Литмир - Электронная Библиотека
A
A

26

Aún faltaba hora y media para que anocheciera cuando llegué al complejo médico del hospital antiguo. Por el número de plazas libres que había en el parking deduje que casi todas las dependencias se habían cerrado ya y que el personal no volvería hasta el día siguiente. Kelly me había dicho que existía otro parking a un costado y que lo utilizaba el personal nocturno y de servicio. Yo no tenía ninguna necesidad de dejar el coche tan lejos. Lo aparqué lo más cerca que pude de la puerta principal, y advertí con curiosidad que a mi izquierda había una bicicleta encadenada a un poste. Era una antigua Schwinn, abollada, con los neumáticos deshinchados y matrícula falsa, sujeta con alambres al guardabarros trasero, que decía "Alfie". Kelly me había dicho que el edificio solía cerrarse a eso de las siete, pero que si llamaba por el interfono, Alfie no tendría inconveniente en dejarme pasar.

Cogí la linterna y las ganzúas e hice un alto en las operaciones para ponerme un jersey encima de la camiseta. Recordaba el frío que hacía dentro y que no haría más que aumentar a medida que avanzara la noche. Cerré el coche con llave y me encaminé hacia la entrada principal.

Me detuve ante las puertas dobles y pulsé un timbre que había a mi derecha. Zumbó la cerradura al cabo de un instante, se abrió el pestillo y entré. Las sombras se amontonaban en el vestíbulo y recordé por encima una película futurista en que aparecía una estación abandonada.

El vestíbulo tenía su misma elegancia clásica: suelos de mármol con incrustaciones, techos altos y una ebanistería preciosa de roble pulimentado. Los escasos apliques que quedaban tenían que datar de los años veinte, cuando se construyó el edificio.

Crucé el vestíbulo y eché un vistazo al directorio de la pared al pasar por delante. Hubo un nombre que me llamó la atención de manera casi inconsciente. Me detuve y volví a mirar. Leo Kleinert tenía un despacho en el edificio, cosa de la que no me había percatado antes. ¿Se desplazaba tanto Bobby para sus sesiones psiquiátricas semanales? Me pareció un poco absurdo. Al bajar al sótano, las baldosas de los peldaños crujieron bajo mis pies. Al igual que la vez anterior, noté que la temperatura descendía de golpe, como si me sumergiera en las aguas de un lago. También estaba más oscuro, aunque vi luz tras la puerta de vidrio del depósito, un rectángulo iluminado que destacaba en las crecientes tinieblas del pasillo. Miré la hora. Ni siquiera eran las siete y cuarto.

Di unos golpecitos en el cristal, por guardar las formalidades, y tanteé el tirador. No habían echado la llave. Abrí y asomé la cabeza.

– ¿Hay alguien?

No había nadie a la vista, pero ya había pasado por aquella experiencia al visitar el centro con el doctor Fraker. Alfie podía encontrarse en la cámara frigorífica, donde se guardaban los cadáveres.

– ¡Eeeeeh! ¿Hay alguien?

Ninguna respuesta. Me había abierto la puerta, o sea que en algún sitio tenía que estar.

Cerré a mis espaldas. Los tubos fluorescentes emitían una luz molesta, como el sol en un día de invierno. Vi una puerta a mi izquierda. Me acerqué, llamé, la abrí y vi un despacho vacío, amueblado con un sofá marrón de fibra artificial. Puede que el del turno de noche diera allí alguna cabezada cuando no tenía nada mejor que hacer. También había un escritorio y una silla giratoria. La ventana estaba protegida por fuera por una reja de hierro forjado, ante la que los densos arbustos se apelotonaban, impidiendo el paso de la luz diurna. Cerré la puerta y avancé hacia la cámara frigorífica, la abrí y eché un vistazo.

Alfie tampoco estaba allí. A la uniforme luz interior, los ocupantes del lugar yacían en sus literas de fibra vítrea azul, sumidos en un sopor inmóvil y eterno, los unos tapados con sábanas, los otros con plástico, con el cuello y los tobillos envueltos en unas vendas que parecían cinta adhesiva. No sé por qué, me recordó la hora de la siesta en un campamento de verano.

Volví a la sala principal y estuve un rato sentada y contemplando la mesa de las autopsias. Lo normal en mí habría sido registrar todos los cajones, armarios y cajas, pero me pareció una falta de respeto, dado el lugar. O a lo mejor es que tenía miedo de tropezar con algo macabro: bandejas rebosantes de dientes, tarros herméticos llenos de ojos flotando. En fin, cualquier cosa. Me removí con inquietud. Me dije que estaba perdiendo el tiempo. Fui a la puerta, me asomé al pasillo e incliné la cabeza en actitud de quien escucha. Nada.

– ¿Alfie? -dije en voz alta. Agucé el oído otra vez, me encogí de hombros y cerré la puerta. Pensé entonces que, ya que estaba allí, por lo menos podía comprobar si el número apuntado por Bobby era el mismo que figuraba en la etiqueta del pie de Franklin. A nadie iba a hacer ningún daño. Saqué el cuaderno del bolso y lo abrí por la cubierta trasera. Volví a la cámara frigorífica y fui de un cadáver a otro, mirando las etiquetas de identificación que les colgaban del pie. Era como estar en el sótano de las rebajas, pero sin rebajas.

Al llegar al tercer cadáver vi que coincidían los números. Kelly tenía razón. Bobby había omitido el guión, y el código identificador de siete cifras parecía un número de teléfono. Me quedé mirando el cadáver; bueno, lo que se veía de él. Franklin estaba envuelto en un plástico transparente, aunque algo amarillento, como manchado de nicotina. Vi a través del mismo que era un negro cuarentón, de estatura media, delgado y con una cara marmórea. ¿Por qué tenía importancia aquel cadáver?

Empezaba a ponerme nerviosa. Alfie no tardaría en aparecer y no me apetecía que me pillara husmeando en el frigorífico. Volví a la silla de la sala principal.

Abandonar el almacén fue como salir de un cine refrigerado. La sala de autopsias se me antojó una playa tropical en comparación con la cámara frigorífica. Comenzaba a reconcomerme el prurito escudriñador. No podía evitarlo. Me irritaba que no hubiera nadie para echarme una mano y la inmovilidad me crispaba los nervios. No era un lugar de entretenimiento. No suelo pasearme por los depósitos de cadáveres cuando no tengo nada que hacer y el sitio me ponía en tensión.

Me puse a registrar un cajón para calmar el gusanillo y para comprobar que el contenido no tenía nada que ver con las lúgubres imágenes que antes había conjurado. El cajón contenía cuadernos de notas, formularios en blanco y artículos varios de oficina. Ya más tranquila, me puse a registrar el siguiente, que contenía ampollas de distintos productos farmacéuticos, de nombre desconocido para mí. Para entrar en calor de una vez, registré también los restantes. Todo parecía relacionado con la disección de cadáveres; dado el lugar, era lógico, aunque no revelador.

Me enderecé y eché un vistazo general a la sala. ¿Dónde estarían los ficheros? ¿Nadie archivaba nada en aquel centro? Alguien me había dicho que se guardaban los gráficos allí, pero ¿dónde? ¿En el sótano? ¿En alguna planta superior? No me hacía ninguna gracia recorrer sola aquel edificio vacío. Me había hecho a la idea de que Alfie Leadbetter me -acompañaría y me iría diciendo a qué podía acceder y por dónde podía empezar la búsqueda. Incluso había acariciado la fantasía de sobornarle con un billete de veinte dólares, si tal era el precio de su ayuda.

Miré el reloj. Llevaba ya cuarenta y cinco minutos allí y quería resultados tangibles. Cogí el bolso y salí al pasillo, mirando en ambas direcciones. Había oscurecido mucho, aunque a través de una ventana situada al final del pasillo vi que aún no había anochecido del todo. Vi un conmutador de pared, encendí las luces y seguí andando por el pasillo, mientras leía el rótulo blanco de la puerta de cada despacho. Las oficinas de radiología estaban a la derecha del depósito. Más allá, Medicina Nuclear y la sección de enfermeras. Me pregunté si Sufi Daniels habría estado allí alguna vez.

53
{"b":"102017","o":1}