Maggie apartó la mirada y buscó al camarero mientras se preguntaba si podría soportar un desayuno entero con aquella mujer. Hubiera preferido estar en cualquier otra parte.
– Supongo que ese dichoso perro te tuvo despierta toda la noche -dijo su madre como si el negro nubarrón del pasado no pendiera sobre la mesa.
– No, la verdad es que fue mi trabajo para el gobierno.
Su madre la miró. Y, pese a todo, sonrió.
– ¿Sabes qué estoy pensando, cielo? -como de costumbre, cambió de tema. Se le daba de miedo escurrir el bulto-. Estaba pensando que deberíamos celebrar una gran cena de Acción de Gracias.
Maggie la miró con fijeza. Debía de estar bromeando.
– Prepararé un pavo relleno. Será como en los viejos tiempos.
¿Los viejos tiempos? Aquello tenía que ser un chiste, pero su madre parecía hablar en serio. La idea de que aquella mujer supiera siquiera por dónde había que rellenar un pavo le resultaba inconcebible.
– Invitaré a Stephen y a Emily. Ya va siendo hora de que les conozcas. Y tú puedes traer a Greg.
Ah, no era un chiste. Pero su madre tenía sin duda segundas intenciones. Claro, ¿cómo no lo había visto venir antes?
– Mamá, sabes perfectamente que eso es imposible.
– ¿Cómo está Greg? Me gustaría verlo alguna vez -prosiguió Kathleen O'Dell como si Maggie no hubiera dicho nada.
– Supongo que está bien.
– Pero os seguís hablando, ¿no?
– Sólo sobre el reparto de nuestros bienes.
– Oh, tesoro. Deberías pedirle perdón. Estoy segura de que Greg aceptará que vuelvas.
– ¿Cómo dices? ¿Por qué exactamente debería pedirle perdón?
– Ya sabes.
– No, no lo sé.
– Por engañarlo con ese cowboy de Nebraska.
Maggie refrenó su ira retorciendo la servilleta que tenía sobre las rodillas.
– Nick Morrelli no es un cowboy. Y yo no engañé a Greg.
– Puede que no físicamente.
Su madre la miró a los ojos y Maggie no pudo apartar la mirada. Nunca le había hablado de Nick Morrelli, pero estaba claro que Greg sí. Había conocido a Nick el año anterior. En aquel entonces, él era sheriff en un pueblo de Nebraska. Habían pasado una semana juntos persiguiendo a un asesino de niños. Desde entonces, no conseguía quitárselo de la cabeza por mucho tiempo. Además, últimamente le resultaba mucho más difícil no pensar en él, porque Nick se había trasladado a Boston, donde ejercía como ayudante del fiscal del distrito del condado de Suffolk. Pero no estaba saliendo con él. En realidad, había insistido en que se vieran lo menos posible hasta que el divorcio fuera definitivo. Y, pese a sus sentimientos, no se había acostado con Nick. Nunca había engañado a Greg; al menos, en sentido estricto. Pero tal vez fuera culpable de haberlo engañado de corazón.
Daba igual. En cualquier caso, aquello no era asunto de su madre. ¿Cómo se atrevía a sugerir siquiera que conocía los secretos de su corazón? No tenía ningún derecho, después de todo el daño que le había hecho.
– Los trámites del divorcio ya están en marcha -dijo por fin con firmeza para zanjar la cuestión.
– Pero aún no has firmado los papeles, ¿verdad?
Maggie siguió escudriñando la mirada preocupada de su madre con una mezcla de estupor y fastidio. ¿De veras estaba intentando cambiar? ¿Estaba sinceramente preocupada? ¿O había hablado con Greg y, al descubrir que él se estaba arrepintiendo, había pactado con él una alianza secreta? ¿Era eso lo que se escondía tras aquel absurdo plan para la cena de Acción de Gracias?
– Aunque no hayamos firmado los papeles del divorcio, nada va a cambiar entre Greg y yo.
– No, claro que no. No, mientras insistas en no dejar tu trabajo.
Allí estaba. La sutil pero certera puñalada en el corazón. Mucho más eficaz que una bofetada. Naturalmente, Maggie era la mala, y el divorcio era culpa suya. Y, según su madre, todo podía arreglarse si Maggie se disculpaba y escondía bajo la alfombra todos sus problemas. No había necesidad de resolver nada. Bastaba con quitar los problemas de la vista. A fin de cuentas, ¿no era ella una experta en eso? Ojos que no ven, corazón que no siente.
Maggie sacudió la cabeza y sonrió al camarero, que había vuelto para depositar ante ella su salvación en forma de vaso lleno de líquido ambarino. Tomó el vaso y bebió un sorbo, haciendo caso omiso de la expresión ceñuda de su madre, cuyo semblante, cuidadosamente maquillado, le resultaba ajeno. En efecto, ciertas cosas no cambiaban nunca.
Su teléfono móvil comenzó a sonar, y Maggie se giró para sacarlo de su chaqueta, colgada del respaldo de la silla. Sólo dos toques y todo el restaurante, incluida su madre, la miró con mala cara.
– Maggie O'Dell.
– Agente O'Dell, soy Cunningham. Siento molestarla un domingo por la mañana.
– No importa, señor.
Aquel tono compungido de Cunningham empezaba a crisparle los nervios. Quería que su antiguo jefe volviera a ser el de antes.
– Han encontrado un cuerpo en suelo federal. La policía del Distrito ya está allí, pero me han pedido que envíe a alguien de la Unidad de Ciencias del Comportamiento para que vaya a echar un vistazo.
– Estoy en el Cristal City Hyatt. Dígame dónde quiere que vaya -notó que su madre fruncía el ceño. Deseó tomar otro trago de whisky, pero dejó a un lado la copa.
– Debe encontrarse con el agente Tully en el monumento a Franklin Delano Roosevelt.
– ¿El monumento?
– Sí. En la cuarta galería. El detective encargado del caso es… -Maggie oyó que rebuscaba entre sus papeles-. La detective Racine.
– ¿Racine? ¿Julia Racine?
– Sí, eso creo. ¿Algún problema, agente O'Dell?
– No, señor, ninguno.
– Está bien, entonces -colgó sin despedirse, señal de que el viejo Cunningham estaba aún al mando.
Maggie miró a su madre mientras se ponía la chaqueta y dejaba sobre la mesa un billete de veinte dólares para pagar el desayuno que aún no había pedido.
– Lo siento, tengo que irme.
– Sí, ya. Tu trabajo. Siempre lo estropea todo, ¿eh?
En lugar de buscar una réplica adecuada, Maggie agarró el vaso de whisky y lo apuró de un trago. Masculló un adiós y se marchó.
Capítulo 20
Complejo Everett
al pie de los montes Apalaches
Justin Pratt despertó sobresaltado por el trallazo repentino de la música y estuvo a punto de caerse del catre. De haberlo hecho, habría caído sobre varios miembros de la congregación que dormían tendidos en sus sacos. Sabía que debía alegrarse por disponer de un catre en los barracones, en los que se apiñaban varias decenas de hombres. Cuando acabara su periodo de prueba acabaría durmiendo en el suelo, como todos los demás.
Pero poco importaba. Total, casi no les dejaban dormir. Y además había que despertarse con la asquerosa música de los altavoces. Aquello parecía un disco rayado de Adelante, soldados cristianos. No, no debía quejarse. Tenía que recordar que debía mostrarse agradecido. Al menos, hasta que volviera Eric. Luego pensaría qué hacer. Tal vez pudieran llegar a la costa oeste haciendo autostop, aunque no estaba seguro de cómo iban a sobrevivir sin un puto duro. Tal vez pudieran volver a casa. Si pudiera convencer a Eric… No quería marcharse sin él.
Se frotó los ojos, intentando despejarse. ¡Mierda! Tenía la impresión de no haber pegado ojo. Miró por costumbre su muñeca antes de recordar que ya no tenía el costoso reloj Seiko que le había regalado su padre, uno de los superfluos bienes materiales que le habían confiscado por su propio bien al llegar al complejo. Como si saber qué hora era pudiera mandarlo derecho al infierno.
Ahora se preguntaba si, en realidad, el Padre no les permitía conservar nada de valor porque pretendía que dependieran de él. Y así era. Dependían de él para todo, desde aquel arroz pastoso a los trozos de periódico que usaban como papel higiénico.
Alguien le empujó desde atrás.