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– Debemos recordar que no hay lealtades, ni vínculos, excepto los que se refieren al triunfo de nuestra misión. Debemos liberarnos de los mezquinos deseos del mundo material.

El Padre parecía dirigirse a un grupo en particular, y especialmente a una mujer que estaba sentada en primera fila. Justin la reconoció. Era una de las que formaban la camarilla del reverendo durante las concentraciones, un grupo de unos doce miembros de la iglesia que llegaban en autobús a los mítines. Todos vivían y trabajaban fuera del complejo, y aún no se habían unido del todo a la comunidad. Alice le había explicado que aquellas personas tenían importantes lazos con el mundo exterior, o que no se habían ganado aún la confianza del Padre.

Al acabar la reunión, Justin vio que el reverendo se acercaba a aquella mujer, le daba ambas manos para ayudarla a levantarse y la abrazaba. Seguramente le estaba metiendo mano. Justin pensó que se parecía a las amigas del club de campo de su madre, con aquel traje azul y aquella chillona bufanda roja.

Capítulo 29

A aquella hora de la noche, Kathleen O'Dell aún echaba de menos una copita de bourbon, un martini removido -no agitado- o incluso un trago de brandy. Miró la bandeja con la tetera de porcelana de reborde dorado y vio que el reverendo Everett servía sendas tazas de té caliente para Emily, Stephen y ella. Entre tanto, pensó sin poder remediarlo que odiaba el té. Daba lo mismo que fuera herbal, especiado, o que se lo sirvieran con limón, miel o leche. Sólo su aroma le daba ganas de vomitar.

El té le recordaba el infierno de sus primeras semanas de abstinencia. El Padre se pasaba por su apartamento varias veces por semana y dedicaba generosamente su precioso tiempo a prepararle un té especial, hecho de hojas importadas de no sé qué sitio exótico de Sudamérica. Decía que tenía poderes mágicos. A Kathleen le parecía que le hacía alucinar y le provocaba dolorosos fogonazos de luz brillante tras los ojos. Después, le revolvía violentamente el estómago. Pero el Padre siempre estaba allí, a su lado, y le decía con mucha paciencia que Dios tenía planes distintos para ella; o, más concretamente, se lo decía a su nuca mientras ella vomitaba en la taza del váter.

Kathleen sonrió cuando el Padre le dio una taza como si le apeteciera muchísimo el té. Le debía muchas cosas a aquel hombre, y él pedía tan poco a cambio… Aparentar que le gustaba su té era un sacrificio muy pequeño.

Estaban todos sentados delante de la chimenea, en los suaves sillones de cuero que al Padre le había regalado un rico benefactor. Todos bebían su infusión, y Kathleen se llevó la taza a los labios y se obligó a imitarles. La conversación languidecía. Todavía estaban un poco aturdidos por la vigorosa actuación del reverendo, pero nadie dudada de la necesidad de que Martin recibiera un escarmiento. ¿Cómo se atrevía a quedarse dormido?

Notó que el padre los observaba a los tres, sus embajadores en el mundo exterior, como él los llamaba. Cada uno de ellos desempeñaba un papel importante; una tarea, asignada por el reverendo, que sólo él o ella podía llevar a cabo. A cambio, el Padre les permitía participar en aquellas reuniones privadas y les concedía el disfrute, sumamente raro, de su tiempo y su confianza. Tenía tantas obligaciones… Había tanta gente que lo necesitaba para sanar sus heridas y salvar su alma… Entre los mítines de fin de semana y los sermones diarios, el pobre hombre apenas tenía tiempo para sí mismo. Soportaba tanta presión… Se esperaba tanto de él…

– Estáis todos muy callados esta noche -el reverendo, sentado en la enorme butaca colocada junto al fuego, les sonrió-. ¿Os ha impresionado la lección de esta noche?

Se miraron rápidamente entre ellos. Kathleen volvió a beber de su té; de pronto prefería el té a hablar y meter la pata. Miró por encima del borde de la taza. Poco antes, durante el sermón, Emily había estado a punto de desmayarse. Kathleen la había sentido apoyarse en ella mientras la boa constrictor estrangulaba a Martin, cuya cara iba convirtiéndose en un globo de color púrpura. Pero sabía que Emily jamás admitiría tal cosa.

Y Stephen, con su… Se detuvo, intentando cumplir la promesa de no pensar en Stephen de aquel modo. A fin de cuentas, era bastante listo y tenía otras cualidades que nada tenían que ver con su… Bueno, con sus preferencias sexuales. Pero Kathleen sabía que seguramente estaba tan conmocionado y estupefacto que se había quedado sin habla. Quizá por eso el Padre la miraba fijamente, como si le hubiera dirigido la pregunta sólo a ella. Sus ojos, sin embargo, tenían una expresión amistosa que la hacía sentirse de nuevo como si al Padre sólo le importara lo que ella pensaba.

– Sí, me ha impresionado -dijo, y vio que Emily abría mucho los ojos, como si fuera a desmayarse otra vez-. Pero comprendo la importancia del escarmiento. Ha sido una decisión muy sabia elegir una serpiente -añadió.

– ¿Por qué dices eso, Kathleen? -el Padre se inclinó hacia delante, animándola a continuar, como si estuviera ansioso por saber por qué era tan sabio. Como si no lo supiera ya.

– Bueno, a fin de cuentas una serpiente contribuyó a la traición de Eva y a la destrucción del paraíso, y Martin ha demostrado al quedarse dormido que podría traicionarnos a todos y destruir nuestras esperanzas de construir nuestro paraíso.

El Padre asintió, complacido, y la recompensó dándole una palmadita en la rodilla. Esa noche, su mano se demoró más de lo habitual, y sus dedos se desplegaron sobre su muslo, acariciadores. Kathleen sintió una oleada de calor. De pronto le pareció que la energía del reverendo atravesaba sus medias y su piel y corría por sus venas con un estremecimiento.

Él apartó por fin la mano y fijó su atención en Stephen.

– Y, hablando de nuestro paraíso, ¿qué has averiguado acerca de nuestro posible traslado a Sudamérica?

– Como pensaba, habrá que hacerlo en varias oleadas. En viajes de unos veinte o treinta cada vez.

– ¿Sudamérica? -Kathleen no entendía nada-. Pensaba que íbamos a ir a Colorado.

Stephen no la miró a los ojos. Desvió la mirada, avergonzado, como si le hubieran sorprendido desvelando un secreto. Ella miró al reverendo en busca de una respuesta.

– Claro que vamos a ir a Colorado, Kathleen. Esto es solamente un plan de emergencia. Nadie más lo sabe, y no debe salir de esta habitación -añadió. Ella examinó su rostro para ver si estaba enfadado, pero el reverendo sonrió y dijo-. Vosotros tres sois los únicos en quienes puedo confiar.

– Entonces, ¿vamos a ir a Colorado? -Kathleen se había enamorado de las diapositivas que les habían enseñado, en las que se veían manantiales termales, hermosos arces y flores silvestres. ¿Qué sabía ella de Sudamérica? Parecía un lugar muy distante, remoto y primitivo.

– Sí, por supuesto -contestó él-. Esto es por si acaso tuviéramos que salir del país.

Ella no parecía convencida. El reverendo la tomó de las manos delicadamente, como si fueran frágiles pétalos de rosa.

– Debes confiar en mí, mi querida Kathleen. Jamás permitiría que os sucediera nada malo. Pero hay personas, seres malvados, en los medios de comunicación y en el gobierno, que desean destruirnos.

– Personas como Ben Garrison -dijo Stephen con un extraño bufido que sorprendió a Kathleen y arrancó al Padre una sonrisa.

– Sí, personas como Ben Garrison. Sólo pudo pasar un par de días en el complejo ante de que descubriéramos sus verdaderas intenciones, pero aún ignoramos qué vio y qué sabe. Qué mentiras podría contarle al resto del mundo -sujetaba aún distraídamente las manos de Kathleen y empezó a acariciarle las palmas mientras seguía dirigiéndose a Stephen-. ¿Qué sabemos de la cabaña? ¿Cómo se enteraron los federales de su existencia?

– Todavía no estoy seguro. Quizás a través de un antiguo miembro.

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