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– ¿Ves esos hematomas y esas marcas semicirculares en vertical? Los hematomas los causó la presión de los pulgares. Las marcas verticales son de las uñas del asesino. Las horizontales, de las de la chica. Los hematomas y las otras marcas están en la posición idónea para romper el hioides, el hueso curvo de la base de la lengua -señaló una de las fotografías-. Hay también fractura del cartílago de la tráquea y la laringe. Todo ello indica que la estrangulación fue manual, y que el asesino aplicó mucha fuerza.

Racine se levantó y miró las fotografías por encima del hombro de Tully.

– Está claro que usó algún tipo de cuerda. ¿Por qué coño decidió de pronto utilizar las manos?

Maggie notó que Racine se había inclinado tanto que sus pechos rozaban la espalda de Tully. Apartó la mirada y descubrió a Gwen observándola. La mirada de su amiga la convenció de que sabía exactamente qué estaba pensando, y su súbito ceño le advirtió que tuviera cuidado y se guardara su sarcasmo.

– Puede que usara las manos cuando se cansó de dejarla inconsciente y despertarla una y otra vez. Tal vez sintiera que tenía más control con las manos para acabar el trabajo -dijo Maggie, y se apartó de ellos para mirar por la ventana.

Recordaba el cuello de la chica sin necesidad de mirar las fotografías, y podía evocar con toda facilidad la imagen de su piel morada y negra. El cielo, henchido de nubes oscuras, también se había vuelto morado y negro. Una ligera llovizna comenzó a repicar en el cristal.

– Tal vez la cuerda no le pareciera suficientemente personal -añadió sin mirarles.

– Puede que la chica se quedara con un trozo de él bajo las uñas -dijo Ganza, captando de inmediato la atención de Maggie-. La mayor parte de la piel era de ella, pero logró arañarle una o dos veces. Suficiente para sacar muestras de ADN. Estamos comprobando si encaja con el del semen.

– ¿Qué me decís de la cápsula de cianuro? -preguntó Racine-. Y de ese color rosado. Stan dijo que tal vez se debiera al veneno.

Maggie se dio la vuelta y miró a Tully. Los dos miraron a Cunningham. Sí, ¿qué había de la cápsula de cianuro? Hasta ese momento habían evitado hablar de la posible relación entre la hija del senador y los cinco chicos que se suicidaron en la cabaña de Massachusetts. Aquello no podía ser una coincidencia. Maggie ni siquiera creía en las coincidencias. Alguien se había tomado muchas molestias para asegurarse de que hallaran el vínculo entre ambos sucesos. Alguien que quizá quería alardear de sus hazañas o, mejor dicho, de su venganza.

– El veneno deja un tono rosado en la piel, en efecto. El organismo de la víctima había absorbido parte del cianuro, pero muy poco -respondió Keith, aunque nadie, salvo Racine, parecía interesado en su respuesta.

– Entonces -dijo Racine, que se frotaba las sienes como si se esforzara por comprender-, ¿por qué estrangularla si le había puesto cianuro en la boca y se la había cerrado con cinta aislante? ¿Soy yo la única a la que le parece ilógico?

– La cápsula era simple exhibicionismo -respondió fríamente Cunningham sin mirar a la detective. Se sacudió las manos manchadas de tiza para hacer una pausa y tomó su sándwich de jamón con pan de centeno. Dio un mordisco sin mirar el sándwich y se concentró en los diagramas y los informes policiales esparcidos sobre la mesa.

Racine, que había vuelto a sentarse, se removió, impaciente.

– Supongo que habrá oído hablar del tiroteo que hubo la semana pasada en Massachusetts -Cunningham, que seguía sin mirarla, continuó pasando las páginas de los informes-. Cinco jóvenes ingirieron esas mismas cápsulas de cianuro y a continuación abrieron fuego contra agentes de la ATF y el FBI. Por alguna razón, alguien quiere que sepamos que existe una relación entre ese suceso y la muerte de la hija del senador Brier.

Racine paseó la mirada en torno a la mesa. Acababa de darse cuenta de que todos lo sabían, menos ella.

– Joder, ¿estabais todos al corriente?

– La información acerca del cianuro está clasificada y de momento hemos conseguido que no llegue a oídos de la prensa -el tono de Cunningham hizo recular a Racine-. Las cosas deben continuar así, detective Racine. ¿Entendido?

– Claro. Pero, si voy a formar parte de este grupo de operaciones, espero que no se me oculte información.

– Me parece justo.

– Entonces, ¿se trata de una especie de venganza? -preguntó Racine al instante. Maggie no pudo evitar sentirse impresionada, y se volvió hacia la ventana al ver que la detective la miraba-. ¿O es demasiado obvio? -añadió-. ¿La vida de la hija de un senador a cambio de la de esos cinco chicos?

– No podemos descartar la venganza, desde luego -respondió Cunningham entre bocado y bocado.

– Tal vez ahora pueda decirme cómo es que lo sabía antes de que descubriéramos que era la hija de un senador.

– ¿Cómo dice?

Maggie miró a Cunningham. Racine se había atrevido a formular la pregunta que todos ellos tenían en mente. Había que reconocer que tenía más agallas que cerebro.

– ¿Por qué se avisó a la Unidad de Ciencias del Comportamiento? -preguntó la detective, a la que al parecer no impresionaban ni la autoridad de Cunningham, ni su mala cara. Maggie pensó que, si aspiraba a entrar en el FBI, se estaba cerrando una puerta importante.

– Un homicidio cometido en territorio federal entra dentro de la jurisdicción federal -contestó Cunningham en su mejor tono frío y autoritario-. Así pues, el FBI está a cargo de la investigación.

Racine no se inmutó.

– Sí, eso ya lo sé. Pero ¿por qué la UCC?

Maggie miró a Cunningham para ver si éste vacilaba. Para entonces, todos tenían la mirada fija en el director adjunto.

Cunningham se subió el puente de las gafas y paseó la mirada en torno.

– Hubo una llamada anónima ayer por la mañana -confesó al fin y, metiéndose las manos en los bolsillos, se apoyó contra el atril que había junto a la pizarra-. Fue localizada. Procedía de un teléfono público, en el monumento. La persona que llamó dijo simplemente que encontraríamos algo interesante en el monumento a Roosevelt. La llamada entró por mi línea directa.

Nadie dijo nada.

– Ignoro por qué la persona que llamó decidió decírmelo a mí -añadió Cunningham al ver que nadie, ni siquiera Racine, se atrevía a preguntar-. Puede que supiera que estuve en esa cabaña de Massachusetts el día del tiroteo. Puede que supiera que nos pidieron un perfil criminal sobre ese caso -miró a Maggie-. El nombre de O'Dell aparecía mencionado en el Times. Cualquiera podría haber deducido que estábamos en el caso.

Maggie sintió un repentino sonrojo, y lamentó haber cometido una indiscreción. La mañana anterior, un periodista la había pillado desprevenida cuando bajaba la escalinata del edificio J. Edgar Hoover. Le había preguntado por el agente Delaney. Ella no había podido ocultar su ira y le había dicho que atraparían al culpable. Se había limitado a decir eso, pero su nombre había aparecido en la edición vespertina del Washington Times. El periodista la identificaba como especialista en perfiles criminales e insinuaba que la UCC estaba involucrada en la investigación.

– No importa -Cunningham intentó aliviar su azoramiento con un ademán-. Lo que importa es encontrar a ese cabrón. Agente Tully, ¿qué tal le fue a Emma con la agente LaPlatz?

– Creo que bien.

Maggie notó que Tully parecía ser de nuevo el de siempre. Su compañero sacó de una carpeta una copia del retrato robot y la añadió al montón de papeles que había en medio de la mesa.

– Emma está segura de que vio a ese tal Brandon con Ginny Brier esa noche, aunque no sabemos si está implicado. La agente LaPlatz va a enviar por fax el retrato robot a todas las comisarías en un radio de doscientos kilómetros con el aviso de que lo buscamos para interrogarlo.

– Para interrogarlo y quizá para que nos proporcione voluntariamente una muestra de ADN. Tenemos que dar con él. Detective Racine -dijo Cunningham al tiempo que recogía el boceto de LaPlatz-, tal vez pueda ordenar a un par de agentes que se lleven una copia de esto y pregunten por los alrededores del monumento si alguien vio a ese tal Brandon por allí el domingo por la mañana. Puede que fuera él quien llamó -Racine asintió con la cabeza-.Y tenemos que averiguar a qué grupo pertenecían los chicos de esa cabaña. De momento, no hemos sacado nada en claro -miró a Gwen-. Hay un superviviente, pero se niega a hablar. Puede que disponga de información valiosa. ¿Quiere intentarlo, doctora Patterson?

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