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No, se equivocaba, pensó al abrir la puerta. No era sólo un cuarto oscuro. Era una mina de oro.

De una cuerda de tender que se extendía a lo largo de la habitación colgaban fotografías. En las cubetas de plástico que flanqueaban el interior de una enorme pila había restos de líquidos de revelado. Botes, frascos y garrafas llenaban las estanterías. Y había fotografías por todas partes, superponiéndose las unas a las otras y cubriendo por completo las paredes y la repisa.

Fotografías de tribus africanas realizando danzas rituales. Fotografías de africanos con horrendas cicatrices. Fotografías de extrañas ranas mutantes a las que las patas les salían de la cabeza.

Entonces vio las fotografías de las muertas. Debía de haber unas doce. Mujeres desnudas y apoyadas contra árboles, con los ojos muy abiertos, las bocas tapadas con cinta aislante y las muñecas esposadas. Maggie reconoció a Ginny Brier, a la indigente encontrada bajo el viaducto, a la joven que sacaron del lago junto a Raleigh y a Maria Leonetti. Pero había otras. Al menos media docena más. Todas en la misma pose. Todas con los ojos muy abiertos, mirando directamente a la cámara.

¡Cielo santo! ¿Cuándo había empezado aquello? ¿Y desde cuándo seguía Garrison a Everett y a sus chicos?

Buscó a tientas el interruptor de la luz. No podía apartar la mirada de los ojos de las mujeres asesinadas. Tenía que haber una luz que no fuera aquel piloto rojo. Encontró los interruptores, pulsó uno y la habitación quedó de pronto a oscuras. Pero antes de que pudiera pulsar el otro, se quedó paralizada, con la mirada fija, llena de estupor. La cuerda tendida de un extremo a otro de la habitación refulgía en la oscuridad.

Se apoyó en la encimera. Le flaqueaban las piernas. Sentía un nudo en el estómago. La cuerda brillaba en la oscuridad. Claro, un invento perfecto para un cuarto oscuro. Un arma perfecta para un asesino.

¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Garrison no se limitaba a fotografiar a las muertas. No eran sus ojos inermes lo que le interesaba. Los ojos eran el espejo del alma. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? ¿Intentaba Garrison fotografiar el alma en el momento de la muerte?

Encendió de nuevo la luz roja y miró con atención las fotografías, las marcas del cuello de las víctimas. Garrison tenía que hacerlas volver en sí una y otra vez, las hacía posar, esperaba pacientemente ese instante mientras observaba, con la cámara lista en el trípode, aguardando. Aguardando una y otra captar un destello, fotografiar el instante en que el alma se desvanecía.

Garrison. Era Garrison y su obsesión con ese último instante de la muerte.

Maggie oyó el crujir la tarima en el cuarto de estar. Agarró su pistola. Ninguna cucaracha era tan grande. ¿Sería la casera? Quizá hubiera llegado la verdadera inspectora de sanidad. No podía ser Garrison. Estaba en Cleveland.

Se acercó despacio a la puerta del cuarto oscuro, deslizándose a lo largo de la encimera. Otro crujido, esta vez más fuerte, más cerca, justo al otro lado de la puerta. Sujetó la pistola con las dos manos, apuntó y procuró ignorar el leve temblor de sus rodillas. Entonces, de golpe, abrió de una patada la puerta con la pistola en alto al tiempo que gritaba:

– ¡Alto!

Era Garrison.

Estaba en medio de su apartamento y se cernía sobre la casera, cuyo cuello había enlazado con una cuerda de la que tiraba como si fuera una correa. La anciana se apoyaba sobre sus rodillas huesudas, boqueaba buscando aire, había perdido las gafas y tenía los ojos vidriosos. Sus brazos esqueléticos se agitaban y golpeaban a Garrison. Pero éste parecía ajeno a todo ello mientras miraba fijamente a Maggie. Era como si ni siquiera notara que Maggie le estaba apuntando al pecho. Extendió su mano libre y dijo:

– Si no lo tiene ella, debes tenerlo tú. Dame el diario de mi madre.

Capítulo 77

A Tully, todo aquel embrollo le daba mala espina. Sí, habían atrapado a un violador, pero ¿habían atrapado al asesino? El chaval, aquel tal Brandon -el tipo duro, el cabrón que pegaba y violaba a jovencitas- se había echado a llorar como un niño cuando lo detuvieron por los asesinatos de Ginny Brier y Maria Leonetti. Pero ahora, mientras él y varios agentes seguían a Stephen Caldwell hacia la habitación donde presuntamente se alojaba Everett, Tully no las tenía todas consigo.

El recepcionista les había dado una tarjeta-llave. Le enseñaron las insignias y no rechistó. Caldwell aseguraba ignorar por qué no se había presentado Everett en el parque. Había algo en la conducta de aquel educado joven negro que le hacía sospechar que mentía. Para colmo, el propio Caldwell parecía ansioso por irse cuando por fin dieron con él fuera del pabellón, mientras reunía a otros miembros de la secta. No, Tully tenía la corazonada de que aquel tal Caldwell, aquel maldito chivato, tenía sus propios planes. De pronto se preguntaba si estarían perdiendo el tiempo. Si eso era precisamente lo que pretendía Caldwell. ¿Era lo del hotel una maniobra de distracción? ¿Estaba Everett de camino a algún aeropuerto?

Las puertas del ascensor se abrieron en el piso quince y Caldwell vaciló un instante. Los agentes Rizzo y Markham le propinaron un empujón sin esperar siquiera las instrucciones de Tully. Ellos también estaban cabreados. No hacía falta que se dijeran nada para saber que allí había gato encerrado.

Caldwell dudó de nuevo ante la puerta de la habitación y, al intentar colar la tarjeta por la ranura, falló dos veces. Tully notó que le temblaba la mano. Por fin la puerta se abrió.

Rizzo y Markham habían sacado sus armas, pero las mantenían junto a los costados. Tully le dio a Caldwell otro empujón para que entrara delante de ellos. Veía cómo brillaba el sudor en su frente, pero Caldwell abrió la puerta y entró.

Un instante después se detuvo en seco, y Tully advirtió que parecía tan sorprendido como ellos. El reverendo Everett estaba en medio de la habitación, sentado en una silla, con las muñecas esposadas y la boca tapada con cinta aislante. Sus ojos cadavéricos los miraban fijamente. A Tully no le hizo falta un forense. Reconoció enseguida el tinte rosáceo de la piel. Sólo cabía una posibilidad. La causa de la muerte era sin duda el envenenamiento por cianuro.

Capítulo 78

– Suéltala -dijo Maggie sin moverse mientras con la pistola apuntaba directamente a la cabeza de Garrison.

– El puto libro lo tienes tú, ¿verdad? -Garrison la miraba a los ojos al tiempo que apretaba el lazo que rodeaba el cuello de la señora Fowler. Maggie la oía jadear y por el rabillo del ojo la veía encorvada, intentando agarrar con los dedos retorcidos la cuerda y clavándose las uñas en el cuello.

– Sí, lo tengo yo -no pensaba moverse, ni siquiera para darle el libro-. Suéltala y te lo doy.

Garrison soltó una carcajada nerviosa.

– Sí, ya. La suelto, me das el libro y tan amigos. ¿Tú qué te crees? ¿Que soy un puto idiota?

– Claro que no -unos minutos más y nada de aquello importaría. La anciana boqueaba. Sus dedos hacían patéticos intentos. Maggie sabía que podía matar a Garrison de un disparo a la cabeza. Pero entonces jamás obtendrían todas las respuestas.

– Ahora todo tiene sentido -le dijo con la esperanza de distraerlo-. Everett es tu padre. Por eso querías destruirlo.

– No es mi padre. Es un simple donante de semen -replicó él. De pronto tiró de la anciana para que se levantara, colocándola delante de él como si bruscamente hubiera comprendido que necesitaba un escudo para evitar el limpio disparo de Maggie-. No podía hacer nada en contra de la biología, pero podía asegurarme de que ese cabrón pagara por lo que le hizo a mi madre.

– Y todas esas mujeres -dijo Maggie con calma-, ¿por qué tenían que pagar ellas? ¿Por qué tenían que morir?

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