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– Entonces hace mucho que son amigas.

– Sí, efectivamente.

Asentí mientras tragaba.

– Y estaría usted por aquí cuando nació Bobby -observé; para que la conversación no decayera, sólo por eso.

– Así es.

Ojo al parche, me dije.

– ¿Tenía una relación estrecha con Bobby?

– Simpatizaba con él, pero yo no diría que se trataba de una relación estrecha. ¿Por qué lo pregunta?

Cogí la copa de vino y tomé un sorbo.

– Entregó un cuadernito rojo a cierta persona. Quisiera saber a quién.

– ¿Cómo era el cuadernito?

Me encogí de hombros.

– De los que sirven para apuntar direcciones y teléfonos. Según me dijo, era pequeño y con tapas rojas de piel.

Se puso a parpadear de pronto.

– Pero usted no continúa con la investigación -dijo. No era una pregunta. Era una afirmación salpicada de incredulidad.

– ¿Y por qué no?

– Bueno, Bobby ha muerto. ¿Qué importancia puede tener ya?

– Si murió asesinado, para mí es importante -dije.

– Si murió asesinado, el asunto compete a la policía.

Esbocé una sonrisa.

– A los polis de aquí les encanta que les eche una mano.

Sufi echó un vistazo a Glen y bajó la voz.

– Estoy convencida de que ella no tiene intención de que esto continúe.

– No me contrató ella sino Bobby. En cualquier caso, ¿qué más de da a usted?

Pareció advertir en mi tono una señal de peligro, pero no hizo mucho caso. Esbozó una ligera sonrisa sin abandonar los aires de superioridad.

– Tiene razón. No quería entrometerme -murmuró.

Pero no estaba segura de sus intenciones y no quería que Glen siguiese sufriendo.

Me correspondía emitir una exclamación tranquilizadora, pero guardé silencio y seguí mirándola. Una manchita rosa en sus mejillas.

– Bien. Ha sido un placer verla de nuevo. -Se levantó, se acercó a uno de los invitados que quedaban y se puso a hablar con él dándome la espalda de manera ostentosa. Me encogí de hombros mentalmente. No estaba segura de lo que buscaba aquella mujer. Tampoco me importaba, salvo que tuviera que ver con el caso. La miré y me puse a cavilar.

Al rato empezaron a despedirse todos los invitados a la vez, como si se hubiera dado una señal. Glen se quedó en la puerta de la sala, recibiendo abrazos y apretones de mano de condolencia. Todos decían lo mismo. "Ya sabes cuánto te apreciamos, querida. Si necesitas alguna cosa, no tienes más que decírnoslo." Ella contestaba "gracias, así lo haré" y recibía otro abrazo.

Sufi era la que les acompañaba hasta la puerta. Estaba a punto de seguir el ejemplo general cuando capté la mirada de Glen.

– Si se queda un rato más, me gustaría hablar con usted.

– Claro -dije. De pronto caí en la cuenta de que no veía a Derek desde hacía horas-. ¿Dónde está Derek?

– Ha llevado a Kitty al St. Terry. -Se dejó caer en un sofí y se recostó para apoyar la cabeza en el respaldo-. ¿Le apetece una copa?

– Cuando acabe el vino. ¿Quiere que le prepare algo mientras?

– Oh, sí, gracias. Si no le importa, hay una licorera en mi estudio. Me apetece un whisky. Con mucho hielo, por favor.

Crucé el vestíbulo, entré en el estudio y cogí un vaso antiguo y la botella de Cutty Sark. Cuando regresé a la sala, Sufi había vuelto y la casa estaba sumida en ese silencio pesado que suele seguir al alboroto.

Había un cubo con hielo en el extremo de la mesa del bufé e introduje un par de cubitos en el vaso con unas pinzas de plata de ley que parecían reproducir las garras de un dinosaurio. Me sentí exquisita y sofisticada, como si estuviera en una película de los años 40 y llevase un vestido con hombreras y medias con costura.

– Tienes que estar rendida -murmuraba Sufi-. ¿Por qué no te acuestas antes de que me vaya?

Glen sonrió con cansancio.

– Deja, no te preocupes. Vete si quieres.

Sufi no tuvo más remedio que darle un besito y coger el bolso. Alargué a Glen el vaso con hielo y le serví el whisky a continuación. Sufi acabó de despedirse y se fue, no sin antes dirigirme una mirada de cautela. Instantes después oí que se cerraba la puerta principal.

Acerqué un sillón, me acomodé en él y apoyé los pies en el sofá mientras repasaba mi estado físico. Me dolían los riñones, me dolía el brazo izquierdo. Apuré el vino y me escancié un poco de whisky en el mismo vaso.

Glen tomó un trago largo del suyo.

– La he visto hablando con Jim. ¿Le contó algo interesante?

– Cree que Bobby sufrió un ataque y que por eso se salió de la calzada. Una especie de epilepsia derivada de las lesiones que sufrió en la cabeza en el primer accidente.

– ¿Y qué significa todo eso?

– Por lo que a mí respecta, significa que si dicho accidente fue en realidad un intento de asesinato, el causante se ha salido al final con la suya.

Se quedó de piedra. Bajó la mirada.

– ¿Qué hará usted ahora?

– Bobby me dio un anticipo y aún no me lo he gastado. Pienso seguir con el caso hasta que averigüe quién lo mató.

Me miró a los ojos. Tenía una expresión extraña.

– ¿Por qué?

– Para ajustar cuentas. Me gusta tener en orden el libro mayor. ¿A usted no?

– Oh, sí, desde luego -dijo.

Estuvimos mirándonos durante un momento. Alzó el vaso, hice lo mismo y bebimos.

Cuando llegó Derek, los dos se fueron arriba y yo, con el permiso de Glen, me dediqué a registrar su estudio y la habitación de Kitty durante tres horas de búsqueda infructuosa. Al final me cansé y me fui a casa.

14

El lunes a las ocho estaba otra vez en el gimnasio para seguir con los ejercicios. Me sentía como si hubiese ido a la luna y hubiera vuelto. Sin darme cuenta de lo que hacía, busqué a Bobby con la mirada, aunque una milésima de segundo después recordé que era imposible que volviera por allí nunca más. No me hizo ninguna gracia. Perder a una persona produce una impresión indefinida y desagradable, como una ansiedad que quemara por dentro. No es tan concreta como la aflicción, pero es igual de omnipresente y no hay forma de librarse de ella. Seguí moviéndome, esforzándome al máximo, como si el dolor físico pudiese borrar el dolor emocional. Llené de actividad cada minuto y creo que funcionó. Hasta cierto punto es como echarse colonia en una espalda dolorida. Quieres creer que sirve para algo, pero no sabes por qué. Aunque no cura, siempre es mejor que nada.

Me duché, me vestí y me dirigí al despacho. No lo pisaba desde el miércoles por la tarde. El correo se había acumulado y lo dejé encima de la mesa. Parpadeaba el piloto del contestador automático, pero antes tenía que hacer otras cosas. Abrí el balcón, dejé que entrase un poco de aire fresco y preparé una cafetera de filtro. Abrí la nevera y comprobé el estado de la leche semidesnatada pegando la nariz a la abertura practicada en el envase de cartón. Casi casi. Tendría que comprar más en seguida. Cuando el café estuvo listo, busqué una taza limpia y la llené. La leche formó una mancha siniestra en la superficie, pero sabía bien. Unos días me tomo el café solo y otros con leche; porque me da la gana.

Me senté en la silla giratoria, apoyé los pies en I a mesa y apreté el botón de rebobinar la cinta del contestador automático.

Oí la voz de Bobby. Fue como si me hubieran puesto una mano helada en la nuca.

– Hola, Kinsey, soy Bobby. Siento haberme comportado como un capullo hace un rato. Sé que sólo querías animarme. Me he acordado de algo. Creo que no tiene mucho sentido, pero ahí va de todos modos. Me parece que el apellido Blackman tiene que ver con el asunto. No-sé-qué Blackman. Ignoro si es la persona a quien di el cuadernito rojo o quien va tras de mí. Tal como me funciona el cerebro, a lo mejor no quiere decir nada. En cualquier caso, podemos vernos más tarde por si juntos llegamos a alguna conclusión. Ahora tengo que hacer un par de cosas y luego iré a ver a Kleinert. Procuraré llamarte. Podríamos tomar una copa esta noche. Hasta luego, criatura. Y cuidado con ese culo.

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