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Capítulo 7

Washington D. C.

Sentado en la escalinata del monumento a Jefferson, Justin Pratt fingía reposar los pies. Sí, tenía los pies doloridos, pero no era ése el motivo por el que ansiaba escapar. Llevaban horas caminando entre monumentos, repartiendo panfletos a los grupos de chavales de instituto que se paseaban por allí entre gritos y risas. Habían llegado a la ciudad en el momento idóneo: durante las excursiones otoñales. Debía de haber más de cincuenta grupos de todo el país. Y eran todos un puto coñazo. Costaba creer que él fuera sólo uno o dos años mayor que aquellos idiotas.

No, la verdadera razón por la Justin se había excusado llevaba aparejada pensamientos muchos más turbadores que sus pies cansados; pensamientos ilícitos conforme al evangelio del reverendo Joseph Everett y sus seguidores. Dios, ¿se acostumbraría alguna vez a considerarse uno de sus seguidores, uno de los elegidos? Probablemente no, mientras siguiera tomándose descansos para sentarse un rato y admirar los pechos de Alice Hamlin, en lugar de difundir la palabra de Dios.

Alice levantó la mirada y lo saludó con la mano como si le hubiera leído el pensamiento. Justin se removió. Tal vez debiera quitarse los zapatos para que se notara que le dolían los pies. ¿O acaso le había descubierto Alice? Seguro que a ella no le importaba. ¿Por qué, si no, se había puesto aquel jersey rosa tan ajustado? Sobre todo, teniendo en cuenta que habían tomado el autobús para pasar el día repartiendo propagando religiosa. Y luego, una hora después, se irían al puto mitin.

¡Dios! Tenía que tener cuidado con su lenguaje.

Miró a su alrededor para comprobar si alguno de los pequeños mensajeros del Padre podía oír sus pensamientos. A fin de cuentas, el Padre daba la impresión de poder. Parecía tener poderes telepáticos, o como se llamara el don de leerle la mente a los demás. Ponía los pelos de punta.

Agarró un panfleto para que Alice pensara que se tomaba en serio su trabajo y tal vez no notara lo de los pechos. Los satinados panfletos a cuatro tintas eran impresionantes. Llevaban la palabra Libertad en letras gordas. ¿Cómo lo llamaba Alice? ¿En relieve? Muy profesional. Hasta incluían una fotografía en color del reverendo Everett y, al dorso, una lista de las siguientes concentraciones, ciudad por ciudad. Por el aspecto del folleto, cualquiera pensaría que podían permitirse comer algo mejor que alubias con arroz siete días a la semana.

Cuando volvió a mirarla, Alice estaba rodeada por un nuevo grupo de posibles reclutas que la escuchaban y observaban con atención, mientras su rostro y sus gestos se iban animando. Alice era tres años mayor que él. Toda una mujer. Con sólo pensarlo se le puso dura. Alice no sabía gran cosa de la vida de la calle, pero sabía tanto de otras cosas que a veces le dejaba pasmado. Como, por ejemplo, todas aquellas citas de Jefferson que había memorizado. Se las había recitado antes de que subieran todos aquellos peldaños para leerlas en las paredes. En historia, era un hacha. Y, además, se sabía ese rollo del un, dos, tres sobre Jefferson. Que había sido el primer secretario de esto o aquello, el segundo vicepresidente y el tercer presidente. ¿Cómo podía acordarse de aquella mierda?

Esa era una de las muchas cosas que Justin admiraba en Alice. Eso tenía que ser buena señal, que no le interesara sólo aquel magnífico par de tetas, como le había pasado siempre con las chicas. De hecho, había un montón de cosas que le gustaban de ella. Para empezar, Alice hacía que la religión sonara tan emocionante como una carrera de fórmula uno con destino al cielo. Y le gustaba cómo miraba a los ojos a quien la escuchaba, como si en ese momento fuera la única persona que había sobre la faz de la tierra. Alice Hamlin podía conseguir que un maníaco suicida se sintiera especial y olvidara por qué estaba encaramado a una cornisa. O, al menos, así era como se sentía él. Después de todo, él había sido ese maníaco suicida hacía un par de meses.

A veces todavía lo sentía: aquel hormigueo, aquel impulso de olvidarse de todo y darse por vencido, tan fuerte que parecía que estaba jodido sin remedio. Sobre todo, ahora que Eric le había dejado tirado y se había ido a no sé qué misión.

De hecho, había sentido aquel impulso esa misma mañana, al descubrirse preguntándose cómo podía quitarle las cuchillas a la maquinilla de afeitar desechable. Sabía que, si las venas de las muñecas se cortaban verticalmente, y no en sentido horizontal, uno se desangraba mucho más rápido. Mucha gente la cagaba y se cortaba en horizontal. A él cortarse no le importaba. Seguramente dolía mucho más hacerse un tatuaje que cortarse las muñecas.

Alice estaba llevando a un grupo de chicas escaleras arriba, hacia él. Querría presentárselas. Un rato antes, le había dicho que era tan mono que podía convencer a cualquier chica de que asistiera a los mítines del Padre. A Justin, las palabras solían importarle una mierda. Llevaba toda la vida escuchando a la gente. Pero, cuando Alice le decía algo, era difícil no creerla. Así que no le molestaba. Además, le gustaba ver a las chicas subir por las escaleras. Habría preferido, naturalmente, verlas por detrás, pero aquella vista tampoco estaba mal.

Hacía mucho frío, pero las tres llevaban camisas de manga corta. Una llevaba incluso una camiseta de punto muy ceñida y tan corta que dejaba al aire su vientre plano. Era un falso indicio de desparpajo, porque hasta de lejos se notaba que no llevaba ningún piercing. Pero, aun así, era agradable mirarlo.

Si cerraran el pico… ¿Es que todas las chicas de instituto tenían aquella risita aguda? ¿Dónde coño aprendían a chillar así? Aquella risa le crispaba los nervios, pero sonrió de todos modos y se tocó la gorra de béisbol, lo cual sólo pareció disparar la risita otra vez, un octavo más alta. A los perros tenían que estar pitándoles los oídos a un kilómetro a la redonda.

– Justin, quiero que conozcas a mis nuevas amigas.

Alice y las tres chicas se detuvieron frente a él, de modo que sus ojos quedaron al nivel de sus braguetas, y de pronto Justin se olvidó de sus pies doloridos y hasta de las magníficas tetas de Alice. Durante unos minutos, al menos. La rubia más alta y su compañera, más baja, se protegieron los ojos de una rara y momentánea aparición del sol. La tercera, una chica baja y de ojos oscuros, parecía algo más mayor. A diferencia de las otras, a aquélla no le daba miedo mirarlo a los ojos.

– Éstas son Emma, Lisa y Ginny. Emma y Lisa son muy amigas y viven en Reston, Virginia. Ginny vive aquí, en el Distrito. No se conocían de antes, y mira, ya nos hemos hecho amigas.

Las dos rubias soltaron una risita.

– La verdad -dijo la alta- es que se llama Alesha, pero lo odia, así que la llamamos Lisa.

– Bueno, yo en realidad me llamo Virginia -dijo la chica de los ojos oscuros, que parecía sentir la necesidad de superar a sus nuevas amigas, como si aquello fuera un concurso.

– No fastidies -dijeron al unísono las rubias.

– A mi padre le hacía gracia. Como somos de Virginia… Por cierto, que me mataría si supiera que voy a ir a una cosa de éstas. Odia esa clase de rollos -esto se lo dijo a Alice, y, al igual que el comentario acerca de su nombre, hizo que sonara como un desafío, y no como una simple aseveración.

Justin observó la reacción de Alice. Aquella chica no era precisamente una recluta modelo, y Justin se preguntaba por qué la había invitado Alice a quedarse al encuentro de esa noche. Ginny-me-llamo-Virginia empezaba a mostrar ya señales de duda. Se suponía que eso era como una gran bandera roja. A continuación habría preguntas. Y el Padre odiaba las preguntas.

Alice sonrió.

– No siempre podemos confiar en que nuestros padres nos lleven por el buen camino -dijo en tono maternal.

La chica asintió con la cabeza como si supiera exactamente a qué se refería Alice, porque Alice era demasiado simpática para llevarle la contraria o mostrarse en desacuerdo con ella.

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