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– Está bien, chicos -dijo Racine-, decidme qué sabéis.

Tully le lanzó una mirada a O'Dell. ¿Había adivinado por fin la detective que le estaban ocultando algo? Antes de que pudieran contestar, Racine añadió:

– Ahora que tenemos un rato, contadme lo que sabemos por el momento sobre el asesino. Tengo que salir de aquí y empezar a buscar a ese puto psicópata. Vosotros sois los expertos en perfiles criminales. Decidme qué se supone que debo buscar.

Tully se relajó y estuvo a punto de soltar un suspiro. O'Dell no había movido ni un músculo. Qué bien se le daba aquello. Era impresionante. Hacía poco tiempo que se conocían, pero Tully sabía ya que O'Dell mentía mucho mejor que él. Dejaría que fuera ella quien contestara a la pregunta de la detective.

– De momento, todo apunta a que se trata de un tipo muy metódico.

Racine asintió con la cabeza.

– De acuerdo, conozco la diferencia entre los asesinos metódicos y los desorganizados. Podéis ahorraros ese rollo de manual. Lo que quiero son detalles.

– Es muy pronto para eso -respondió O'Dell. Tully advirtió que, esta vez, O'Dell no estaba siendo cicatera con la detective; estaba siendo cauta. Quizá demasiado. Le debían algo a Racine.

– Yo diría que tiene entre veinticinco y treinta años -dijo-. Y una inteligencia superior a la media. Seguramente tiene un empleo estable y es posible que parezca relacionarse normalmente con la gente. No es necesariamente un solitario. Pero sí quizás un poco arrogante. Un fanfarrón.

Racine abrió una pequeña libreta y comenzó a tomar notas, a pesar de que Tully le estaba largando generalidades de manual, justamente lo que ella había dicho que no quería.

– Sabe un par de cosas sobre el procedimiento policial -añadió O'Dell, que parecía haber llegado a la conclusión de que era preferible divulgar en parte lo que sabían-. Seguramente por eso le gusta usar esposas. Además, sabe cómo se identifica un cuerpo, y sabe que, si la identificación se retrasa, tal vez tardemos más en dar con él.

Racine levantó la mirada.

– Espera un momento. ¿De qué estás hablando? ¿Crees que podría ser un ex policía o algo así?

– No necesariamente, pero puede que sepa algunas cosas sobre criminología -repuso O'Dell-. A algunos de esos tipos les fascinan estas cosas. Forma parte del juego del gato y el ratón. Pero lo que saben sobre el procedimiento policial puede proceder de series de televisión o incluso de novelas de suspense.

Tully seguía observándolas. Racine pareció darse por satisfecha y siguió escribiendo. Por lo menos no intentaban contradecirse o quedar la una por encima de la otra. De momento, al menos.

– La colocación del cuerpo también es significativa. Creo que no se trata únicamente de una forma de someter a la víctima o de obtener cierta sensación de poder -O'Dell miró a Tully para ver si quería aventurar alguna conjetura. Él le indicó que continuara-. Es posible -prosiguió ella- que sólo quisiera que admiráramos su obra. Pero en mi opinión hay algo más. Puede que se trate de algo simbólico.

– En la escena del crimen dijiste que tal vez fuera para alterar las pruebas. Para despistarnos.

– ¡Dios mío, Racine! ¿Quieres decir que me estabas escuchando?

Esta vez, para alivio de Tully, se sonrieron la una a la otra.

– Esas marcas circulares del suelo también significan algo -les recordó él-. Pero no sé qué. Todavía, al menos.

– Ah, y es zurdo -añadió O'Dell como si se acordara de pronto.

Tully y Racine la miraron, extrañados, esperando una explicación. O'Dell regresó junto al cadáver y señaló el lado derecho de la cara de la chica.

– Hay un hematoma aquí, a lo largo de la mandíbula. Y tiene una raja en este lado de la boca. Incluso sangró un poco. Está en el lado derecho, lo que significa que, si el asesino estaba de frente a ella, la golpeó de izquierda a derecha, seguramente con el puño izquierdo.

– ¿No podría haber usado el dorso de la mano derecha? -preguntó Tully, que intentaba descartar otras posibilidades.

– Tal vez, pero en ese caso el movimiento sería más de abajo a arriba -hizo una demostración, amagando a Tully con un golpe con el dorso de la mano. Tully comprendió lo que quería decir. La tendencia natural era empezar con la mano baja y subirla oblicuamente.

– Esta herida -prosiguió O'Dell- parece un golpe directo. Yo diría que es un puñetazo -cerró la mano izquierda y amagó de nuevo, esta vez de frente-. Sí, un puñetazo con la mano izquierda hacia el lado derecho de su mandíbula.

Tully advirtió que Racine los observaba en silencio, casi con asombro, o quizá con admiración. Luego, la detective volvió a concentrarse en sus notas. Fuera lo que fuese lo que había notado Tully, a O'Dell le pasó desapercibido. Ni siquiera estaba prestando atención. Claro, que siempre se comportaba así cuando otra persona parecía mirarla con estupor. La mayor parte del tiempo, a Tully le sacaba un poco de quicio con sus costumbres neuróticas, sus tácticas de mandamás y su tendencia a olvidar el procedimiento cuando le convenía. Sin embargo, aquella capacidad suya para impresionar a los demás sin darse cuenta ni darle importancia, era una de las cosas que más le gustaban de ella.

– Una cosa más -dijo O'Dell, dirigiéndose a Racine-, y no lo digo por fastidiarte. Esto no es un hecho aislado. Ese tío va a volver a matar. Y no me sorprendería que ya hubiera matado antes. Deberíamos comprobar el PDCV.

La puerta del depósito se abrió tras ellos. Al darse la vuelta, sobresaltados, vieron que Stan Wenhoff, muy pálido, sostenía en alto lo que parecía un hoja impresa por ordenador.

– Estamos metidos en un buen lío, chicos -se enjugó el sudor de la frente-. Es la hija de Henry Franklin Brier…, un puto senador de los Estados Unidos.

Capítulo 28

Complejo Everett

Justin Pratt notó que le clavaban un codo en el costado y sólo entonces cayó en la cuenta de que se había adormilado. Miró a Alice, que estaba sentada a su lado con las piernas cruzadas, como el resto de los miembros de la iglesia, pero con la cabeza y los ojos mirando al frente y la espalda muy tiesa. Con dos dedos le dio unos golpecitos en el tobillo para advertirle que se mantuviera despierto y prestara atención.

A Justin le dieron ganas de decirle que le importaba una mierda lo que dijera el Padre esa noche o cualquier otra. Y, después de lo sucedido la noche anterior, deseaba que a Alice también le importara una mierda. ¡Joder! Estaba tan cansado… Lo único que quería era cerrar los ojos, aunque fueran sólo unos minutos. Podía escuchar, aunque tuviera los ojos cerrados. Empezaron a cerrársele los párpados, y de pronto notó un pellizco. Se enderezó y se frotó la cara con las manos, hundiéndose el pulgar y el índice en los ojos. Otro codazo. ¡Hostias!

Miró a Alice, enfadado, pero ella seguía mirando con adoración al Padre, sin inmutarse. Quizá le gustaba lo que aquel tipo le había hecho la noche anterior. Quizás había disfrutado y lo que a Justin le había parecido una mueca de repulsión fuera en realidad una expresión de éxtasis. ¡Mierda! Estaba hecho polvo. Tenía que dejar de pensar en lo de la noche anterior. Se sentó, muy recto, y cruzó las manos sobre el regazo.

Esa noche, el Padre había vuelto a arremeter contra el gobierno, uno de sus temas predilectos. Justin tenía que admitir que algunas de las cosas que decía tenían sentido. Recordaba que su abuelo les había contado a Eric y a él muchas historias sobre las conspiraciones del gobierno. Cómo había asesinado el gobierno a JFK. Y cómo las Naciones Unidas eran en realidad un complot para dominar el mundo.

Su padre decía que al viejo le faltaban un par de tornillos, pero Justin quería y admiraba a su abuelo. Había sido un héroe de guerra. Tenía la Medalla de Honor del Congreso por salvar a todo su escuadrón en Vietnam. Justin había visto la medalla, así como las fotos y las cartas; una de ellas, del presidente Lyndon Johnson. Era una pasada. Pero Justin sabía que su padre despreciaba aquellas cosas. Seguramente por eso él quería al viejo, porque su abuelo y él tenían algo en común: ninguno de los dos le había dado nunca una alegría a su padre. Luego, el año anterior, su abuelo murió. Justin todavía estaba cabreado con él por haberlo dejado solo. Sabía que era una gilipollez. Su abuelo no tenía la culpa de haberse muerto, pero echaba de menos al viejo. No tenía a nadie con quien hablar; sobre todo, después de que Eric se marchara.

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