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Reconocí a casi todos los que habían estado en la casa para felicitar a Derek el lunes por la noche: el doctor Fraker y su mujer, Nola; el doctor Kleinert y una mujer más bien ordinaria que supuse sería su señora; el tercer médico de la reunión de cumpleaños, Metcalf, charlaba con Marcy, la secretaria que había coincidido con Bobby en el Departamento de Patología. Me hice con una copa de vino y me abrí paso hacia Fraker. Estaba charlando con Kleinert, los dos con las cabezas muy juntas, y se interrumpieron al llegar yo.

– Qué tal -dije, y de pronto me sentí cohibida. Quizás había sido una iniciativa poco afortunada. Tomé un sorbo de vino y advertí que cambiaban una mirada. Deduje que no les importaba que fuera testigo de sus confidencias porque Fraker reanudó la charla donde la había suspendido.

– En cualquier caso no pienso echar mano del microscopio hasta el lunes, pero a juzgar por el conjunto de síntomas, yo diría que la causa inmediata del fallecimiento fue una herida en la válvula nórtica.

– Al chocar contra el volante -dijo Kleinert.

Fraker asintió y tomó un sorbo de vino. Siguió exponiendo sus conclusiones casi como si se las estuviera dictando a su secretaria.

– Hubo fractura de esternón y varias costillas, y la sección ascendente de la aorta quedó cortada, aunque no del todo, inmediatamente por encima de la corona valvular.

Además, sufrió un hemotórax izquierdo de ochocientos centímetros cúbicos y numerosas hemorragias periféricas en la aorta.

Por la cara que ponía Kleinert me di cuenta de que entendía punto por punto sus observaciones. A mí me revolvió las tripas toda aquella explicación, que por otra parte me sonó a chino.

– ¿Alcohol en sangre? -preguntó Kleinert.

Fraker se encogió de hombros.

– La prueba fue negativa. No había bebido. Esta tarde tendremos los demás resultados, pero creo que no encontraremos nada. Aunque siempre hay sorpresas, claro.

– Bueno, si es cierta tu hipótesis sobre el bloqueo del ele-ce-erre, entonces era sin duda inevitable un ataque. Barnie le advirtió que vigilase los síntomas -dijo Kleinert. Tenía el rostro alargado y con una expresión de tristeza continua.

Si yo tuviera problemas emocionales y tuviese que recurrir a un comecocos, no creo que me ayudara mucho ver una cara como aquélla, semana tras semana. Buscaría a alguien que tuviera un poco de vitalidad, un poco de chispa, a alguien que me diese al menos una pequeña esperanza.

– ¿Bobby tuvo un ataque? -pregunté. Estaba ya claro como el agua que hablaban de los resultados de la autopsia. Fraker tuvo que darse cuenta de que yo no había comprendido ni palote porque me dio una explicación traducida.

– Pensamos que Bobby arrastraba secuelas de las lesiones sufridas en la cabeza en el primer accidente. A veces se bloquea la circulación normal del líquido cefalorraquídeo. Aumenta la presión dentro de la cabeza y parte del cerebro comienza a atrofiarse, lo que da lugar a una epilepsia postraumática.

– ¿Por eso se salió de la calzada?

– En mi opinión, sí -dijo Fraker-. No puedo afirmarlo categóricamente, pero estoy convencido de que sufría ansiedad, dolores de cabeza y seguramente irritabilidad también.

Kleinert volvió a intervenir.

– Yo lo vi a las siete, a las siete y cuarto, más o menos. Estaba muy deprimido.

– Tal vez sospechara lo que le ocurría -dijo Fraker.

– Lástima que no lo dijera entonces, de ser así.

Siguieron intercambiando murmullos mientras yo trataba de sacar algunas conclusiones prácticas.

– ¿Podría provocarse con fármacos un ataque de esas características? -pregunté.

– Desde luego que sí -dijo Fraker-. Los informes toxicológicos no son exhaustivos y los resultados de los análisis dependen de lo que se anda buscando. Hay cientos de productos farmacológicos que afectarían a una persona propensa a los ataques. En términos prácticos, es imposible tenerlos catalogados y controlados.

Klemert se removió con inquietud.

– Es asombroso que durase tanto después de lo que le ocurrió -dijo-. No queríamos que Glen se preocupara, pero creo que todos nos temíamos la posibilidad de que sucediera algo así.

El tema parecía haberse agotado y Kleinert se dirigió abiertamente a Fraker.

– ¿Has cenado ya? Ann y yo teníamos intención de cenar fuera y si Nola y tú se animan…

Fraker declinó la invitación, pero quería más vino y advertí que paseaba la mirada por la multitud, en busca de su mujer. Los dos médicos se separaron tras murmurar una disculpa.

Yo me quedé donde estaba, intranquila, repasando datos. En teoría, Bobby Callahan había muerto de muerte natural, pero de acuerdo con los hechos había fallecido a consecuencia de las heridas sufridas en el accidente de hacía nueve meses, que, según él por lo menos, había sido un intento de asesinato. Por lo que alcanzaba a recordar, la legislación californiana estipulaba que "una muerte provocada es homicidio o asesinato si la víctima fallece antes de transcurridos tres años y un día después de sufrir la agresión o de recibir la causa agente de la defunción". En otras palabras, lo habían asesinado y carecía totalmente de importancia que hubiera muerto aquella noche o la semana anterior. Pero por el momento no tenía ninguna prueba. Aún me quedaba, prácticamente intacto, el dinero que me había dado Bobby junto con una serie de instrucciones muy claras; o sea que el contrato seguía en vigor y yo podía continuar con el caso si quería.

Imagine que me levantaba y me sacudía el polvo. Había llegado el momento de arrinconar el dolor y de volver al trabajo. Dejé la copa de vino, me acerqué a Glen para decirle dónde iba a estar, subí a la primera planta y registré a conciencia la habitación de Bobby. Quería encontrar el pequeño cuaderno rojo.

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Yo partía, lógicamente, de la base de que Bobby había escondido el cuaderno de direcciones en algún lugar de la casa. Me había dicho que recordaba habérselo dado a alguien, pero podía no ser verdad. No podía registrar la casa entera, pero sí husmear en un par de sitios. El estudio de Glen, quizá la habitación de Kitty. En la planta superior reinaba el silencio y me alegré de haber estado un rato a solas. Registré durante hora y media y no encontré nada. Pero no me desmoralicé. Me sentía con ánimos, eso es lo raro. Confiaba en la memoria de Bobby.

A eso de las seis empecé a dar vueltas por el pasillo. Apoyé los codos en la balaustrada que rodeaba el descansillo y me puse a escuchar los ruidos y murmullos que llegaban de abajo. El gentío, al parecer, se había reducido mucho. Oía el cascabeleo de algunas risas, retazos de conversación en voz alta, pero me dio la sensación de que se había ido la mayoría de los invitados. Volví sobre mis pasos y llamé a la puerta de Kitty.

Respuesta apagada.

– ¿Quién es?

– Yo, Kinsey -dije a la puerta desnuda. Al cabo de unos segundos oí que descorría el pestillo, pero no me abrió la puerta.

– ¡Adelante! -exclamó.

Era un coñazo de niña. Entré. Habían ordenado la habitación y hecho la cama; sin contar en absoluto con su ayuda, de eso estaba convencida.

Me dio la impresión de que había estado llorando. Tenía la nariz enrojecida y se le había corrido el rímel. Como era de esperar, se estaba drogando. Había cogido un espejito de mano y una cuchilla de afeitar y se estaba preparando un par de rayas de coca. En la mesita de noche había una copa de vino medio vacía.

– Estoy hecha una mierda -dijo. Se había despojado del vestido de gitana y se había puesto un kimono de seda natural, de un verde luminoso, con mariposas bordadas en la espalda y en las mangas. Tenía los brazos tan delgados que parecía una mantis religiosa de ojos relampagueantes y verdes.

– ¿Cuándo tienes que volver al St. Terry? -pregunté.

Como no quería estropear la esnifada, antes de responderme se sonó la nariz.

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