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Acto seguido, el mensajero del Padre colgó con brusquedad el teléfono. Empujó hacia atrás la silla, cuyas patas metálicas chirriaron en el suelo. Se alejó, sin embargo, con su calma acostumbrada y su paso arrogante para que nadie notara que acababa de entregar personalmente la mortífera maldición del padre Everett.

Eric debería haber sentido alivio por haber sobrevivido a la visita de Brandon. Pero sentía náuseas. Sabía de lo que era capaz el Padre. Aquel hombre parecía tener poderes sobrenaturales. Otros miembros de la iglesia se habían ido, todos ellos traidores. Nadie se marchaba sin convertirse en traidor. Eric había oído muchas historias, y había otras que conocía de primera mano.

La que se había ido más recientemente era Dara Hardy. Había alegado como excusa que su madre tenía cáncer y que quería pasar sus últimos días con ella. Pero el Padre insistía en que, si su historia hubiera sido cierta, Dara habría aceptado su generosa oferta de llevar a su madre enferma al complejo. Daba igual que el Padre no permitiera medicación alguna y que predicara que los médicos no eran más que un lujo egoísta. A fin de cuentas, él solo podía sanar y cuidar a los miembros de su iglesia. Dara Hardy se fue. Y, justamente una semana después, se mató en un accidente de coche. Su madre murió sin tenerla a su lado.

Eric se preguntaba qué accidente fingirían para matarlo a él. ¿Le quemaría accidentalmente otro preso en la ducha? ¿Aparecería sin saber cómo cianuro en su comida? ¿O entraría un guardia una noche en su celda y lo arreglaría todo para que pareciera que se había ahorcado? De una cosa estaba seguro: su asesino sería quien menos esperara, del mismo modo que el mensajero de su muerte había sido su mejor amigo. ¿Quién podía sobrevivir en aquel nido de víboras, vigilando constantemente sus espaldas?

No eran, sin embargo, sus enemigos quienes le querían muerto. Era el hombre que, aunque lo matara, seguiría asegurando que era su salvador, el redentor de su alma. No, en eso se equivocaba: el dueño de su alma, no su redentor. Porque ese era el precio que el Padre exigía a todos sus seguidores para acogerlos en el seno de su iglesia: su alma.

Por primera vez, Eric se alegró de que Justin estuviera muerto y hubiera quedado reducido a una caja de cartón llena de anónimos huesos. Por lo menos el Padre ya no podía separarles y enfrentarlos en una guerra sin cuartel, como le había visto hacer con muchos otros familiares. Y quizá, sólo quizá, no hubiera tenido tiempo para robarle a Justin su alma. Si así era, Justin era, en efecto, el más afortunado de los dos.

Capítulo 38

– No sabes si es el mismo Joseph Everett -dijo Tully, que observaba desde la puerta cómo volaban los dedos de O'Dell sobre el teclado del ordenador.

– Es improbable que haya dos reverendos que se llamen Joseph Everett en la zona de Virginia -respondió ella sin mirarlo, pero Tully percibió en su voz aquel tono ansioso y no pudo evitar pensar: «Ya empezamos otra vez».

Se le crispaban un poco los nervios cada vez que a O'Dell se le ponían aquel tono de voz y aquella mirada, como si hubiera emprendido una especie de cruzada personal. La última vez, habían acabado los dos en una casa en llamas y O'Dell le había salvado la vida… después de que le pegaran un tiro en el muslo.

Se alegraba, sin embargo, porque hubieran obtenido algunas respuestas. Y también porque Emma hubiera superado lo de esa mañana. O'Dell tenía razón. Emma era una chica muy lista y valiente. Y, antes de que la agente LaPlatz se ofreciera a llevarla al instituto de Reston, él la había avergonzado dándole un abrazo y diciéndole que estaba muy orgulloso de ella.

Vio que O'Dell abría un documento y empezaba a revisarlo. Miró a la doctora Patterson, que estaba sentada en el mullido sillón reclinable que O'Dell había conseguido embutir en su pequeño despacho. Varias noches se había encontrado a su compañera allí acurrucada, durmiendo. Los despachos de la Unidad de Ciencias del Comportamiento eran pequeños, pero O'Dell tenía talento para organizar el espacio y lograba sacarle partido a cada centímetro del cuartucho y de las altas estanterías, de modo que había despejado el suelo y las sillas, y hasta con el sillón su despacho parecía ordenado y cómodo. No como el suyo, que algunos días le recordaba a un trastero en el que se abrían senderos hacia su mesa.

La doctora Patterson se quitó los tacones, y Tully observó distraídamente que se ponía cómoda y doblaba las piernas bajo ella. Al hacerlo, se le subió la falda. Tenía unas piernas fantásticas. Unos tobillos muy finos. Y muslos suaves y firmes. ¡Cielos! ¿Qué coño le pasaba? Apartó la mirada como si le hubieran sorprendido en falta.

Por lo general, Gwen Patterson lo sacaba de quicio. Parecía que no había nada en lo que estuvieran de acuerdo. La última vez que O'Dell y él se quedaron trabajando hasta tarde, se pasaron por la enorme casa de O'Dell en Newburgh Heights, donde la doctora Patterson estaba cuidando del perro, y decidieron pedir la cena. Si no recordaba mal, Patterson y él discutieron sobre si debían llamar a un chino o pedir una pizza, y acabaron debatiendo sobre las virtudes nutricionales de una y otra comida. Naturalmente, ella era la experta, porque se la consideraba una excelente cocinera. Sí, aquella mujer lo sacaba de sus casillas. Pero eso no impedía que tuviera unas piernas fantásticas. Tal vez el haber pensado en Caroline ese fin de semana le había recordado simplemente que…

– Aquí hay algo -O'Dell interrumpió sus divagaciones-. Es un documento judicial. Bastante antiguo. De 1975. Hace más de veinticinco años. Everett tendría unos… ¿cuántos creéis? ¿Veinte años?

– Ni siquiera sabemos si Everett está implicado.

– Cunningham debe creer que sí, o no os habría mandado a Gwen y a ti a Boston para entrevistar al único superviviente. Y no se lo pensó cuando le pedí que organizara un encuentro con alguien de la organización de Everett. Tal vez incluso con un antiguo miembro. De hecho, me dijo que iba a llamar al senador Brier para ver si tenía algún contacto.

O'Dell se mantenía de espaldas a ellos mientras leía. La doctora Patterson no les hacía caso; giraba los hombros y se masajeaba lentamente las sienes. Quizá fueran ejercicios de relajación que hacía para desconectar. A Tully le distraían. Por fin se dio por vencido y se acercó a O'Dell para ver qué había encontrado.

– No creo que el viaje a Boston vaya a servir de mucho -dijo-. Ese chaval no estaba dispuesto a hablar en la cabaña, cuando estaba cagado de miedo. Así que no creo que vaya hablar ahora, teniendo un sitio caliente donde dormir y tres comidas diarias.

– ¿Qué te hace creer que el miedo es la única motivación que impulsa a hablar a un sospechoso? -preguntó la doctora Patterson sin dejar de frotarse las sienes.

Ahora que estaba fuera de su campo de visión, Tully podía mirar tranquilamente de reojo su pelo brillante de color rubio rojizo. Era atractiva, de eso no había duda. De pronto, ella se dio la vuelta y lo miró.

– En serio, ¿qué te hace creer que lo único que funciona es el miedo?

– Es lo que suele funcionar mejor en ese grupo de edad -respondió Tully.

O'Dell miró hacia atrás.

– ¿No es eso justamente lo que me dijiste el otro día, Gwen?

– No exactamente. Dije que, por lo general, el miedo les hace creer que no tienen alternativa, a pesar de que su instinto natural les impulsa a luchar. Pero, por lo que tengo entendido, ese chico escupió su cápsula de cianuro. Lo cual indica que el miedo no funciona con él como factor de motivación.

– Eso no es necesariamente cierto -dijo Tully, y se dio cuenta de que se había puesto a la defensiva. ¿Por qué se ponía así con ella? Él no solía reaccionar así. Pero ahora Patterson y O'Dell esperaban una explicación-. Sé que creéis que escupir la cápsula de cianuro podría indicar que quería mantenerse vivo para luchar. Pero puede que sencillamente le diera miedo morir. ¿No es posible?

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