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– Arriba, Pratt.

Justin cerró los puños. Sin necesidad de mirar supo que era Brandon. Aunque sólo fuera una vez, le gustaría darle un puñetazo a aquella cara de capullo arrogante. Pero descolgó unos calzoncillos y unos calcetines limpios de la cuerda de tender que había en un rincón. Brandon había tenido la bondad de compartirla con él, porque al parecer hasta una miserable cuerda para tender la ropa era allí todo un lujo. Los calcetines todavía estaban húmedos, lo que significaba que volvería a tener los pies fríos todo el día.

Se vistió despacio mientras los otros salían a toda prisa para hacer cola ante las duchas. Por el ventanuco de una sola hoja vio cómo iba formándose la cola, que doblaba ya la esquina del edificio de cemento. Se pasó los dedos por el pelo grasiento. ¡Joder! Tal vez pudiera meterse en la ducha a escondidas más tarde. Estaba harto de tener que esperar cola tras cola. Además, estaba muerto de hambre, y los gruñidos de su estómago le recordaban que no había comido nada desde el almuerzo del día anterior.

Se dirigió a la cafetería y miró a su alrededor mientras cruzaba el complejo. Así lo llamaban: el jodido complejo. Sólo en otra ocasión había oía a alguien referirse a un lugar como un complejo, en un programa especial sobre la finca de la familia Kennedy. Así que, naturalmente, cuando Eric le habló del complejo, Justin se imaginó algo parecido a lo de los Kennedy: una enorme mansión con casitas para los sirvientes y establos para los caballos. Pero aquel sitio parecía más bien un cuartel militar: desnudos barracones de metal y cemento, rodeados de árboles y más árboles y aislados en medio del valle de Shenandoah.

En la parte sur se amontonaban los árboles arrancados de raíz al desbrozar el terreno sobre el que se alzaba el complejo. Este no parecía muy organizado, de todas formas. Los pozos eran poco profundos y en muchos edificios faltaba el agua corriente. Además, nunca había suficiente agua tibia. ¿Y agua caliente? De eso, ni hablar.

Todo aquello parecía provisional. Justin había oído decir que el Padre estaba construyendo un nuevo complejo en otra parte, el paraíso que le prometía a todo el mundo. Pero, después de lo de la noche anterior, Justin ya no se fiaba de nada de lo que dijera aquel cabrón. El reverendo era un pervertido y un hipócrita. Aunque, a decir verdad, Justin nunca se había fiado mucho de él. No se fiaba de casi nadie. Debería haberse dado cuenta de que aquel tipo era un farsante desde la primera semana que pasó allí.

Esa primera semana, Eric lo llevó a lo que el Padre llamaba un ritual de purificación. Todos los asistentes debían escribir en un papel el momento más bochornoso de sus vidas, así como sus miedos más profundos. Se suponía, además, que debían firmar los papelitos.

– Nadie más verá estas confesiones -les aseguró el Padre con su voz suave e hipnótica-. La firma sólo es un ejercicio para que asumáis vuestro pasado y afrontéis vuestros temores.

Los papeles doblados fueron recogidos luego en una caja negra y cuadrada. A Justin le pidieron que los recogiera y le dijeron que pusiera la caja agrietada detrás de la enorme silla de madera del Padre. Una silla que parecía un trono, flanqueada por sus guardaespaldas, aquellos hombres de Cromagnon. Al acabar la tarde, el Padre sacó la caja negra repleta de secretos inconfesables y arrojó en ella una cerilla encendida para prenderles fuego a los papeles. Hubo suspiros de alivio, pero Justin se fijó en que la caja negra ya no tenía grieta alguna.

Más tarde, cuando le habló a Eric de aquel prodigio, su hermano se enfadó con él.

– Algunas cosas requieren fe y confianza. Si no puedes aceptar eso, éste no es sitio para ti -le dijo Eric en un tono de cabreo que nunca antes había usado con él.

Justin recordaba que en ese momento pensó que Eric no parecía estar intentando convencerlo sólo a él, sino también, quizá, a sí mismo.

Justin tomó un atajo hacia la cafetería, saltó por encima de varias pilas de leña y zigzagueó entre un laberinto de maderos apilados y restos de materiales de construcción. Pensó sin querer que seguramente un solo par de gemelos de oro de los que usaba el Padre bastaba para comprar una pequeña carretilla hidráulica que sacara de su miseria el viejo tractor John Deere, con su pala frontal y su arado mecánico oxidado detrás.

Sintió el hedor del vertedero y pensó que tal vez se hubiera equivocado al tomar el atajo. Con razón todo el mundo evitaba aquella zona. Mientras regresaba al camino principal, vio a varios hombres cavando tras los montones de basura. Quizá por fin fueran a enterrar toda aquella porquería. Pero, al detenerse, vio que lo que estaban enterrando eran varias cajas de caudales.

– Eh, Justin.

Se volvió y vio que Alice lo saludaba desde el otro lado de un montón de maderos mientras se abría paso entre aquel laberinto. Su pelo sedoso relucía al sol de la mañana, y su ropa parecía tiesa y fresca. Seguro que sus calcetines no estaban húmedos. De pronto Justin deseó haberse dado la ducha fría de dos minutos. Alice levantó la mirada hacia él y su rostro se contrajo de inmediato en aquella linda expresión preocupada.

– ¿Qué haces, Justin? Aquí no pude estar nadie.

– Sólo quería tomar un atajo.

– Vamos, salgamos de aquí antes de que nos vea alguien -lo tomó de la mano para alejarlo de allí, pero Justin no se movió.

– ¿Qué están haciendo ésos de ahí?

Ella frunció el ceño, pero se puso una mano sobre la frente y achicó los ojos, deslumbrada por el sol de la mañana, para mirar hacia donde le indicaba.

– Eso no es asunto tuyo.

– Entonces, ¿no lo sabes?

– Qué mas da, Justin. Por favor, si te pillan aquí…

– ¿Qué? ¿Nadie me hablará durante semanas? ¿No me darán mi ración semanal de arroz pastoso y alubias?

– Basta, Justin.

– Vamos, Alice. Dime qué están enterrando esos tíos, y seré bueno y no diré nada.

Ella le soltó y le apartó la mano de un golpe, y de pronto Justin se dio cuenta de lo estúpido que estaba siendo. Alice era la única persona que le importaba, y la estaba cabreando, como parecía cabrear a todo el mundo.

– Están enterrando el dinero que recogimos anoche en la concentración.

Al final de cada mitin, se pasaban por el público unos cestillos de mimbre para recoger lo que el Padre llamaba una «ofrenda de gratitud» a Dios. Aquellos cestillos acababan por lo general rebosando dinero.

– ¿Qué quieres decir con que lo están enterrando?

– Entierran todo el dinero que traemos.

– ¿Lo meten bajo tierra?

– No pasa nada. Ponen bolas de naftalina en las cajas para que los billetes no se pongan mohosos.

– Pero ¿por qué lo entierran?

– ¿Dónde van a ponerlo si no, Justin? De los bancos no puede uno fiarse. Están controlados por el gobierno. Los cajeros automáticos, las transferencias electrónicas… Todas esas cosas existen para que el gobierno pueda controlar el dinero de la gente y apoderarse de él cuando quiera.

– Vale, pero ¿por qué no invierten una parte, en la bolsa, por ejemplo?

– Ay, Justin, ¿qué voy a hacer contigo? -Alice sonrió y le dio una palmada en el brazo como si él acabara de gastarle una broma-. La bolsa también está controlada por el gobierno. ¿No recuerdas haber leído sobre la Gran Depresión en clase de historia? -le dijo con su serena voz de maestra-. Cuando el mercado de valores cae, es el gobierno el que provoca su caída, para robar el dinero que tanto esfuerzo le cuesta ganar a la gente y para obligarla a empezar desde cero.

Justin no lo había pensado. Sabía que su padre se ponía furioso cuando perdía dinero en bolsa. Alice sabía mucho más que él de esas cosas. La historia nunca había sido su fuerte. Se encogió de hombros y fingió que aquello le traía sin cuidado. Cuando Alice lo tomó de nuevo de la mano para llevárselo de allí, dejó que lo guiara y disfrutó del tacto suave de su piel. Quería preguntarle por la noche anterior, por los sucios manoseos del Padre. Pero al mismo tiempo no le apetecía hablar de ello. Sólo quería olvidarlo. Tal vez fuera lo mejor para ambos.

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