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– La persona que convenció a esos chicos para que se tomaran el cianuro sin duda les convenció también de que serían torturados e incluso asesinados si les capturaban vivos -la doctora Patterson había dejado sus ejercicios de relajación. Hasta había estirado las piernas-. El hecho de que ese chico estuviera dispuesto a asumir ese riesgo sugiere en mi opinión que está buscando un puerto seguro, y que espera encontrarlo.

– ¿De veras? ¿Puedes decir todo eso sin haberlo visto siquiera?

– Bueno, ya vale -O'Dell levantó las manos en señal de rendición-. Tal vez debería ir yo contigo a Boston, Gwen.

– Tú tienes que hablar con tu madre -respondió Gwen con la mirada fija en Tully, como si estuviera planeando su siguiente ofensiva. O'Dell sonrió.

– ¿Me prometéis que no vais a mataros?

– Estoy segura de que todo saldrá bien -respondió Gwen con una sonrisa. Maggie, sin embargo, parecía estar esperando una respuesta de Tully.

– Todo saldrá bien -dijo éste, ansioso por cambiar de tema, porque, a pesar de que Patterson le hacía ponerse a la defensiva, todavía tenía la falda subida. Tully se giró hacia la pantalla del ordenador-. ¿Qué has encontrado?

– No sé si es el mismo, pero aquí hay un Joseph Everett de Arlington, Virginia, que a los veintidós años fue acusado de violación. La chica, que tenía diecinueve, estudiaba segundo de periodismo en la universidad de Virginia.

El teléfono sonó de pronto, y O'Dell lo levantó.

– O'Dell.

Tully fingió seguir leyendo en la pantalla del ordenador para no mirar a Patterson.

– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó O'Dell, y esperó. Fuera quien fuese quien la llamaba, no se extendió mucho en explicaciones. O'Dell frunció el ceño y dijo-. Está bien, voy para allá.

Colgó el teléfono.

– Era Racine -dijo, y giró la silla para volver a mirar la pantalla-.Voy a sacar unas copias de esto -le dijo a Tully al tiempo que pulsaba el icono de impresión; esperó a que la impresora se pusiera en marcha, traqueteando, y luego comenzó a cerrar la página de internet-. Cree que tengo que ir a ver una cosa.

Dijo cree con tanto énfasis que Tully se sintió impelido a preguntarle otra vez.

– ¿Qué pasa entre Racine y tú?

– Ya te lo dije. No me fío de ella.

– No. Me dijiste que no te caía bien.

– Es lo mismo -repuso ella y, sacando dos copias de la bandeja de la impresora, le dio una a Tully y se guardó otra para ella-. ¿Podrías comprobar si éste es nuestro Joseph Everett antes de irte?

– Claro. Si le condenaron por violación, será fácil seguirle la pista.

– Por desgracia, esto es todo lo que tenemos -ella levantó su copia-. No habrá más documentos. La chica retiró la denuncia -se puso la chaqueta, y luego se detuvo y los miró-. Everett ya debía dar miedo entonces.

Capítulo 39

Sabía que no debía tomar el brebaje entre muerte y muerte. Si se usaba en exceso por simple placer, sus efectos podían mitigarse. Pero necesitaba tomar algo para tranquilizarse, para combatir la ira y el miedo. No, miedo no. A él no podían asustarlo. No lo permitiría. Estaban dispuestos a detenerlo, a impedirle llevar a cabo su misión, pero no podría consentir que lo atraparan. Era muy fuerte. Sólo necesitaba recordar que lo era. Eso era todo. Un simple recordatorio.

Se recostó y esperó. Sabía que podía confiar en los efectos del exótico brebaje, en sus poderes curativos, en su energía secreta. Ya estaba usando el doble de la dosis original. Pero, de momento, nada de eso importaba. De momento, sólo quería quedarse allí sentado, tranquilamente, y disfrutar del psicodélico espectáculo de luces que sobrevenía después. Sí. Después del arrebato de fuerza, de la oleada de adrenalina, llegaba el espectáculo de luces. Relampagueaba tras sus párpados y zumbaba en su cabeza. Los destellos parecían ángeles diminutos en forma de estrellas que saltaban de un lado de la habitación al otro. Era precioso.

Asió el libro y acarició su suave cuero. El libro. ¿Cómo habría podido hacer todo aquello sin él? Era el libro el que le inspiraba el ardor, la pasión, la ira, el deseo, la razón Y también el que le justificaba.

Respiró hondo y cerró los ojos para disfrutar de la dulce y serena ola que atravesaba su cuerpo. Sí, ya estaba preparado para dar el siguiente paso.

Capítulo 40

La luna asomaba sobre la línea del horizonte de la ciudad de Washington cuando Maggie detuvo su Toyota en el aparcamiento vacío. Distinguió la cinta policial amarilla que, agitada por el viento, impedía el paso al viaducto. Varios agentes se paseaban por allí, a la espera, pero no había ni rastro de Racine. La furgoneta del laboratorio de criminología pasó a su lado mientras Maggie acababa de comerse la cena, una hamburguesa con patatas fritas que había comprado de camino en un McDonald's. Salió del coche y se sacudió la sal del jersey de punto; luego cambió la chaqueta del traje por la parka azul marino del FBI.

Buscó a tientas bajo el asiento delantero, sacó un par de botas de goma y se las puso encima de los zapatos de piel. Por costumbre, hizo amago de agarrar también el maletín de utensilios forenses, pero se detuvo. La furgoneta del forense estaba ya aparcada junto al muro de cemento, cerca de la entrada del viaducto. No tenía sentido tocarle las narices a Stan más de lo que ya lo había hecho.

Sin embargo, mientras se dirigía al lugar del crimen, vio sin sorpresa que no era Stan, sino Wayne Prashard quien aparecía en la entrada del viaducto. Seguramente Stan ya había tenido suficientes llamadas a deshora en una sola semana. Pero, además, no iba a molestarse en ir hasta allí por una indigente. Maggie ignoraba por qué se había empeñado Racine en que fuera ella. Esperaba que no se tratara de una especie de trampa. Quién sabía qué podía estar tramando Racine.

Prashard la saludó con una inclinación de cabeza mientras abría el portón de la furgoneta.

– No me deja tocar nada hasta que eches un vistazo.

– Yo también me alegro de verte, Wayne.

– Perdona -él esbozó una sonrisa y su cara de bulldog se plegó en mil cordiales arrugas-. Es que a veces es un coñazo, ¿sabes lo que quiero decir?

Sí, sabía exactamente lo que quería decir, pero se limitó a sonreír. Pero Prashard no había acabado.

– Antes no era así.

– ¿En serio? -Maggie no lograba imaginarse a Racine de otro modo.

– Ahora lo único que le importa es que todo el mundo sepa que está al mando. Pero antes de que la nombraran detective era bastante agradable -dijo mientras sacaba una bolsa para cadáveres de la furgoneta-. Quizá demasiado, ya me entiendes -miró a Maggie y le guiñó un ojo.

Ella ignoró su invitación a despellejar a la detective. Tal vez no le gustara Racine, pero nunca se había rebajado a criticar gratuitamente a otros agentes de la ley. Y no iba a empezar ahora. Prashard parecía tener una o dos historias que contarle. Pero ella se dio la vuelta.

– No sé -dijo-. No conocía a Racine antes de que la nombraran detective -y, con esas, se alejó.

Mientras caminaba hacia la entrada inspeccionó la zona, consciente del ruido del tráfico allá arriba y del destello de los focos entre los altísimos guardarraíles. Un olor a gasoil emanaba de la estación de autobuses del otro lado del pequeño aparcamiento vacío, donde los motores se dejaban en marcha y varios mecánicos pululaban alrededor de los autobuses Greyhound. Cerca de media docena de autobuses desvencijados flanqueaban la valla de alambre, impidiendo ver la entrada del viaducto. Salvo donde trabajaban los mecánicos, el lugar estaba mal iluminado. Era oscuro y ruidoso, pero parecía desierto, y Maggie se preguntó a qué podía ir alguien allí voluntariamente. No obstante, el arco de cemento -más bien un túnel que un arco- procuraba abrigo del viento, y tal vez incluso cierto calor. Era comprensible que pudiera ser un lugar atractivo para alguien que buscara dónde instalar su casa de cartón. Y también para alguien que buscara una víctima.

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