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Detuve la cinta y me quedé mirando el aparato.

Abrí el cajón superior del escritorio y cogí la guía telefónica. Sólo figuraba una persona apellidada Blackman, S. Blackman. Sin dirección. Sin duda una mujer que no quería recibir llamadas obscenas. Estoy convencida de que primero hay que probar fortuna con lo más evidente. ¿Y por qué no? Puede que Sarah, o Susan, o -Sandra Blackman conociera a Bobby y tuviese el cuaderno rojo, o a lo mejor le había contado con pelos y señales lo que pasaba y yo podía solucionar todo el enredo con un telefonazo. El número estaba desconectado. Probé otra vez, por si me había equivocado al marcar. Volví a oír el mensaje de antes. Tomé nota del número. Podía pertenecer aún al mismo abonado. Puede que S. Blackman se hubiera marchado de la ciudad o hubiera muerto en circunstancias desconocidas.

Volví a rebobinar la cinta para oír otra vez la voz de Bobby. Me sentía inquieta, no sabía cómo llegar a la clave de aquel misterio. Repasé el expediente de Bobby.

No había hablado aún con su antigua novia, Carric St. Cloud, que se me antojó una posibilidad aceptable. Glen me había dicho que a raíz del accidente la muchacha había tomado las de Villadiego, pero tal vez recordara algo de aquella época. Llamé al número que me había dado Glen y estuve un ratito de palique con la madre de Carric para explicarle quién era yo y por qué quería localizar a la joven. Carric, por lo visto, había abandonado la casa paterna hacía cosa de un año y se había instalado en un piso pequeño que compartía con otra persona. En la actualidad trabajaba a jornada completa como instructora de aerobic en un estudio de la calle Chapel. Apunté las dos direcciones, la de su casa y la del trabajo, y di las gracias a la madre. Dejé la taza, desenchufé la cafetera de filtro, cerré el despacho con llave y bajé corriendo por las escaleras de atrás.

El cielo estaba cubierto por un manto blanco de nubes bajas. Una neblina grisácea parecía empapar las calles de aire frío. Era extraño, porque las últimas semanas había hecho un calor inaguantable. El clima de Santa Teresa está un poco desquiciado últimamente. Antes se podía confiar en los días soleados de olas tranquilas y templadas y en un cielo despejado que a lo sumo acumulaba algunas nubes detrás de la sierra, y más por el efecto visual que por otra cosa. Las lluvias se presentaban puntualmente en enero, diluviaba sin parar durante dos semanas y el campo se volvía de un verde esmeralda, y la madreselva y las buganvillas cubrían la cara de la ciudad con un maquillaje abigarrado. En la actualidad hay lluvias inexplicables en abril y en octubre, y días fríos en agosto, cuando la temperatura debería ser de treinta grados. Se trata de una mutación misteriosa que recuerda las alteraciones climatológicas relacionadas con la erupción de volcanes en el hemisferio sur y con los agujeros que los aerosoles producen en la capa de ozono.

El estudio, que estaba apenas a una manzana de distancia, se encontraba en un antiguo campo de trinquete que se había quedado artrítico al pasar el furor por el juego de pelota.

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Al llegar la moda del aerobic fue más bien lógico que las galerías angostas de suelo de madera se transformaran en hornos crematorios de grasa para las mujeres que suspiraban por estar delgadas y en forma. Pregunté por Carric y la mujer de la entrada señaló sin decir nada hacia el lugar de donde provenía la música ensordecedora que impedía todo intento de conversación. Seguí la prolongación de su índice y doblé la esquina. A mi derecha había una barandilla hasta la cintura desde la que pude ver, en la planta inferior, una clase de aerobic en plena actividad.

La acústica era infernal. Mientras estuve mirando desde la galería, la música estuvo sonando sin parar a todo volumen. Carric daba gritos de ánimo, y quince de las ciudadanas más esculturales de Santa Teresa se ejercitaban con un fanatismo que pocas veces he tenido ocasión de ver. Por lo visto había llegado en el momento más frenético de la clase. Las elevaciones de nalgas tenían algo de obsceno: enfundadas en un body ceñidísimo y echadas de espaldas, las mujeres se dedicaban a gemir mientras metían y sacaban la pelvis como si estuvieran debajo de compañeros invisibles que las achucharan al unísono.

Carric St. Cloud fue una sorpresa. Por el nombre se habría dicho que era la finalista de algún concurso de belleza para adolescentes o una actriz principiante que en realidad se llamaría Wanda Maxine Smith. Me la había imaginado con buen tipo, aunque nada fuera de lo corriente, la típica surfista californiana, rubia, con dentadura de anuncio de dentífrico y tal vez con alguna debilidad por el zapateado. No era nada de esto.

No tendría más de veintidós años, tenía un cuerpo escultural y musculoso, y un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. La cara era de rasgos acusados y enérgicos, como un busto griego, boca carnosa y barbilla redondeada. El body, que llevaba era un Spandex amarillo que le marcaba las espaldas anchas y caderas estrechas típicas de los gimnastas. Por lo que vi, no había en su anatomía ni un gramo de grasa.

De sus pechos no había mucho que decir, aunque producían un efecto muy femenino a pesar de todo. No era un pendón de playa. Se tomaba en serio a sí misma, sabía qué significaba estar en forma y pasaba de un ejercicio a otro sin jadear siquiera. A las otras mujeres se les notaba que hacían esfuerzos. Di gracias al cielo por limitarme a trotar cinco kilómetros al día. Nunca tendría su buen aspecto, pero tampoco salía perdiendo con el cambio.

Carric ordenó a la clase que practicara movimientos de relajación, un estiramiento pausado y un par de posturas de yoga, y dejó a las alumnas tiradas en el suelo igual que soldados heridos en un campo de batalla. Apagó la música, cogió una toalla, hundió el rostro en ella y abandonó la sala por una puerta que había justo debajo de mí. Busqué las escaleras, bajé y la alcancé junto al surtidor de agua que había a la entrada de las taquillas. El pelo le caía por los hombros como la toca de una monja y tuvo que atárselo y echárselo a un lado para que no se le mojara al beber.

– ¿Carric?

Se enderezó y se secó un hilo de sudor con la manga del body, la toalla ahora alrededor del cuello, igual que un boxeador nada más abandonar el ring.

– Sí.

Le dije quién era yo y a qué me dedicaba y le pregunté si podíamos hablar sobre Bobby Callahan.

– Bueno, pero tendrá que ser mientras me adecento. A mediodía tengo que estar en un sitio.

Cruzamos una puerta y accedimos a la sala donde estaban las taquillas. La sala en cuestión carecía de forma y límites concretos, un mostrador la flanqueaba por la derecha hasta la mitad y había filas de taquillas metálicas y una serie de secadores del pelo adosados a la pared. Las baldosas eran de un blanco purísimo, todo el lugar estaba limpio como una patena, había bancos de madera clavados al suelo y espejos por todas partes. Las duchas estaban a mi izquierda, no las veía pero las oía funcionar. Empezaron a entrar las mujeres y supe que las risas aumentarían de volumen a medida que la sala se fuese llenando.

Carric se quitó los zapatos y se despegó el body como quien pela un plátano. Me puse a buscar un sitio donde instalarme. Tengo por norma no entrevistar a señoras desnudas en una estancia llena de cotorras que se despelotan. Advertí que olían igual que los héroes de Santa Teresa en Forma y pensé que era justo que así fuese.

Aguardé mientras se remetía el pelo bajo un gorro de plástico y se dirigía a las duchas. Las mujeres, en el ínterin, desfilaron de aquí para allá más o menos desvestidas. Era un alivio verlas. Como contemplar versiones múltiples de un solo modelo inicial: pechos, nalgas, vientres y pubis. Parecían sentirse bien consigo mismas y había entre ellas una camaradería que me gustó.

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