– Mi más sentido pésame, senador -dijo Gwen, y al instante vio que Brier se sobresaltaba, incomodado por la oleada de emoción que su sencillo pésame pareció despertar en él.
– Gracias -dijo en voz baja el senador con un tono al que de pronto parecían faltarle el aplomo y la energía que había proyectado su saludo.
De no ser por sus oscuras ojeras, el senador Brier tenía un aspecto impecable; vestía un costoso traje azul marino, una camisa blanca almidonada y una corbata de seda morada con un alfiler de oro adornado con una serie de iniciales. Gwen se fijó en las iniciales -LQHJ- y, confiando en distraer al senador, dijo:
– Lleva un alfiler precioso. Si no le importa que se lo pregunte, ¿qué significan esas iniciales?
Él bajó la mirada como si no se acordara.
– Ah, no, no me importa en absoluto. Fue un regalo de mi ayudante. Dijo que me ayudaría a tomar decisiones importantes. Yo no soy muy devoto, pero él sí, y, en fin, es un regalo.
– ¿Y las iniciales? -insistió Gwen, a pesar de que Cunningham, presa de la impaciencia, había fruncido el ceño.
– Creo que significan Lo Que Haría Jesús.
– Vamos a empezar -dijo Cunningham por fin, y les indicó con una seña que dejaran de perder el tiempo conversando y ocuparan sus puestos.
Gwen tomó asiento junto al senador y se fijó en que Maggie evitaba el sitio vacío que había junto a Racine y rodeaba la mesa para sentarse junto a Keith Ganza. Al hacerlo, sin embargo, quedó sentada frente a la detective. Racine le sonrió e inclinó la cabeza. Maggie desvió la mirada. Gwen había olvidado por qué le tenía tanta antipatía Maggie a aquella mujer. Estaba segura de que tenía algo que ver con un caso anterior en el que habían trabajado juntas, pero debía de haber algo más. ¿Qué era? Estudió a Racine, intentando acordarse. La detective era algo más joven que Maggie. Tenía veintitantos años, bastante joven para ser detective.
– Senador, sé que hablo por todos los presentes si digo que lamentamos muchísimo su pérdida -dijo Cunningham, interrumpiendo las cavilaciones de Gwen, que volvió a fijar su atención en el grupo que tenía ante ella.
– Se lo agradezco, Kyle. Sé que el hecho de que yo esté aquí se sale de la norma. No es mi intención interferir en la investigación, pero quiero estar informado -se tiró de los puños de la camisa y apoyó los brazos sobre la mesa: el gesto nervioso de un hombre que intentaba dominarse-. Necesito estar informado.
Cunningham asintió con la cabeza y empezó a abrir carpetas y a distribuir hojas impresas.
– Esto es lo que sabemos por ahora.
Antes de mirar los papeles, Gwen comprendió que aquella era una versión aguada del expediente del caso. Tendría que esperar para conocer los detalles, lo cual la hizo removerse en la silla. La sacaba de quicio no estar preparada, y se preguntaba por qué Cunningham no había programado la reunión con el senador para más tarde, cuando el grupo especial hubiera tenido tiempo de debatir el caso. ¿O acaso no había podido evitarlo? Gwen tenía la impresión de que había algo en aquel caso que no se ajustaba a las normas y procedimientos establecidos. Miró a Cunningham y se descubrió preguntándose si estaba de verdad al mando de la investigación.
Pasó las páginas y de un solo vistazo seleccionó los términos ambiguos, los datos confirmados que indicaban la hora aproximada y la causa de la muerte y que ofrecían información sin proveer detalles. Era posible que el senador Brier hubiera obtenido un permiso especial del director Mueller en persona, pero Gwen sabía que se le ahorrarían los hechos escabrosos. Sí, Cunningham haría lo posible por diluir los pormenores macabros. Y Gwen no podía reprochárselo. Ningún padre, aunque fuera senador, debía conocer los últimos momentos, brutales y aterradores, de la vida de su hija asesinada.
– Hay una cosa que necesito preguntarles desde ya -el senador dejó de revolver los papeles, pero no levantó la mirada-. ¿Fue violada?
Gwen notó al instante que los hombres que la rodeaban miraban para otro lado. Aquello era algo que la fascinaba en los hombres allegados a una víctima de asesinato, ya fueran padres, maridos o hijos. La víctima podía haber sido apaleada y apuñalada hasta quedar irreconocible, torturada, mutilada y brutalmente asesinada, pero ninguna de esas cosas les parecía tan espantosa como la sola idea de que hubiera sido forzada sexualmente, de que su cuerpo hubiera sido violentado de un modo que les resultaba incomprensible.
Al ver que nadie respondía, Maggie dijo:
– Las pruebas no son concluyentes.
El senador Brier la miró y sacudió la cabeza.
– No es necesario que me lo oculten. Necesito saberlo.
Y un cuerno. Gwen se detuvo al ver que Maggie la miraba. Maggie miró a Cunningham como si le pidiera permiso para hablar. Él, que permanecía sentado, con los ojos fijos al frente y las manos cruzadas sobre la mesa, no dio señal alguna de que deseara que se detuviera. Maggie prosiguió.
– Encontramos semen en la vagina, pero no había desgarramientos ni lesiones. ¿Es posible que Ginny estuviera con alguien esa tarde?
Gwen vio que Cunningham le lanzaba a Maggie una mirada de advertencia. Estaba claro que no esperaba que le hiciera esa pregunta al senador. Pero Maggie ya no le prestaba atención. Estaba concentrada en Brier, cuya respuesta esperaba. A Gwen le dieron ganas de sonreír. Bien hecho, Maggie. El senador estaba azorado. Parecía sentirse más cómodo hablando de la posible violación de su hija que de su vida sexual normal.
– No lo sé. Puede que alguna de sus amigas lo sepa.
– Nos sería de gran ayuda averiguarlo -continuó Maggie, a pesar de que Cunningham se removía, inquieto, al fondo de la mesa.
– No creerán que pudo hacerlo algún chico con el que estuviera saliendo, ¿verdad? -el senador Brier se inclinó hacia delante y cerró el puño, estrujando un trozo de papel-. Eso es absurdo.
– No, no es eso lo que creemos. En absoluto, señor -dijo Cunningham al instante-. La agente O'Dell no se refería a eso -miró a Maggie, y Gwen reconoció aquel ceño que apenas transformaba su siempre austero semblante-. ¿Verdad, agente O'Dell?
– No, claro que no -Maggie parecía tranquila y dueña de sí misma, y Gwen se sintió aliviada-. Lo que quería decir es que necesitamos saber si Virginia tuvo relaciones sexuales consentidas esa noche. Si no, el semen podría ser una prueba importante para identificar a su asesino.
El senador asintió por fin y se echó hacia atrás unos centímetros. Gwen supuso que aquel era también su estilo en el Senado, siempre alerta, jamás relajado.
Cunningham se subió las gafas y apoyó los codos sobre la mesa.
– En esa misma línea, senador Brier -dijo-, debo preguntarle si sabe usted de alguien que pudiera querer hacerle daño a usted o a su hija.
El senador dio un respingo. Parecía estupefacto. Se frotó la frente como si intentara disipar un dolor de cabeza.
– Entonces -dijo por fin con voz temblorosa-, ¿insinúan que no ha sido un asesinato al azar? ¿Que pudo ser alguien a quien Ginny conocía?
El incómodo rebullir de los cuerpos hizo crujir las sillas. Los papeles susurraron, estrujados por dedos nerviosos. Gwen, que no sabía apenas nada del caso, se dio cuenta de que, fuera o no el asesino un novio enloquecido, ninguna de las personas que rodeaban la mesa creía que Virginia Brier hubiera estado simplemente a destiempo en el lugar equivocado. Nadie, naturalmente, salvo el senador Brier, quien, o bien creía que el de su hija había sido un asesinato al azar, o bien ansiaba convencerse de que así era. Gwen vio que se retorcía las manos mientras esperaba que Cunningham le dijera lo obvio.
– No tenemos ninguna certeza, senador. Debemos tener en cuenta todas las posibilidades. Necesitaremos una lista de todos los amigos de su hija, de cualquiera con quien se la viera hablando el sábado o incluso el viernes.
Se oyó un suave golpe en la puerta y un instante después entró un joven negro, alto y guapo, que se disculpó y se acercó al senador sin esperar invitación. Se inclinó y le susurró algo al oído a su jefe, gesto que parecía familiar a ambos, a pesar de que los demás esperaban en silencio alrededor de la mesa.