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Cambiamos frases de despedida, el doctor Fraker me abrió la puerta y salí del estudio. Al volverme vi la ansiedad pintada en las facciones de Nola y sospeché que aquella mujer no quería compartir su secreto con nadie. Era mucho lo que arriesgaba: libertad, dinero, posición, respetabilidad. Estaba inerme ante cualquiera que supiese lo que yo sabía ahora. Me asombró la fuerza con que se aferraba a lo que tenía, y no pude por menos de preguntarme por el precio que había tenido que pagar por ello.

23

Entré en mi despacho. El correo se había amontonado en el suelo, bajo la ranura del buzón de la puerta. Lo recogí, lo dejé sobre la mesa y abrí el balcón para que entrara un poco de aire fresco. El piloto del contestador automático parpadeaba. Tomé asiento y apreté la tecla de rebobinar la cinta.

El amigo que trabajaba en la compañía telefónica me había llamado para informarme sobre la desconexión del teléfono de S. Blackman, cuyo nombre de pila completo era Sebastian S., varón, de sesenta y seis años; el domicilio postal que había dejado era una calle de Tempe, Arizona. No parecía muy prometedor, pero qué íbamos a hacerle. Si todo lo demás fallaba, siempre podía volver sobre este dato y comprobar si había alguna vinculación con Bobby. No sé por qué, lo dudaba. Lo escribí en su expediente. Poner por escrito la información me daba cierta sensación de seguridad. De este modo, si algo me pasaba, quien me sucediera podría recoger el hilo de mis investigaciones; la idea era escalofriante, pero a juzgar por lo que le había ocurrido a Bobby no carecía de base.

Durante hora y media me dediqué a mirar el correo y poner al día mis libros de contabilidad. Me habían mandado dos cheques y rellené una hoja de ingresos para depositarlos más tarde en el banco. Una minuta que había enviado me la habían devuelto sin abrir y con un sello que decía: "Destinatario desconocido. Devuélvase al remitente", con un dedo grande y morado que me apuntaba. Un moroso, joder.

Me revienta que me tomen el pelo en cuestiones laborales. Además, le había hecho un buen servicio al sujeto aquel. Sabía que era un rácano, pero en ningún momento pensé que se atrevería a escurrir el bulto a la hora de pagarme. Puse a un lado la carta. Ya le seguiría la pista cuando tuviera tiempo.

Ya era casi mediodía y me quedé mirando el teléfono. Tenía que hacer cierta llamada; cogí el auricular y marqué el número antes de que me entraran las cagaleras.

– Jefatura de Policía de Santa Teresa. Agente Collins al habla.

– Quisiera hablar con el sargento Robb, de Personas Desaparecidas.

– Un momento, por favor. En seguida le pongo.

El corazón me latía tan aprisa que se me humedecieron los sobacos.

Había conocido a Jonah mientras investigaba la desaparición de una mujer llamada Elaine Boldt. Era un hombre simpático, de cara agradable, tal vez con diez kilos de más, entretenido, franco, un poco heterodoxo y que, a pesar de estar rigurosamente prohibido, me fotocopiaba algún que otro informe de la sección de homicidios. Durante muchos años había estado casado con la novia de su juventud, ésta le había abandonado hacía doce meses, se había marchado con las dos hijas que tenían y le había dejado solo, con un frigorífico lleno de cenas congeladas que había preparado ella misma. Me caía muy simpático, aunque no me producía ninguna excitación; pero tampoco era precisamente esto lo que yo buscaba. No habíamos tenido ninguna relación amorosa, si bien me había demostrado un poco de sano interés masculino y me sentí algo picada cuando volvió con su mujer. Bueno, la verdad es que me sentí ofendida y desde entonces me mantenía a cierta distancia.

– Robb al habla.

– Hostia -dije-, aún no te he dicho nada y ya estoy hecha un flan.

Le oí titubear.

– Eres tú, Kinsey?

Me eché a reír.

– Sí, soy yo, estaba pensando en lo chafada que me siento.

Jonah sabía muy bien a qué me refería.

– No fue nada agradable, lo sé, pequeña. Y he pensado mucho en ti.

Contrapunteé sus palabras murmurando "Ya, ya" en el tono más escéptico que encontré.

– ¿Qué tal está Camilla?

Dio un suspiro y me lo imaginé pasándose la mano por el pelo.

– Igual que siempre. Me trata como si fuera un trapo. No sé por qué he vuelto con ella.

– Por lo menos estás otra vez con las niñas, ¿no?

– Sí, es verdad -dijo-. Últimamente visitamos a un consejero matrimonial. Las niñas no. Yo y Camilla.

– A lo mejor os ayuda.

– A lo mejor no. -Se reprimió y cambió de talante-.En fin. No está bien que me queje. Supongo que soy el único responsable de lo que me ocurre. Pero lamento que al final te afectara a ti también.

– No te preocupes. Ya soy mayor. Además, se me ocurre una forma de redimirte. Te invito a comer a cambio de tus servicios cerebrales.

– Acepto encantado. La hora de la comida es ya lo único que me queda. Así podré paliar mi sentimiento de culpa.

– ¿Te gusta la palabra "paliar"? Todo el mundo la utiliza y hoy estoy decidido a incorporarla a mi vocabulario. Ayer lo intenté con "ineluctable", pero no hubo forma de meterla en ninguna frase. ¿Dónde te apetece ir? Di tú el sitio.

– Cuanto más sencillo mejor. No quiero perder el tiempo con ceremonias.

– ¿Te parece bien el juzgado? Llevo unos bocadillos y nos los comemos sentados en el césped.

– Delante de todo el mundo, nada menos. ¿Y si nos ven tus colegas y lo comentan por ahí?

– Mejor. Así se enterará Camilla y volverá a dejarme.

– A las doce y media.

– ¿Quieres que te busque algo mientras tanto?

– Buena idea. -Le hice una rápida sinopsis de las circunstancias en que Costigan había muerto, dejando al margen a Nola Fraker. En el último momento había decidido no contárselo todo, le di la versión que ya se había publicado en la prensa y le pregunté si podía echar un vistazo en los archivos.

– Recuerdo el caso por encima. Miraré a ver qué encuentro.

– Si pudieras hacerme otro favor -dije-. ¿Te importaría consultar los Archivos Centrales, por si hay algo sobre una mujer llamada Lila Sams? -Añadí que utilizaba también los nombres de Delia Sims y Delilah Sampson, le di la fecha de nacimiento que había copiado del permiso de conducir y la información complementaria de mis notas.

– De acuerdo. Haré lo que pueda. Hasta luego -dijo y colgó.

Se me había ocurrido que si Lila tenía intención de estafar a Henry, bien podía tener una ficha en la brigada criminal. Yo no podía utilizar los Archivos Centrales de la Dirección General de la Policía sin pasar por la burocracia del ministerio. Jonah, en cambio, podía acceder a ellos mediante el ordenador de jefatura y obtener respuesta en cuestión de minutos. Por lo menos sabría si el instinto me había fallado o no.

Aseé el despacho, cogí los cheques y la hoja de ingreso, cerré con llave y entré en las oficinas de la compañía de seguros La Fidelidad de California, que están junto a mi despacho, para charlar unos minutos con Vera Lipton. Luego me dirigí al banco y como en la cuenta corriente tenía dinero de sobra para cubrir los gastos cotidianos, ingresé casi todo en la libreta.

El día había comenzado con un poco de calor y ahora hervía por los cuatro costados. Las aceras humeaban y las palmeras parecían calcinadas por el sol. Allí donde se habían tapado socavones recientemente, el asfalto era tan blando y granulado como la mermelada de frambuesa.

El juzgado de Santa Teresa parece un castillo morisco: puertas de madera labradas a mano, minaretes y balcones de hierro forjado. Hay tantos mosaicos de baldosas en las paredes interiores que parecen tapizadas con mantas de cuadros heterogéneos. En una sala de autos hay un mural ciclorámico que representa la fundación de Santa Teresa por los primeros misioneros españoles. Es una especie de versión histórica a lo Walt Disney, ya que el artista ha omitido la introducción de la sífilis y la degeneración de los indios. Yo lo prefiero tal como está, la verdad sea dicha. Concentrarse en la administración de justicia tiene que ser difícil si cada vez que se levanta la vista se ve un montón de indios muertos de hambre y cubiertos de pústulas.

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