Литмир - Электронная Библиотека
A
A

A pocos pasos de nosotros, el arcén se curvaba y caía en picado para formar el precipicio traidor que hacía nueves meses había estado a punto de causarle la muerte a Bobby. La valla metálica de la carretera se había reparado, pero en el puente faltaba aún un pedazo de pretil.

– El coche que nos seguía empezó a darnos topetazos nada más llegar a la cima de la montaña -dijo. Pensé que iba a continuar y esperé.

Se adelantó unos pasos, la grava le crujió bajo las suelas. Saltaba a la vista que estaba inquieto cuando se asomó para contemplar la pared del desfiladero. Volví la cabeza para mirar los escasos coches que pasaban. Ninguno nos prestó la menor atención.

Observé el lugar con detenimiento, reconocí uno de los pedruscos arañados que había visto en las fotos y, más abajo, el tocón de la carrasca cortada por la base. La policía de Santa Teresa había limpiado la zona de todo rastro del accidente, así que era absurdo coger una lupa o ponerse a buscar hilachas en los matojos.

– ¿Has estado alguna vez a punto de morir? -dijo volviéndose.

– Sí.

– Recuerdo que pensé: ya está, me ha llegado la hora. Se me desconectaron todos los cables. Me sentí como una planta arrancada de raíz. Flotando en el aire. -Hizo una pausa-. Luego tuve frío, me dolía todo, la gente me hablaba y no entendía ni una palabra. Eso fue en el hospital.

Habían transcurrido dos semanas. Desde entonces me pregunto si será así como se sienten los recién nacidos. Igual de confusos y desorientados. Indefensos. Tenía que esforzarme lo indecible para mantenerme en contacto con el mundo. Para echar raíces nuevas. Sabía que podía elegir. Nada me atraía, nada me ataba y era muy fácil dejarme ir como un globo y alejarme volando.

– Pero te quedaste.

– Jo, por decisión de mi madre. Veía su cara cada vez que abría los ojos. Y cuando los cerraba, oía su voz. "Ya verás cómo salimos de ésta, Bobby", me decía. "Entre los dos lo conseguiremos."

Volvió a guardar silencio. Pensé: Dios mío, tiene que ser fabuloso tener una madre que te quiera tanto. Mis padres habían fallecido cuando yo tenía cinco años, en un accidente de tráfico espantoso. Era domingo e íbamos de excursión; nos dirigíamos a Lompoc cuando un peñasco inmenso se desprendió de la montaña y nos cayó en la parte delantera del coche. Mi padre murió en el acto y chocamos. Yo iba en el asiento de atrás, y a causa del impacto, me estrellé contra el suelo y quedé empotrada en el chasis. Mi madre tardó un rato en morir, gimió, lloró y al final cayó en un mutismo que intuí de mal agüero y definitivo. Atrapada entre los muertos que amaba y que me habían abandonado para siempre, tardaron horas en sacarme del vehículo destrozado. Se hizo cargo de mí una tía que no tenía pelos en la lengua, que me educó lo mejor que supo y que me quiso muchísimo, pero era tan pragmática que fue incapaz de darme algo que también necesitaba.

Bobby había estado rodeado de un amor tan grande que había sido este amor lo que lo había rescatado de la tumba. Era extraño, pero a pesar de estar hecho un inválido me dio tanta envidia que los ojos se me anegaron en lágrimas. Se me formó una burbuja de risa y me miró con desconcierto. Saqué un pañuelo de papel y me soné la nariz.

– Acabo de darme cuenta de que te envidio un montón -dije.

Sonrió con melancolía.

– Por algo se empieza.

Volvimos al coche. No había habido ninguna reacción rememorativa, pero yo había visto el pozo hediondo al que había sido arrojado y había sentido que se estrechaba el vínculo que nos unía.

– ¿Has vuelto alguna vez desde el accidente?

– No. No tenía valor suficiente y nadie me lo sugirió nunca. Sólo de verlo me he puesto a sudar.

Puse el coche en marcha.

– ¿Te apetece una cerveza?

– ¿Te apetece a ti un bourbon con hielo?

Fuimos al pub La Diligencia, que está junto a la carretera principal, y estuvimos charlando el resto de la tarde.

8

Cuando a eso de las cinco llegamos a su casa, titubeó a la hora de salir del coche y se detuvo, como había hecho antes, con la mano en la portezuela y mirándome.

– ¿Sabes qué me gusta de ti? -dijo.

– ¿Qué?

– Cuando estoy contigo, no estoy pendiente de mí, ni pienso que soy un tullido o que estoy hecho un espantajo. No sé cómo te las apañas, pero me gusta.

Le miré durante unos instantes y me sentí extrañamente apocada.

– Es que cuando te veo me acuerdo de un regalo de cumpleaños que me enviaron por correo. Se había desgarrado el envoltorio y la caja estaba aplastada, pero el contenido era magnífico. Me gusta tu compañía.

Esbozó y borró una semisonrisa. Miró hacia la casa y volvió a posar los ojos en mí. Tenía algo más en la cabeza, pero al parecer le daba vergüenza confesarlo.

– Qué -dije para darle ánimos.

Ladeó la cabeza y comprendí el brillo de su mirada.

– Si estuviera bien… si no me faltase nada, ¿te habría pasado por la cabeza la idea de enrollarte conmigo? Ya sabes, en plan tío-tía.

– ¿Quieres que te diga la verdad?

– Sólo si es agradable.

Me eché a reír.

– La verdad es que si te hubiera conocido antes del accidente, me habrías intimidado. Eres demasiado apuesto, demasiado rico y demasiado joven. Por lo tanto tengo que decirte que no. Si no "te faltase nada", como tú mismo has dicho, probablemente no te habría conocido. No eres mi tipo, eso es todo.

– ¿Cuál es tu tipo?

– Aún no lo sé.

Me miró durante un minuto con expresión risueña.

– ¿Te importaría decirme qué estás pensando? -dije.

– ¿Cómo puedes darle la vuelta a las cosas y hacer que me sienta contento de ser un mutilado?

– Pero ¿qué dices? Tú no eres ningún mutilado, hostia. Hasta luego.

Sonrió, cerró de un portazo y retrocedió para que yo pudiera dar la vuelta y poner rumbo al camino de entrada.

Volví a casa. No eran más que las cinco y cuarto. Aún tenía tiempo de correr un rato, aunque me pregunté si sería prudente. La primera mitad de la tarde me la había pasado con Bobby, bebiendo cerveza, bourbon y vino malo, y comiscando pinchos morunos con un pan más duro que una piedra. En realidad me apetecía más echar una siesta que correr, pero pensé que me convenía un poco de disciplina.

Me puse el chándal y recorrí cinco kilómetros mientras hacía gimnasia mental ordenando los datos del caso. Estaba lleno de puntos oscuros y no sabía por dónde empezar. Pensé que lo mejor sería hablar primero con el doctor Fraker, del Departamento de Patología del St. Terry; puede que al mismo tiempo le hiciera una visita rápida a Kitty; luego me dirigiría a los archivos del periódico y me enfrascaría en la aburrida tarea de consultar las noticias locales anteriores al accidente para saber qué se cocía en la ciudad por entonces. Puede que se hubiera producido algún acontecimiento que tuviera que ver con el atentado criminal que Bobby afirmaba haber sufrido.

A eso de las siete fui a Rosie's a tomar un vino. Me sentía intranquila y me pregunté si no habría puesto Bobby algo en movimiento. Era bonito tener un chico con quien charlar, bonito pasar una tarde en buena compañía, bonito pensar con alegría que vas a ver a alguien. No sabía cómo calificar nuestra relación. Lo que sentía por él no era un afecto maternal, de ninguna manera. Puede que fuese fraternal. Pensaba en él como en un buen amigo y le admiraba con toda la admiración que suele sentirse por un buen amigo. Era divertido y estar con él me serenaba. Había estado sola tanto tiempo que cualquier relación me resultaba seductora.

Me sirvieron el vaso de vino en la barra, me dirigí al reservado del fondo y me puse a inspeccionar el local. Para ser martes por la noche había bastante animación; vamos, dos tipos discutiendo en la barra con voz nasal y una pareja de ancianos del barrio compartiendo una fuente de pasteles de jamón. Rosie estaba en la barra fumando un cigarrillo que le envolvía la cabeza con una aureola de nicotina y laca. Tiene sesenta y tantos años, es húngara y marimandona, se pone sayas tropicales estampadas, se tiñe las guedejas de color caoba, se las peina con raya al medio e inmoviliza las dos mitades con pulverizadores de laca que vienen muriéndose de risa en las perfumerías desde que a mediados de los sesenta pasó de moda el pelo cardado. Tiene la nariz larga, el labio superior corto y unos ojos que convierte con el lápiz en sendas rendijas de aire suspicaz. Es bajita, tetuda y de ideas fijas. Hace pucheros, además, frunciendo los labios, lo que a su edad es ridículo pero efectivo. El cincuenta por ciento de las veces no la aguanto, pero nunca deja de fascinarme.

16
{"b":"102017","o":1}