Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Vale. La verdad es que tengo mejores sitios donde ir.

Ella se guardó el carrete en el bolsillo, se abrochó la chaqueta como si quisiera dejarle claro que, ahora que ya tenía lo que quería, se había acabado la función.

– Me debes una, Racine. ¿Qué te parece si cenamos juntos?

– Ni lo sueñes, Garrison. Limítate a mandarme la factura -la detective se dio la vuelta para saludar al forense y despachó a Ben como si fuera uno de sus subalternos.

Ben se rascó la mandíbula áspera. Se sentía como si le hubieran dado una patada en el culo. La muy zorra, qué desagradecida. Cualquier día se iba a llevar su merecido por andar provocando a los tíos. Aunque Ben había oído decir que hacía lo mismo con las tías. Sí, se la imaginaba perfectamente con un tío y una tía a la vez. Aquella idea amenazó con ponérsela dura otra vez. Notó que el del FBI le estaba mirando. Era hora de salir de allí cagando leches. A fin de cuentas, ya tenía lo que quería.

Empezó a bajar por el sendero. Sabía dónde pisar sin necesidad de mirar para no resbalarse. Antes de rodear los bloques de granitos, miró hacia atrás. Racine y los demás estaban hablando con el forense. Se metió la mano en el bolsillo y buscó el suave cilindro. Apretó el carrete y sonrió. Pobre Racine. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que tal vez hubiera hecho más de un carrete de fotos.

Capítulo 22

Maggie experimentó una inmediata sensación de alivio. ¿Tan terrible era que prefiriera examinar un cadáver a desayunar con su madre? Seguro que era un pecado mortal por el que ardería en el infierno. O tal vez la fulminara un rayo, salido quizá de uno de aquellos nubarrones grises que se amontonaban en el cielo.

Le enseñó la placa al primer policía apostado en la acera, junto al centro de información. El agente asintió con la cabeza, y Maggie pasó por debajo de la cinta policial. Era la primera vez que visitaba el monumento a Roosevelt, aunque se había inaugurado en 1997. Suponía que lo mismo les pasaba a muchos habitantes del extrarradio. ¿Quién tenía tiempo para visitar monumentos, como no fuera en vacaciones? Y, si se tomaba unas vacaciones, no iba a quedarse en Washington para hacer turismo.

A diferencia de los demás monumentos presidenciales, el de Roosevelt tenía árboles, cascadas, bancales de hierba, glorietas y jardines que se extendían sobre una zona alargada y extensa, en lugar de agruparse en torno a una edificación central. Mientras caminaba por las galerías, Maggie apenas prestaba atención a las estatuas y los bronces. Miraba, sin embargo, las paredes de granito y los lechos de roca que se alzaban por encima y por detrás. Se fijó en la fronda de árboles y matorrales. Desde allí abajo, la zona parecía el escenario idóneo para perpetrar un asesinato. ¿Los arquitectos no habían reparado en ello, o es que ella se había vuelto una cínica después de tantos años intentando meterse en la piel de diversos asesinos?

Se detuvo junto a la escultura de bronce de tamaño monumental que representaba a Roosevelt con un perrito de bronce a su lado. Comprobó la posición de los focos que rodeaban la escultura y se preguntó hasta dónde llegaba la luz. Si el cielo seguía oscureciéndose, tal vez lo sabría muy pronto. Dudaba que las luces iluminaran los árboles y los arbustos que había arriba y detrás. Se preguntó si era posible ver desde allí a alguien entre la vegetación. Oía a lo lejos, por encima del fragor de la cascada, el revuelo que formaban los detectives. Sus voces le llegaban desde arriba, más allá de los matorrales, pero no los veía. No distinguía ni el más leve movimiento.

– El perrito se llamaba Fala.

Maggie se dio la vuelta, sobresaltada, y se halló frente a un hombre con una cámara colgada al cuello.

– ¿Cómo dice?

– Casi nadie lo sabe. El perro. Era el favorito de Roosevelt.

– El monumento está cerrado esta mañana -repuso ella, y al instante notó que él se ofendía.

– No soy un puto turista. He venido a hacer fotos de la escena del crimen. Pregúntele a Racine.

– Está bien, disculpe -pero aquel arrebato de furia atrajo su atención, y de pronto se descubrió examinando la mandíbula hirsuta y el pelo negro y revuelto de aquel hombre, las rodillas gastadas de sus vaqueros azules y las punteras de sus relucientes y costosas botas de cowboy. Podía pasar fácilmente por un turista o un estudiante universitario entrado en años.

– Mire, yo también podría hacer un juicio precipitado y preguntarme qué está haciendo aquí una nena como usted. Creía que a Racine le gustaba ser la única tía en la escena del crimen -Ben le devolvió la mirada dejando que sus ojos vagaran lentamente sobre su cuerpo.

– Es un nuevo procedimiento policial. Nos gusta tener a alguien de repuesto.

– ¿Cómo dice?

– Yo soy la nena de repuesto.

Ben sonrió con una especie de mueca, y sus ojos volvieron a recorrer el mismo camino.

– Como los fotógrafos -prosiguió ella-. Todas las comisarías necesitan uno de repuesto. Ya sabe, un sustituto, uno al que llamar cuando tienen prisa y el fotógrafo oficial no está libre.

Ben la miró bruscamente a los ojos, y Maggie vio aparecer de nuevo aquel destello de ira. Aquel tipo era un fotógrafo forense como ella era una nena. ¿En qué coño estaba pensando Racine? O quizás fuera ése el problema: que Racine, como de costumbre, no pensaba.

– Estoy hasta los cojones de que me traten así -replicó él, y agitó las manos en el aire como si quisiera demostrarle cuánto había sufrido-. Les hago un favor ¿y qué consigo? A mi esta mierda me la trae floja. Me largo de aquí.

No esperó respuesta. Dio media vuelta sobre los tacones de sus lustrosa botas y se marchó con paso tan arrogante que Maggie comprendió al instante que había conseguido algo a cambio de sus molestos servicios matutinos. No estaba segura de qué. Tal vez alguna promesa de Racine, algún simbólico quid pro quo. Racine era una artista para esas cosas. Maggie recordaba la última vez que trabajó con ella en un caso, hacía no mucho tiempo. Tenía aún la experiencia tan fresca en el recuerdo que no se había librado de su regusto amargo. Había estado a punto de padecer las consecuencias de uno de aquellos quid pro quo de Racine.

– O'Dell -esta vez, la voz venía de arriba. El agente Tully estaba inclinado sobre el lecho de roca-. Quiero que eches un vistazo antes de que se lleven el cuerpo.

– ¿Por dónde subo?

– Por la cuarta galería. Hay unos aseos. Da la vuelta y sube por detrás -señaló un lugar que Maggie no veía. Había demasiadas paredes de granito.

Pasó junto a otra cascada y más muros de granito, y subió luego por un sendero que parecía recién abierto.

La estaban esperando. Se mantenían alejados del cuerpo, aunque Stan Wenhoff parecía ansioso por ponerse manos a la obra. Los del equipo forense estaban envolviendo en grandes bolsas de plástico lo que habían encontrado. Maggie comprendió sus prisas antes incluso de que un trueno sordo resonara sobre sus cabezas.

La chica estaba sentada, apoyada en un árbol, de espaldas al lecho rocoso del monumento. Su cabeza colgaba del cuello y dejaba al descubierto en un lado profundos arañazos. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, a pesar de que en el rabillo de uno tenía una masa amarillenta. Maggie adivinó sin necesidad de acercarse que eran larvas. La chica tenía las piernas extendidas de frente y separadas. Negros moscardones de tornasolado lomo se habían apoderado de su pubis y sus fosas nasales.

Llevaba sólo un sujetador negro, todavía abrochado, pero levantado, de modo que sus pequeños y blancos pechos quedaban al descubierto. Un trozo de cinta aislante le tapaba la boca. Su cabello, corto y moreno, estaba enredado y lleno de fragmentos de hojas secas y agujas de pino. A pesar del espantoso cuadro que ofrecía, tenía las manos unidas y cuidadosamente colocadas sobre el regazo, justo por encima del nido de moscardones. A Maggie le pareció que rezaba. ¿Significaría algo aquello?

24
{"b":"102247","o":1}