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Él levantó la mirada y, al comprender a qué se refería, se puso colorado. Antes de que pudiera contestar, Gwen corrió la silla hasta quedar pegada a su brazo derecho. Puso la mano suavemente sobre la de él, a pesar de que apenas lograba abarcarla con los dedos, y le mostró cómo debía agarrar el tenedor.

– El secreto -dijo mientras tomaba su otra mano- está en la cuchara -le indicó con la cabeza que tomara la cuchara con la mano izquierda-. Tiras de unos pocos espaguetis con el tenedor para separarlos del montón y luego los envuelves lentamente, con un movimiento suave, apoyando el tenedor en la parte cóncava de la cuchara.

Sentía el aliento de Tully en el pelo y el sutil aroma de su loción de afeitar. Las manos de él obedecían cada una de sus indicaciones. A Gwen le sorprendió lo suave de su tacto. Cuando acabó de darle explicaciones, le soltó, se recostó en la silla y se corrió hacia su lado de la mesa sin mirarlo a los ojos.

– Misión cumplida -señaló los espaguetis, perfectamente enrollados, del tenedor de Tully-. Aprendes muy deprisa.

Tully vaciló un momento y se llevó el tenedor a la boca. Lo intentó de nuevo mientras masticaba y, cuando consiguió enrollar solo los espaguetis, levantó el tenedor para que Gwen lo viera. Esta vez sus ojos se encontraron y ninguno de ellos desvió la mirada hasta que uno de los camareros les interrumpió para ofrecerse a llenar de nuevo sus copas de vino, cosa que Gwen aceptó. Estaba segura de que era conveniente anestesiar también la extraña excitación que sentía de pronto.

Logró comerse parte de los fetuccini con otra copa de vino, y hasta dejar limpio el plato de su mitad de los cannoli que les sirvieron de postre. Durante el café y luego, durante el largo trayecto en taxi hasta el hotel, se sorprendió hablándole a Tully de su consulta y de la vieja casa que estaba restaurando. Él, por su parte, le habló de Emma y de las dificultades de educar a una chica de quince años. Gwen ignoraba que tuviera la custodia de su hija. Por alguna razón, el ser un padre devoto y soltero completaba la exasperante imagen que se había formado de él como el perfecto Boy Scout.

Al llegar a la puerta de su habitación, le invitó a tomar una copa del champán que le habían obsequiado por error, convencida de que se curaba en salud porque el Boy Scout no aceptaría. Pero el Boy Scout aceptó. Antes de servir el champán, se volvió hacia él. Necesitaba decirle lo que había estado evitando decir toda la tarde.

– Tengo que darte las gracias -dijo, y le sostuvo la mirada para que no pudiera salirse por la tangente con una broma-. Hoy me has salvado la vida, Tully.

– No podría haberlo hecho sin tu ayuda. Tienes instinto, doctora -le sonrió. Saltaba a la vista que le incomodaba aceptar sus méritos. Así pues, iba a ponérselo difícil.

– ¿No puedes dejar sencillamente que te dé las gracias?

– Está bien.

Gwen se acercó a él, se puso de puntillas y aun así tuvo que tirarle de la corbata para poder besarle en la mejilla. Al hacerlo, notó que su mirada se había vuelto seria. Antes de que se apartara, Tully se apoderó de su boca suave pero apasionadamente.

Gwen se echó un poco hacia atrás sobre los talones y lo miró fijamente.

– Eso no me lo esperaba -dijo, sorprendida por su propio aturdimiento. Tenía que ser el vino.

– Lo siento -dijo él, amoldándose de nuevo a su imagen de Boy Scout-. No he debido…

– No, no hace falta que te disculpes. La verdad es que ha sido… ha sido bastante agradable.

– ¿Agradable? -parecía dolido, y Gwen sonrió, a pesar de que la mirada de Tully seguía siendo seria-. Creo que puedo hacerlo mejor.

Dio dos pasos y la besó de nuevo, sólo que esta vez no pasó mucho tiempo antes de que su boca se negara a conformarse con los labios de Gwen. Ésta se apoyó en el respaldo del sofá y deslizó los dedos por su superficie, buscando algo a lo que agarrarse mientras Tully seguía demostrándole que, en efecto, podía hacerlo mucho mejor.

Capítulo 55

Ben Garrison volvió tarde al Ritz-Carlton. Encontró la puerta de servicio en el callejón de atrás y tomó el montacargas hasta el piso catorce. Esa mañana había discutido con el recepcionista porque quería cambiarse a otro piso. Se mirara como se mirara, el piso catorce seguía siendo el piso trece. Tenía que haber disponible otra suite que hiciera esquina. Pero ahora ya no le importaba. Había recuperado su buena suerte. Nada podía salir mal. Cuando aquellas fotos llegaran a los quioscos, volvería a ser el puto amo.

En cuanto entró en su habitación tiró la mochila sobre la cama y se quitó la ropa; la guardó en una bolsa de lavandería del hotel y dejó la bolsa junto al resto de la basura que tiraría por la mañana. Metió las botas en la bañera para limpiarlas más tarde y se puso el mullido albornoz que el maravilloso personal de limpieza había dejado, limpio y fresco, tras la puerta del cuarto de baño.

Había llevado una cubeta y líquidos suficientes para revelar la película. Podía sacar los contactos de las fotos que quería vender. De ese modo, no tendría que llevarlas a una tienda de revelado rápido, y ningún chaval con la cara llena de granos se acojonaría al verlas.

Mientras sacaba todo lo que necesitaba, llamó al servicio de habitaciones. Pidió pato asado, tarta de queso con chocolate y arándanos y la botella de Sangiovese más cara que había en la lista de vinos. Luego marcó el número de su casa para escuchar sus mensajes. Después de la aparición del National Enquirer, esperaba la llamada de otros editores de los que no tenía noticias desde hacía años y que sin duda fingirían de pronto ser sus mejores amigos.

Tenía razón. Había quince mensajes. El puto contestador sólo admitía dieciocho. Agarró la libreta con el membrete del hotel y empezó a repasar la lista. Apenas pudo refrenar una sonrisa, y finalmente rompió a reír al escuchar los dos mensajes de Curtís. En el primero, quería saber por qué no le había dado la exclusiva a él y, en el segundo, le decía que le pagaría más que cualquier otro si tenía algo más. Sí, la vida volvía a sonreírle.

Uno de los mensajes era de su vieja amiga la detective Julia Racine. A Ben no le extrañó tener noticias suyas. A diferencia de los demás, Racine no perdía el tiempo dándole jabón, ni intentando congraciarse con él. Por el contrario, amenazaba con arrestarlo y denunciarlo por obstrucción a la justicia. ¡Joder! Sólo oír su voz lo ponía cachondo. Sobre todo, cuando decía tacos. Oírla llamándolo mamón le produjo una erección increíble. Volvió a escuchar el mensaje sólo para disfrutar de aquella sensación. Luego decidió guardarlo para futuros usos, en lugar de borrarlo.

Hojeó su librito negro y se le ocurrió de pronto que tal vez pudiera compensar a la detective Racine. A pesar de que le encantaba que lo llamara mamón, no le importaría beneficiarse de uno de aquellos quid pro quo por los que era famosa. Por su tono de voz, estaba claro que hacía algún tiempo que Racine no echaba un buen polvo; ni con un hombre, ni con una mujer. Y Ben tenía que admitir que lo de esa noche le había puesto a tono. Estaba seguro de que se le ocurriría alguna proposición que a Racine le resultara tan interesante como a él.

Por fin encontró el teléfono que estaba buscando y empezó a marcar el número de Britt Harwood, del Boston Globe. Era tarde, pero ganaría tiempo dejándole un mensaje. Qué demonios, incluso podía ofrecerle una primera muestra de aquella exclusiva. Sonrió, pensando en la cara que pondría Harwood cuando le enseñara los contactos en los que aparecían aquellos buenos chicos cristianos manoseando y desgarrando la ropa a unas cuantas mujeres en medio del Boston Common.

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