desastre. Había muchas festividades en su memoria que hubiera preferido olvidar. Como la de cuatro años antes, cuando se pasó la Nochebuena en un duro y desvencijado sofá, a la entrada de la unidad de cuidados intensivos del hospital de Saint Anne. Mientras los demás estaban comprando regalos de último momento, o iban de casa en casa probando galletas de azúcar y yemas batidas, su madre se había pasado el día mezclando pastillas verdes y rojas con su viejo amigo Jim Beam.
Se acercó de nuevo a la ventana y observó cómo se tragaba la niebla los márgenes de su jardín. Apenas distinguía ya la silueta de los pinos que bordeaban la finca y que le recordaban a erguidos centinelas que, colocados hombro con hombro, la escudaban y protegían. Toda su infancia se había sentido perdida e indefensa; ¿por qué no iba a pasarse la edad adulta buscando formas de protegerse y dominar cuanto la rodeaba? En cierto sentido, su infancia la había hecho cautelosa, un tanto escéptica y desconfiada, claro. O, como solía decir Gwen, la había hecho inaccesible a los demás, incluidos aquellos que la querían.
De pronto pensó en Nick Morrelli. Apoyó de nuevo la frente en el cristal. No quería pensar en Nick. El reproche de su madre aún le escocía, seguramente porque era más certero de lo que quería reconocer. Hacía semanas que no hablaba con Nick, meses que no se veían. Desde que le había dicho que no quería verlo hasta que se resolviera su divorcio.
Miró su reloj, bebió otro trago de whisky y se sorprendió echando mano del teléfono. Podía pararse en cualquier momento, colgar antes de que contestara. O quizá sólo decirle hola. ¿Qué mal podía haber en oír su voz?
Una llamada, dos, tres… Dejaría un breve y amable mensaje en su contestador. Cuatro llamadas, cinco…
– ¿Diga? -era una voz de mujer.
– Sí -dijo Maggie, que no reconoció aquella voz. Tal vez se hubiera equivocado. A fin de cuentas, hacía meses que no marcaba aquel número-. ¿Está Nick Morrelli?
– Ah -dijo la mujer-, ¿llama de la oficina? ¿Es urgente?
– No, soy una amiga. ¿Está Nick?
La mujer se quedó callada un momento, como si considerara qué tenía derecho a saber una amiga. Por fin contestó:
– Um…, está en la ducha. ¿Quiere que le diga que la llame?
– No, no importa. Ya llamaré en otro momento.
Pero cuando colgó sabía que no volvería a llamar en mucho tiempo.
Capítulo 31
Reston, Virginia
Tully confiaba en que esta vez su intuición no hubiera dado en el clavo. Confiaba en que fuera simplemente una exageración de su instinto paternal. Eso se decía una y otra vez y, sin embargo, antes de marcharse del depósito de cadáveres había hecho una copia de la foto del carné de conducir de Virginia Brier y se la había guardado en el bolsillo.
Había llamado esa tarde a Emma para decirle que llegaría tarde a casa, pero que, si quería esperarlo para cenar, llevaría una pizza. Se alegró cuando ella le dijo que quería su mitad con mucho pepperoni. Al menos iban a cenar juntos, y quizá incluso se lo pasarían bien. Las habilidades culinarias de ambos no iban más allá de sándwiches de queso gratinados y sopa de sobre. A veces, cuando se sentía un poco aventurero, Tully echaba a la parrilla un par de pedazos de carne. Pero, por desgracia, nunca había sabido cómo evitar que se convirtieran en discos de hockey renegridos y secos, muy poco apetitosos.
Su pequeño búngalo de dos habitaciones en Reston, Virginia, distaba mucho de la casa de dos plantas y estilo colonial en la que habían vivido en Cleveland. Caroline se había empeñado en conservar la casa, y Tully se preguntaba si Emma querría volver a Reston después de pasar Acción de Gracias en su antigua habitación. Hacía poco tiempo que sentía aquella casa como su hogar, aunque había transcurrido casi un año desde su traslado. Por más que se quejara del asunto de la tutela, no imaginaba cómo habría sido la casa, la mudanza, la nueva ciudad, el nuevo trabajo, sin Emma.