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– Como persona ajena al caso, tal vez pueda señalar cosas que nosotros hemos pasado por alto -había replicado Cunningham-.Ya lo ha hecho otras veces. Espero que esta vez también pueda aportar su toque mágico.

Qué adulador. Gwen sonrió mientras se prendía la tarjeta. Cunningham podía ser un encanto cuando quería Entonces leyó las palabras impresas en la tarjeta, bajo su nombre, y frunció el ceño. Miembro del Grupo Especial de Operaciones.

Grupo Especial de Operaciones. Gwen odiaba aquella expresión, que cantaba a burocracia y le hacía pensar en una cinta roja. Los medios de comunicación, que habían deglutido ya todos los datos conocidos sobre aquel caso, acosaban sin descanso al pobre senador Brier desde su apartamento hasta el Capitolio. Esa mañana, cuando Gwen se pasó por su despacho para ver si tenía mensajes, su ayudante, Amelia, le informó de que habían llamado del Washington Times y del Washington Post para saber si iba a participar en la investigación ¿Cómo era posible que se enteraran tan pronto de esas cosas? Hacía menos de doce horas que Cunningham la había llamado.

Seguramente por eso -entre otros motivos- iban a reunirse en Quantico y no en el Distrito. El asesinato de la hija del senador -que, para colmo, había ocurrido en territorio de jurisdicción federal- exigía una investigación federal. A Gwen le extrañaba, sin embargo, que Cunningham hubiera recibido el encargo de dirigir el grupo especial de operaciones. De pronto deseaba haber hablado con Maggie la noche anterior. Tal vez su amiga hubiera podido contestar a las preguntas que Cunningham dejaría sin respuesta.

– Gwen, estás aquí.

Se apoyó en el mostrador y vio que Maggie se acercaba por el pasillo. Su amiga tenía buen aspecto; iba vestida con unos pantalones de color burdeos, una chaqueta a juego y un jersey blanco de cuello alto. Gwen reparó de repente en que había recuperado por fin los kilos que había perdido el invierno anterior. Parecía de nuevo la joven esbelta, pero atlética y saludable, que había sido siempre, y no la niña perdida y demacrada en que la había convertido Albert Stucky.

– Hola, pequeña -dijo Gwen, y logró enlazarla con un brazo mientras sujetaba con el otro el maletín y el paraguas.

Sabía que Maggie sólo toleraba aquel gesto a regañadientes, pero esa mañana notó que le devolvía el abrazo. Cuando Maggie se apartó, mantuvo una mano sobre su hombro para que no se le escapara. Acercó la mano a su cara y le alzó suavemente la barbilla para mirarla. Maggie aguantó y hasta logró esbozar una sonrisa mientras su amiga examinaba sus ojos enrojecidos y sus ojeras hinchadas, que el maquillaje sólo lograba ocultar a quienes no conocían a aquella mujer solitaria y profundamente reservada.

– ¿Estás bien? Parece que no has dormido mucho.

Maggie se apartó despreocupadamente de su mano.

– Estoy bien.

Sus ojos se desviaron. Se movían hacia cualquier lado, con tal de evitar su escrutinio.

– Anoche no me devolviste la llamada -dijo Gwen sin darle importancia, procurando que su voz no sonara preocupada.

– Volví tarde de correr con Harvey.

– ¡Cielo santo, Maggie! Ojalá no salieras a correr tan tarde.

– No voy sola -Maggie echó a andar por el pasillo-. Vamos, Cunningham está esperando.

– Ya me lo imaginaba. Noto cómo me observa con el ceño fruncido a través de las paredes.

Mientras andaban, Gwen se sorprendió atusándose el pelo, que parecía hallarse en su sitio, y alisándose la falda, que comenzaba el día sin una sola arruga, pero que después de una hora de viaje en coche… Notó que Maggie la estaba observando.

– Estás tan guapa como siempre -le dijo.

– Oye, que no todos los días se conoce a un senador de los Estados Unidos.

– Ah, ya -dijo Maggie con sorna.

Gwen sonrió. Naturalmente, Maggie no podía dejar pasar así como así aquella respuesta. Los clientes de Gwen, pasados y presentes, incluían a tantos embajadores, miembros del Congreso y altos funcionarios de la Casa Blanca que Gwen podía formar su propio cónclave político. En fin, Maggie no dormía mucho. Seguramente todavía estaba disgustada por la muerte de su colega. Una cosa así podía inducir en cualquiera cierto estado de depresión. Pero era buena señal que se sintiera con ánimos para bromear. Tal vez su preocupación carecía de sentido.

Dos reclutas de la Academia ataviados con polos azules les abrieron las puertas. Gwen sonrió y les dio las gracias. Maggie se limitó a inclinar la cabeza. Echaron a andar por un pasillo. Gwen sabía que tenían un largo camino por delante. ¿Qué daño podía hacer intentar averiguar de nuevo si Maggie se encontraba bien?

– ¿Qué tal fue el desayuno con tu madre?

– Bien.

Una respuesta demasiado concisa, demasiado fácil. Ya estaba. Lo sabía.

– ¿Bien? ¿De verdad?

– La verdad es que no desayunamos.

Un grupo de policías con polos verdes y pantalones chinos se hicieron a un lado para dejarles pasar. Acostumbrada a vivir inmersa en el ajetreo de Washington, Gwen tenía siempre la impresión de que en Quantico recibía un trato exquisitamente cortés. Maggie la esperó junto a la siguiente puerta y tras cruzarla echaron a andar por otro pasillo.

– Déjame adivinar -continuó Gwen como si no les hubieran interrumpido-. No apareció.

– Sí, sí que apareció. Ya lo creo que apareció. Pero tuve que irme pronto. Por culpa de este caso, de hecho.

Gwen sintió que aquel exasperante instinto maternal, que sólo asomaba su fea cabeza cuando experimentaba el impulso de proteger a su amiga, comenzaba a agitarse de nuevo. No se atrevía a formular la pregunta que le rondaba por la cabeza por miedo a que la respuesta fuera la que esperaba. Pero la hizo de todos modos.

– ¿Qué quieres decir con «ya lo creo que apareció»? ¿Estaba borracha o qué?

– ¿Te importa que hablemos de eso luego? -dijo Maggie, y saludó a un par de hombres trajeados que tenían pinta de oficiales.

Gwen se dio cuenta de que eran agentes. Sí, seguramente aquél no era el mejor sitio para airear los trapos sucios de la familia. Doblaron una esquina y se acercaron a otro corredor; éste, vacío. Gwen aprovechó la ocasión que se le ofrecía.

– Sí, podemos hablar luego. Pero dime sólo qué querías decir.

– ¡Cielo santo! ¿Te han dicho alguna vez que eres un coñazo?

– Claro, pero debes admitir que es una de mis cualidades más conmovedoras.

Vio que Maggie sonreía, a pesar de que mantenía la vista fija hacia delante.

– Quiere que cenemos juntas en Acción de Gracias.

Aquello era lo último que esperaba Gwen. El silencio se prolongó, y de pronto Gwen notó que Maggie la miraba.

– Yo también me quedé sin habla -dijo Maggie con otra sonrisa.

– Bueno, llevas algún tiempo diciendo que tu madre está intentando cambiar.

– Sí, ha cambiado de amigos, de forma de vestir y de peinado. El reverendo Everett parece haberla ayudado a cambiar algunas cosas, muchas de ellas para mejor. Pero, haga lo que haga, no puede cambiar el pasado -llegaron al final del pasillo y Maggie señaló la última puerta a su derecha-. Ya estamos aquí.

Gwen lamentó que no tuvieran más tiempo. Si no llegara siempre tarde, tal vez hubieran podido hablar un rato más. Cuando entraron en la sala de reuniones, el hombre que permanecía sentado al fondo de la mesa se levantó con esfuerzo, apoyándose en un bastón. Su gesto impulsó a quienes rodeaban la mesa a imitarlo: el agente Tully, Keith Ganza, el jefe del laboratorio de criminología del FBI -a quien Gwen ya conocía- y el director adjunto Cunningham. La detective Julia Racine se removió, incómoda, en su silla. Maggie hizo caso omiso de la torpe cortesía de sus colegas y se fue derecha al senador, tendiéndole la mano.

– Senador Brier, soy la agente especial Maggie O'Dell y ésta es la doctora Gwen Patterson. Por favor, disculpe nuestra tardanza.

– No tiene importancia.

Les estrechó la mano a ambas con fuerza y determinación, como si quisiera de ese modo compensar la cojera de su pierna izquierda. Gwen recordó que era consecuencia de un accidente de coche, no de una herida de guerra, como se habían apresurado a difundir los medios de comunicación durante la última campaña electoral.

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