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Justin no sabía qué decir. El Padre lo observaba, expectante, pero ¿qué respuesta esperaba?

– No debes hablar de esto jamás, Justin. Lo que te he dicho no debe salir de esta habitación. ¿Entendido?

– Claro. No se lo diré a nadie.

– Ni siquiera a Alice. La destrozaría enterarse de que alguien lo sabe. ¿Puedo confiar en ti, Justin?

– Sí, claro. Quiero decir que… Sí, puede confiar en mí.

– Bien -sonrió el reverendo. Justin no recordaba que le hubiera sonreído nunca. De pronto se sintió muy bien-. Sabía que eras de fiar. Eres un buen chico, igual que tu hermano -se echó hacia delante, muy serio-. Supe que eras especial, Justin, cuando sobreviviste a mi prueba.

Justin lo miró fijamente, intentando averiguar si sabía que en realidad había pasado aquellos días con unos excursionistas. Pero el Padre estaba muy serio; sus ojos eran cálidos y amistosos.

– No debes repetir jamás esto, Justin, ni siquiera a tu hermano, pero supe desde el día que llegaste al complejo que te había enviado Dios.

– ¿A mí?

– Sí. Tú no eres como los demás. Tú ves cosas, sabes cosas. No te dejas engañar fácilmente.

Tal vez de veras pudiera leer la mente. Justin tragó saliva y asintió.

– Dios te ha mandado para formar parte integrante de esta misión, Justin. Te ha enviado a mí como favor especial. Eres una bendición.

Justin no sabía qué decir. Pero no podía evitar sentirse… Sentirse especial, joder. Nunca había oído al Padre decirle algo así a nadie.

– Por eso quiero que te unas a las filas de mis guerreros. Tengo la sensación de que serás un guerrero muy especial -se inclinó un poco más hacia él y bajó la voz-. Necesito tu ayuda, Justin. Hay personas que quieren destruirme. Incluso aquí, en nuestras filas. ¿Estás dispuesto a ayudarme?

Justin no sabía mucho sobre los guerreros del Padre, salvo que recibían un trato especial, ciertas recompensas. Eric era un guerrero y se enorgullecía mucho de ello. Justin intentó recordar si alguien le había dicho antes que lo necesitaba. Era agradable. Era muy agradable.

El Padre estaba esperando una respuesta.

– Sí -dijo Justin, y descubrió que la respuesta le salía con bastante facilidad-. Sí, supongo que podría ayudarlo.

– Bien. Excelente -el Padre sonrió y le dio una palmada en la rodilla; luego volvió a recostarse en el sillón-. Brandon y yo vamos a llevar un grupo a Boston para su iniciación. Me gustaría que nos acompañaras.

– Claro, de acuerdo -ignoraba en qué se estaba metiendo, pero tal vez fuera buena idea alejarse de Alice una temporada. Poder pensar sobre lo que le había contado el Padre. Además, aquello le hacía ilusión. Eric estaría muy orgulloso de él cuando se enterara-. Respecto a Eric -dijo-, ¿tiene idea de cuándo volverá?

– Un día de estos -dijo el Padre. Pero sus ojos se desviaron de pronto hacia la ventana, como si su mente hubiera volado a otra parte.

Capítulo 37

Edificio Federal John F. Kennedy

Boston, Massachusetts

Cuando el guardia le dijo a Eric Pratt que tenía una visita, Eric comprendió que el Padre había mandado a alguien a matarlo. Se sentó junto a la gruesa mampara de cristal y se quedó mirando la puerta del otro lado, esperando a ver quién sería su verdugo. Su mejor amigo, Brandon, entró por la puerta, se detuvo para que el guardia lo cacheara y luego le dijo hola con la mano. Se sentó en la silla de plástico amarilla y se acercó cuanto pudo a la mampara de separación. Iba recién afeitado y tenía el pelo, rojo y crespo, humedecido por alguna clase de gel, peinado hacia atrás y pegado al cráneo. Sonrió a Eric y levantó el teléfono.

– Hola, colega -dijo con voz amortiguada, a pesar de que estaba sentado justo enfrente de él-. ¿Te tratan bien aquí? -sus ojos se movían hacia todos lados, sin fijarse nunca en los de Eric. Eric lo comprendió entonces. Era Brandon.

Brandon había ido a entregarle su sentencia de muerte.

Tras los primeros días de interrogatorio, cuando se había negado a responder a cualquier pregunta, le habían dejado en incomunicado. Pero ellos no sabían que era eso -estar solo- lo que quería. Después de meses rodeado de gente, sin poder ir a ninguna parte sin un acompañante, el aislamiento le parecía una recompensa, no un castigo. Pero no se atrevía a decírselo a Brandon. Ello sólo le proporcionaría a su amigo una nueva razón para matarlo.

– Estoy bien -dijo Eric, sin importarle que su tono no refrendara sus palabras.

– Me han dicho que aquí la comida es peor que la mierda que comemos todos los días -Brandon soltó una risa forzada.

¿Acaso había olvidado que Eric se daría cuenta de que se reía sin ganas? ¿De veras creía que podría engatusarlo para intercambiar confidencias? Sí, el Padre sabía lo que hacía. Naturalmente, había enviado a su mejor amigo para cumplir aquella misión. Qué dulce acto de justicia poética; como mandar a Judas a traicionar a Jesús, o, mejor dicho, a Caín a matar a Abel.

– La comida está bien.

Brandon miró a su alrededor y luego se pegó al cristal. Eric se quedó quieto, sentado, muy tieso, en la rígida silla de plástico. Había llegado el momento. Pero ¿cómo habría decidido aniquilarlo Brandon?

– ¿Qué coño pasó, Eric? ¿Por qué no te tomaste la píldora? -Brandon susurraba, pero saltaba a la vista que estaba furioso. Eric no esperaba menos. Y, por muy sincero que pretendiera ser, Brandon jamás comprendería lo ocurrido, porque él no habría vacilado. Por el Padre se habría tragado diez píldoras de cianuro. Y ahora no vacilaría ni un segundo en matar a su mejor amigo, cuyo único pecado había sido tener ganas de vivir.

– Me la tomé -respondió Eric débilmente.

Era la verdad, o al menos una verdad a medias. Además, ¿acaso no les había enseñado el Padre que mentir, engañar y robar estaba bien si el fin justificaba los medios? Bueno, pues el fin era ahora su supervivencia. Entonces reparó en algo por vez primera. Qué tonto había sido por no darse cuenta antes. Ni Brandon, ni el padre sabían qué había ocurrido después del tiroteo. Ignoraban qué le habían preguntado los agentes del FBI y qué les había dicho él. ¿Cómo iban a saberlo? Sólo sabían que todavía estaba vivo y en manos del enemigo.

Pero quizás no les importaba lo ocurrido. Estaba claro que su suerte les traía sin cuidado, o el Padre no habría tardado tanto en enviar a alguien. No, lo único que les preocupaba era lo que podía confesar, aunque en realidad no podía decir gran cosa. ¿Qué podía contarles? ¿Que el Padre les había engañado? ¿Que le interesaban más las armas y su propia seguridad que sus seguidores? ¿Y eso qué le importaba al FBI?

– No lo entiendo -susurró Brandon-. Se supone que esas cápsulas pueden matar a un caballo.

Eric miró a su amigo a los ojos. Notaba que Brandon no le creía. Tenía la mandíbula tensa. Con una mano agarraba con fuerza el teléfono mientras mantenía la otra, cerrada en un puño, sobre la pequeña repisa.

– Puede que la mía no tuviera bastante -mintió de nuevo Eric-. Lowell las hace a montones. Puede que no pusiera suficiente en la mía -pero su voz desprovista de emoción ni siquiera le sonó convincente a él.

Brandon miró a su alrededor otra vez. Dos asientos más allá, una mujer gorda y de pelo grasiento empezó a sollozar. Brandon se acercó aún más al cristal y esta vez no se molestó en ocultar su ira.

– Eso es mentira -le espetó en voz baja.

Eric no pestañeó. No contestó. Podía guardar silencio. Lo había hecho durante dos días enteros mientras fiscales y agentes del FBI le gritaban a la cara. Siguió sentado, callado y tieso, diciéndose con firmeza que no debía inmutarse, a pesar de que el corazón le golpeaba con fuerza las costillas.

– Ya sabes lo que les pasa a los traidores -siseó Brandon. Aquellos mismos ojos, que unos momentos antes no habían podido sostenerle la mirada, permanecían ahora fijos en él, clavándolo a la silla con su odio. ¿Cuándo se habían vuelto los ojos de Brandon tan negros, tan vacíos, tan malvados?-. Espera las señales del fin -dijo Brandon-. Y recuerda que este podría ser el día señalado.

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