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Debía llevar un rato en el gimnasio porque tenía la camiseta bordeada de sudor y el pelo rubio repartido en mechas húmedas. No quise interrumpirle, así que dejé en el suelo la bolsa de deportes y me dediqué a lo mío.

Comencé haciendo flexiones de brazos con unas pesas muy ligeras y me fui concentrando a medida que entraba en calor. Como ya me sabía de memoria los ejercicios, tenía que esforzarme para que no me venciera la impaciencia. No soy persona metódica. Me gustan los finales, las conclusiones, la llegada en vez de la carrera que le precede. Las repeticiones me crispan. No sé ni cómo me las arreglo para hacer footing todos los días. Me puse a hacer torsiones de muñeca mientras con la imaginación me saltaba los ejercicios y fantaseaba con que ya había terminado. Puede que Bobby quisiera comer conmigo si no tenía nada que hacer.

Oí un estrépito, luego un ruido sordo y alcé los ojos a tiempo de ver que Bobby perdía el equilibrio y caía sobre un montón de discos de varios kilos. Saltaba a la vista que no se había hecho daño, pero fue entonces cuando al parecer me vio por vez primera y le dio una vergüenza enorme. Se sonrojó mientras manoteaba para ponerse en pie. Un sujeto que estaba en un aparato contiguo le alargó la mano con indiferencia y le ayudó a levantarse. Bobby se incorporó totalmente cohibido y gesticuló para alejar al que le había ayudado. Se dirigió al aparato de fortalecer las pantorrillas con actitud retraída y malhumorada. Seguí haciendo ejercicios como si no hubiera visto nada, pero continué observándole a hurtadillas. A pesar de que estaba lejos de él, advertía su hosquedad y su crispación facial. Dos hombres se volvieron para mirarle con lástima disfrazada de interés. Bobby se limpió la barbilla, concentrado en sí mismo. Sufrió en la pierna izquierda una especie de calambre convulsivo y se cogió la rodilla con rabia. La pierna se le había independizado y sufría espasmos intermitentes que se resistían a todo control. Lanzó un gemido y se golpeó la pierna con furia, como si quisiera reducirla a puñetazos. Me entraron ganas de correr a su lado, pero sabía que sólo conseguiría empeorar las cosas. Había hecho un gran esfuerzo y todo el cuerpo le temblaba a causa del cansancio. El calambre pareció desaparecerle con la misma brusquedad con que había comenzado. Se pasó los dedos por los ojos sin levantar la cabeza. Cuando por fin pudo levantarse, cogió una toalla de un manotazo y se dirigió hacia las taquillas, renunciando a los ejercicios que le faltaban.

Hice los que me faltaban a mí a toda velocidad y me duché lo más aprisa que pude. Temía que se hubiese ido ya, pero al dirigirme al parking vi que su coche seguía donde lo había visto al entrar. Estaba abrazado al volante, con la cabeza apoyada en las manos y con los hombros sacudidos por una sucesión de sollozos bruscos. Titubeé unos segundos y me acerqué al vehículo por el lado del copiloto. Entré, cerré y le hice compañía hasta que se le pasó. No podía consolarle. No podía hacer nada por él. Ignoraba cómo afrontar su dolor o su desesperación y mi única esperanza radicaba en que, en virtud de mi presencia, supiese que contaba con mi simpatía y que estaba preocupada.

Se le pasó poco a poco y, cuando estuvo recuperado, se secó los ojos con una toalla y se sonó la nariz con la cara gacha.

– ¿Te apetece un café?

Negó con la cabeza.

– Déjame en paz, ¿quieres? -dijo.

– No tengo nada que hacer.

– Bueno, pues ya te llamaré si tengo ganas.

– Como quieras. Haré un par de cosas y nos llamaremos esta tarde. ¿Necesitas algo mientras?

– No. -Hablaba con apatía ahora, como si nada le importase.

– Bobby…

– ¡Que no! Vete a la mierda, déjame en paz.

Abrí la portezuela.

– Te daré un toque -dije-. Cuídate.

Se lanzó sobre la manija de la puerta y cerró de golpe. Arrancó con un rugido y me hice a un lado mientras él reculaba con un chirrido de neumáticos y abandonaba el parking como una exhalación, sin mirar atrás en ningún momento.

Fue la última vez que lo vi con vida.

9

El Departamento de Patología del St. Terry es subterráneo y está situado en el centro de un laberinto de pequeños despachos. Los pasillos discurren y se ramifican en todas direcciones a lo largo de varios kilómetros, comunicando entre sí los departamentos ajenos a la medicina que se encargan del funcionamiento real de la institución: mantenimiento, gestión económica, ingeniería, administración general. Mientras que las plantas superiores se han adecentado y habilitado con buen gusto, la decoración del subsuelo conjuga las baldosas marrones de material sintético con la pintura de color hueso barnizado. El aire es seco y caliente, y por algunas puertas entreabiertas se ven máquinas amenazadoras y tubos de conducción eléctrica, anchos come desagües de retrete.

Aquel día había un tráfico regular de peatones uniformados, tan pálidos e inexpresivos como los habitantes de una ciudad subterránea que suspirasen por la luz del sol. El Departamento de Patología destacaba de un modo agradable: era grande, estaba bien iluminado, contaba con un mobiliario elegante que combinaba el gris y el azul de montaña, y en él trabajaban entre cincuenta y sesenta técnicos que clasificaban las muestras de sangre, hueso y tejido que les enviaban de arriba. El equipo informatizado rechinaba, zumbaba y traqueteaba, eficazmente asistido por un batallón de expertos. Los ruidos eran sordos, los teléfonos tintineaban con delicadeza en el aire artificial. Hasta las máquinas de escribir parecían tener sordina mientras registraban discretamente los secretos de la condición humana.

Había orden, eficiencia y tranquilidad, y dominaba la sensación de que por lo menos el dolor y la justa ira que suscita la enfermedad se controlaban. La muerte se tenía a raya, se medía, se calibraba, se analizaba. Cuando ésta ganaba un combate, el equipo perdedor analizaba los resultados y los introducía en el banco de datos de la maquinaria. El papel brotaba sin cesar, infinito como una carretera y adornado de jeroglíficos. Me quedé un momento en la puerta, impresionada por lo que veía. Eran detectives del microscopio que andaban tras asesinos de un orden distinto de los que yo perseguía.

– ¿Qué desea?

Me fijé en la recepcionista, que me estaba observando.

– Busco al doctor Fraker. ¿Sabe si está aquí?

– Debería estar. Siga ese pasillo, gire a la izquierda en el primer cruce, luego a la izquierda otra vez y pregunte por allí.

Lo encontré en un compartimiento modular de paredes recubiertas de estanterías y amueblado con una mesa, un sillón giratorio, macetas y cuadros. Estaba repantigado en el sillón, con los pies apoyados en el borde de la mesa y hojeando un libro de medicina del tamaño del Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa. Tenía en la mano unas gafas bifocales sin montura y mientras leía chupeteaba una de las patillas. Era un hombre fornido, de espaldas anchas y muslos gruesos. Tenía el pelo espeso, de un blanco plateado, y su piel poseía la tonalidad cálida de una tiza de color carne. Los años le habían dejado en la cara unas arrugas poco pronunciadas, como las de las sábanas de algodón que, al acabar la colada, necesitan almidonarse y pasar por la plancha. Vestía la bata verde de los cirujanos y calzaba los chanclos de rigor.

– ¿Doctor Fraker?

Alzó la mirada y en sus ojos grises destelló una señal de reconocimiento. Me señaló con el dedo.

– La amiga de Bobby Callahan.

– Exactamente. Quería hablar con usted.

– Pues claro que sí. Pase, pase.

Se puso en pie y nos dimos la mano. Me señaló la silla que había al lado de la mesa y me senté.

– Podemos hablar en otro momento, si no le viene bien ahora -dije.

– De ningún modo. ¿Qué puedo hacer por usted? Glen me dijo que Bobby había contratado a alguien para investigar el accidente.

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