– Siempre hace y dice unas cosas tan dolorosas… -dijo Maggie en voz baja si apartar la cabeza del cojín, evitando los ojos de Gwen-. No sólo a mí, sino a sí misma. Es como si se pasara la vida intentando castigarme.
– ¿Y por qué iba a querer castigarte, Maggie?
– Por querer a mi padre más que a ella.
– Puede que no sea a ti a quien intenta castigar.
Maggie levantó hacia ella unos ojos llorosos.
– ¿Qué quieres decir?
– Puedo que no quiera castigarte a ti en absoluto. ¿Has pensado alguna vez que, durante todos estos años, quizá haya estado intentando castigarse a sí misma?
Capítulo 70
28 de noviembre
Día de Acción de Gracias
Cleveland, Ohio
Kathleen contemplaba el lago Eire y por primera vez desde hacía años sentía nostalgia de Green Bay, Wisconsin. Una brisa cálida, impropia de la estación, le revolvía el pelo. Deseaba poder olvidarlo todo y pasar página, como si hiciera un borrón más en su pasado. Deseaba quitarse los zapatos, correr a la playa y pasarse el resto del día, el resto de la semana, el resto de la vida, caminando sin norte, sin propósito alguno salvo el de sentir la arena entre los dedos.
– Cassie abrirá el mitin -dijo el reverendo Everett tras ella.
Kathleen miró hacia atrás sin apartarse de la puerta abierta del patio. El reverendo Everett se había registrado en un hotel de película para ducharse, afeitarse y utilizar el teléfono para ultimar los preparativos de la concentración. Un rato antes, al usar el cuarto de baño, a Kathleen le había sorprendido tanto lujo: los jabones perfumados, el surtido de utensilios para lustrar los zapatos, una auténtica navaja de afeitar con hoja de acero, un gorro para la ducha y hasta un bote lleno de bastoncillos.
Ahora, mientras Stephen y Emily tomaban notas sin perder palabra de cuanto les decía el reverendo, Kathleen permanecía callada, disfrutando del sol y de la brisa. Tenía la sensación de que necesitaba aprender a respirar de nuevo tras el humillante ritual de la tarde anterior y el agobiante viaje en autobús. Confiaba en que el aire fresco y el sol se llevaran el recuerdo del aliento caliente del reverendo, de sus gruñidos y resoplidos mientras se abría paso a golpe de riñón dentro de ella. Cuando acabó, le señaló su ropa y le ordenó que se vistiera con una frialdad que Kathleen no le había oído nunca antes. El reverendo le había dicho que debía someterse a aquel ritual de purificación para que volviera a confiar en ella.
Sin decir palabra, ella volvió a ponerse la ropa sobre la piel pegajosa. El olor de la loción de afeitar del reverendo era tan fuerte que le revolvía el estómago. Al abandonar el compartimento para volver a su asiento, no pudo evitar pensar que el reverendo la había despojado por completo de su dignidad.
– Lo más probable es que el FBI rodee el parque -dijo Stephen-. Padre, ¿no pensará de veras aparecer en el mitin?
– ¿A qué hora estará listo el avión de carga?
– El despegue está previsto para las siete en punto. Pero debemos estar allí antes para embarcar.
– ¿Cómo sabemos que el FBI no estará esperando en el aeropuerto?
– Porque les dije que estaría usted en la concentración. Que no esperaba que lo detuvieran ante su público. Aunque sospechen algo, puede que estén esperando en el aeropuerto internacional, pero no se les ocurrirá vigilar un avión cargado con ayuda humanitaria del gobierno que sale del aeropuerto del condado de Cuyahoga.
El reverendo Everett recompensó a Stephen con una sonrisa.
– Muy bien. Eres un buen hombre, Stephen. Serás justamente recompensado cuando lleguemos a Sudamérica. Te doy mi palabra.
El reverendo se sentó para acabar la bandeja que había pedido al servicio de habitaciones; una bandeja con distintas clases de quesos, fruta fresca, un cóctel de gambas y una barra de pan francés. No les ofreció a los otros tomar parte en el festín. Por el contrario -pensó Kathleen-, parecía gustarle que lo miraran, y hasta había llamado de nuevo para hacer otro pedido antes de empezar a comerse lo de aquella bandeja.
Ninguno de ellos había comido desde el almuerzo del día anterior, y era casi la hora de la cena. ¿Era aquélla otra lección importante, otro valioso sacrificio que debían aceptar de buen grado? Kathleen se volvió de nuevo hacia la sedante vista del mar. En ese momento, parecía ser lo único que no amenazaba con hacer trizas su cordura.
– ¿De veras no piensa ir a la concentración? -preguntó de nuevo Stephen.
– Supongo que puedo quedarme aquí hasta que llegue la hora de marchar -el reverendo agitó una mano como si se conformara con su nuevo alojamiento-. Pero vosotros tres tendréis que ser mis ojos y mis oídos en la concentración. Tendréis que reunir a los de la lista cuando llegue el momento. Cassie seguirá hablando para dar la impresión de que todo va conforme a lo previsto.
Kathleen se volvió al oír esto, estupefacta.
– ¿No quiere que Cassie venga con nosotros?
Aquella mujer había cumplido cada orden del reverendo -y probablemente también todos sus deseos- desde que ella podía recordar.
– Es una mujer encantadora, Kathleen, pero estoy seguro de que en Sudamérica hay muchas mujeres bonitas de piel oscura que seguramente darían cualquier cosa por ser mi ayudante personal.
Kathleen se volvió hacia el sol y se preguntó si las cosas hubieran sido de otro modo de haber podido ir a Colorado. Si el reverendo Everett se habría comportado de otro modo. ¿O siempre había sido así, y era ella la que estaba cambiando, la que veía las cosas de manera distinta?
– Ahora, debéis iros -dijo el reverendo mientras todavía masticaba. Bebió un sorbo de vino como si quisiera limpiarse el paladar. No era, ciertamente, para mostrarse educado, porque enseguida le dio un mordisco a un fresón enorme, cuyo jugo le resbaló por la barbilla, y dijo con la boca llena-. Vamos, marchaos ya. El mitin empezará pronto. Nadie sospechará nada si mi fiel consejo está allí, esperándome.
Stephen y Emily no vacilaron. Esperaron a Kathleen en la puerta.
– Ah, Kathleen -la detuvo el reverendo-. Busca a Alice y dile que suba. Quiero discutir unas cosas con ella antes del viaje.
Kathleen se lo quedó mirando un momento. ¿De veras tenía algo que discutir con la chica, o pretendía llevar a cabo otro de sus rituales de purificación? ¿Se atrevería ella a decir algo? ¿Podía permitirse que el reverendo se enfadara de nuevo con ella? ¿Le importaba siquiera? Resolvió olvidarse convenientemente de darle el recado a Alice, pero asintió con la cabeza y salió con Stephen y Emily.
Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y acarició la navaja que había robado del cuarto de baño. Le producía un extraño alivio, una rara calma, saber que estaba allí, reconfortante como una vieja amiga. Sí, una vieja amiga, aquella sencilla navaja de afeitar con su auténtica hoja de acero.
Esta vez, por fin, lo haría como era debido.