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Gracias a su hija, la casa no tenía ni el olor ni la pinta propias de la casa de un soltero, pero, mientras se abría paso entre el desbarajuste del cuarto de estar y de la cocina, Tully se preguntaba si había alguna diferencia entre el desorden propio de un soltero y el de una adolescente. Tal vez lo que le gustaba era tener objetos femeninos a su alrededor, aunque la lámpara rosa de la estantería, los patines que asomaban por debajo del sofá y los sonrientes imanes de la nevera no fueran muy de su estilo.

– Hola, papá -Emma apareció en cuanto atravesó la puerta.

Tully no se engañaba. Era el poder de la pizza lo que la atraía, no su encantadora presencia.

– Hola, tesoro -le besó la mejilla, gesto que ella toleraba únicamente cuando estaban a solas.

Llevaba los auriculares colgados del cuello, como habían acordado después de muchas broncas y constantes reproches. Pero valía la pena, a pesar de que incluso así Tully oía el estruendo de la música. Él, de todas formas, no podía quejarse, porque todavía le gustaba oír de vez en cuando rock a todo volumen, sólo que tocado por los Rolling Stone o los Doors.

Emma sacó los platos de papel y los vasos de plástico que -como habían acordado hacía mucho tiempo- utilizaban cuando traían la cena de fuera. ¿Qué sentido tenía que otro te hiciera la comida si luego había que lavar los platos? Mientras repartía las porciones de pizza y veía cómo servía Emma las Pepsis, se preguntó cuál sería el mejor momento para sacar a relucir el asunto de la chica asesinada.

– ¿En la cocina o en el cuarto de estar? -preguntó ella al tiempo que recogía su vaso y su plato.

– En el cuarto de estar, pero sin tele.

– Vale.

Tully la siguió al cuarto de estar y, al ver que se sentaba en el suelo, hizo lo mismo, a pesar de que todavía le dolía un poco el muslo. Ello le hizo recordar que la agente O'Dell nunca se quejaba de su cicatriz, recuerdo del legendario asesino en serie Albert Stucky del que su compañera jamás hablaba. Aunque Tully nunca la había visto, sabía por los rumores que corrían que la cicatriz le cruzaba el abdomen de lado a lado, como si Stucky hubiera intentado destriparla. Ahora, O'Dell y él tenían algo en común. Tully tenía su propia cicatriz, recordatorio indeleble del tiro que le pegó Albert Stucky la primavera anterior cuando O'Dell y él intentaban capturarlo.

La bala había causado algunos destrozos, pero Tully seguía empeñándose en salir a correr todos los días. Para él, aquello era casi un ritual, aunque últimamente tenía que admitir que, más que correr, caminaba deprisa. Aquel balazo había fastidiado muchas cosas, incluida su capacidad para sentarse con las piernas cruzadas sobre el suelo sin sentir pinchazos en los músculos. Pero había ciertas cosas por las que valía la pena pasar un poco de dolor, y comerse una pizza en el suelo con su hija era una de ellas.

– Ha llamado mamá -dijo Emma como si aquello ocurriera todos los días-. Dice que habló contigo de Acción de Gracias y que todo te pareció muy bien.

Tully apretó la mandíbula. Nada le parecía bien, pero eso Emma no tenía por qué saberlo. Vio que ella se apartaba un largo mechón de pelo rubio de la cara para que no se le pegara a los hilillos de queso que colgaban de la porción de pizza.

– ¿Te apetece pasar Acción de Gracias en Cleveland?

– Supongo que sí.

Aquella parecía la típica respuesta de Emma -un atisbo de indiferencia mezclado con un encogimiento de hombros que parecía decir «de todos modos, no lo entenderías»-. Tully deseó que alguien le hubiera advertido mucho tiempo atrás que hacía falta licenciarse en psicología para ejercer de padre de una adolescente. Tal vez por eso le gustaba su trabajo. Analizar la mente de un asesino en serie era pan comido comparado con analizar la de una adolescente.

– Si no quieres, no tienes por qué ir -Tully bebió un largo trago de Pepsi, intentando mimetizar el arte de la indiferencia que su hija parecía haber llevado a la perfección.

– Lo tiene todo preparado.

– No importa.

– Sólo espero que no lo invite a él.

Tully ignoraba quién era el nuevo él de su ex mujer. Quizá no quisiera saberlo. Había habido varios desde su divorcio.

– Emma, debes comprender que, si tu madre tiene una nueva pareja, seguramente querrá que cene con vosotros en Acción de Gracias.

¡Vaya! No podía creer que estuviera defendiendo el derecho de Caroline a joderle la vida a otro. La sola idea lo ponía furioso. Y, lo que era peor aún, le hacía perder el apetito. Dos años antes, su mujer había decidido de buenas a primeras que ya no estaba enamorada de él, que la pasión había desaparecido de su matrimonio y que necesitaba pasar página. Nada mejor para destruir el amor propio de un hombre que el que su mujer le diga que necesita pasar página y alejarse de su desapasionada e indiferente persona.

– ¿Y tú?

Tully había olvidado por un instante de qué estaban hablando.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué vas a hacer en Acción de Gracias?

Tully se sorprendió mirándola fijamente; luego tomó otro pedazo de pizza y sintió que su indiferencia hacía aguas. No pudo evitar sonreír. A su hija le preocupaba que fuera a pasar solo Acción de Gracias. ¿Podía haber algo más agradable?

– Bueno, pienso pasármelo pipa sentado en el sofá, en calzoncillos, viendo el fútbol.

Emma frunció el ceño.

– Pero si odias el fútbol.

– Bueno, entonces puede que vaya al cine.

Ella se echó a reír y tuvo que apartar la Pepsi para no derramarla.

– ¿De qué te ríes?

– ¿Tú, ir al cine solo? Vamos, papá. Sé realista.

– La verdad es que seguramente tendré que trabajar. Estamos liados con un caso muy importante. De hecho, quería hablarte de él.

Se sacó la fotocopia del bolsillo de atrás, la desdobló y se la dio a Emma.

– ¿Conoces a esta chica? Se llama Virginia Brier.

Emma miró atentamente la foto y luego dejó la hoja a un lado y empezó a comerse otra porción de pizza.

– ¿Está metida en algún lío?

– No -Tully sintió una oleada de alivio. Parecía que Emma no había reconocido a la chica. Naturalmente, era un disparate. El sábado por la noche tenía que haber cientos de personas en los alrededores de los monumentos.

Pero, antes de que pudiera relajarse, Emma dijo:

– No le gusta que la llamen Virginia.

– ¿Qué?

– Le gusta que la llamen Ginny.

¡Dios santo! Las ganas de vomitar se apoderaron de nuevo de él.

– Entonces, ¿la conoces?

– Bueno, Alesha y yo la conocimos el sábado, cuando fuimos de excursión. Ella también estaba allí. Pero nos cabreamos con ella porque no paraba de ligar con un chico que a Alesha le gustaba mucho. Era muy guapo y parecía estar pasándoselo muy bien con nosotras hasta que ese tío, el reverendo, se puso baboso con Ginny.

– Espera un momento. ¿Quién era ese chico?

– Se llamaba Brandon. Estaba con Alice y Justin, y con el reverendo ése.

Tully se levantó y se acercó adonde había dejado su parka. Empezó a sacar todo lo que tenía en los bolsillos y por fin encontró el panfleto que había recogido del suelo en monumento a Roosevelt. Se lo dio a Emma.

– ¿Es éste el reverendo? -señaló la fotografía a color que había al dorso.

– Sí, es ése. El reverendo Everett -leyó del panfleto-. Pero todo el mundo lo llamaba Padre. Me pareció muy raro porque no era el padre de nadie.

– No es tan raro, Emma. Los católicos llaman padre a los sacerdotes. Es como un título. Como pastor, reverendo, o señor.

– Sí, pero ellos no lo usaban como si fuera un título. Hablaban como si de verdad fuera su padre, porque es su líder y sabe qué es lo mejor para ellos y todo ese rollo.

– Ese tal Brandon, ¿lo viste irse con Ginny?

– ¿Quieres decir como si quisieran estar solos?

– Sí.

– Papá, había mogollón de gente. Además, Alesha y yo nos fuimos antes de que se acabara el sermón. Era un coñazo, todos cantando y dando palmas…

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