16
Volví al despacho a última hora y pasé a máquina las notas que había tomado. No eran muchas, pero no me gusta que el trabajo se me acumule. Aunque Bobby había muerto, cada tanto redactaba informes y minutas parciales, pero únicamente para mi propio uso. Acababa de meter su expediente en el cajón y estaba limpiando el escritorio cuando oí un golpecito en la puerta y vi la cabeza de Derek Wenner.
– Ah. Hola -dijo-. Pensé que la encontraría aquí.
– Hola, Derek -dije-. Pase.
Titubeó durante unos momentos mientras paseaba la mirada por mi reducido espacio oficinesco.
– Me lo había imaginado de otra manera -dijo-. Es agradable. Quiero decir que es pequeño, pero eficiente. Eeeeh… ¿qué tal la caja de Bobby? ¿Ha habido suerte?
– No la he mirado aún, he estado ocupada con otras cosas. Pero siéntese.
Cogió una silla y se sentó, sin abandonar todavía la inspección ocular del despacho. Llevaba un suéter deportivo, pantalón blanco y zapatos de dos colores.
– De modo que es aquí donde… ¿eh?
Supuse que aquella era su forma de entender las conversaciones. Tomé asiento y le dejé divagar un poco. Parecía nervioso y fui incapaz de adivinar por qué se había presentado en mi oficina. Cruzamos murmullos e interjecciones para poner de manifiesto nuestra buena voluntad. Nos habíamos visto hacía unas horas y no teníamos mucho que decirnos.
– ¿Qué tal está Glen? -le pregunté.
– Bien -dijo asintiendo con la cabeza-. Está muy bien. No sé cómo lo ha conseguido, diantre, aunque ya sabe usted que es una mujer de buena pasta. -Tendía a expresarse con entonación dubitativa, como si no estuviera totalmente seguro de decir la verdad. Carraspeó y la voz le cambió de timbre-. Bueno, le diré por qué estoy aquí. El abogado de Bobby me llamó hace un rato para hablar del testamento de Bobby. ¿Conoce a Varden Talbot?
– Personalmente, no. Me envió una copia de los informes redactados a raíz del accidente de Bobby, pero no sé nada más de él.
– Un tipo listo -dijo Derek. Vi que se atascaba. Era cuestión de tirarle de la lengua, de lo contrario podíamos estar allí el día entero.
– ¿Y qué le contó?
La cara de Derek era una mezcla asombrosa de nerviosismo y descreimiento.
– Pues algo sorprendente -dijo-. Por lo que me dijo, creo que mi hija va a heredar todo el dinero de Bobby.
Tardé un poco en deducir que la hija a la que se refería era Kitty Wenner, cocainómana, domiciliada actualmente en el pabellón psiquiátrico del St. Terry.
– ¿Kitty? -exclamé.
Se removió en la silla.
– También yo me llevé una sorpresa, no crea. Según Varden, Bobby hizo testamento al entrar en posesión de su herencia, hace tres años. Se lo dejó todo a Kitty. Poco después del accidente añadió un codicilo en que legaba una pequeña cantidad a los padres de Rick.
Estuve a punto de decir "¿A los padres de Rick?", como si sufriese de ecolalia, pero me mordí la lengua y le dejé continuar.
– Glen no volverá hasta la noche, o sea que no lo sabe aún. Supongo que querrá hablar con Varden por la mañana. Varden me dijo que haría una fotocopia del testamento y nos la mandaría a casa. Aún tiene que adverarlo y protocolizarlo.
– ¿Se conocía ya lo que contenía?
– Que yo sepa, no. -Siguió hablando mientras yo calculaba el significado y alcance de aquel testamento. El dinero es siempre un motivo poderoso. Descubre quién se beneficia económicamente y trabaja a partir de allí. Kitty Wenner. Phil y Reva Bergen.
– Disculpe -dije, interrumpiéndole-. ¿De qué cantidades estamos hablando?
Derek hizo una pausa para acariciarse la mandíbula con la mano, como si pensara en la posibilidad de afeitarse.
– Bueno, cien de los grandes para los padres de Rick, y en fin, no sé. Kitty percibirá probablemente un par de kilos. O sea que en impuestos por herencia la cosa se va a poner…
Todos los ceros expresados empezaron a bailotearme en la cabeza como si fueran bombones. "Cien de los grandes" y "un par de kilos", cien mil dólares y dos millones. Me quedé totalmente impasible, mirándole con fijeza. ¿Por qué habría querido contarme a mí todo aquello?
– ¿Y cuál es la pega? -pregunté.
– ¿Qué?
– Que por qué me lo cuenta. ¿Hay algún problema, acaso?
– Bueno, creo que me preocupa la reacción de Glen. Ya sabe lo que piensa de Kitty.
Me encogí de hombros.
– Era dinero de Bobby y éste tenía derecho a disponer de él como le diera la gana. ¿Qué puede decir ella?
– Entonces, ¿cree usted que no impugnará el testamento?
– Oiga, yo no puedo especular sobre lo que Glen hará o dejará de hacer. Hable con ella, a ver qué le dice.
– Sí, será cuestión de hacerlo cuando regrese.
– Supongo que con el dinero se habrá instituido una especie de fideicomiso, dado que Kitty sólo tiene diecisiete años. ¿A quién se ha nombrado fiduciario? ¿A usted?
– No, no. Al banco. Creo que Bobby no tenía una opinión muy elevada de mí. La verdad es que me preocupa el cariz que ha tomado todo esto. Bobby dice que alguien quiere matarle, y cuando muere resulta que Kitty hereda todo su dinero.
– La policía querrá hablar con ella, seguramente.
– Pero usted no cree que Kitty tuviese nada que ver con el accidente de Bobby, ¿verdad?
Ajá, por fin descubría la oreja.
– Para serle franca, me costaría creerlo, pero los de Homicidios pueden tener otra opinión. Es posible que mientras tanto le investiguen también a usted.
– ¡¿A mí?! -Muchos signos ortográficos para tan pocas palabras.
– ¿Y si le ocurriera algo a Kitty? ¿Quién se quedaría con el dinero? Porque Kitty no está precisamente rebosante de salud.
Me miró con incomodidad, sin duda lamentando haber ido. Si lo había hecho con la vaga esperanza de que le tranquilizase, la verdad es que me había limitado a aumentar sus motivos de inquietud. Momentos después daba por terminada la conversación y se ponía en pie mientras me decía que volvería a ponerse en contacto conmigo. Al darse la vuelta para irse, vi que el suéter deportivo se le había pegado a la espalda, y por el sudor me di cuenta de hasta qué punto estaba en tensión.
– Ah, otra cosa, Derek -dije antes de que desapareciera-. ¿Le dice algo el apellido Blackman?
– No, creo que no. ¿Por qué?
– Por curiosidad nada más. Le agradezco que haya venido. Si se entera de alguna otra cosa, hágamelo saber, por favor.
– Así lo haré.
Cuando se hubo marchado, llamé a un amigo que trabaja en la compañía telefónica y le pregunté por S. Blackman. Dijo que lo consultaría y que me llamaría cuando supiese algo.
Bajé al parking y saqué la caja de cartón que había cogido del garaje de Bobby. Volví al despacho e inspeccioné el contenido, sacando los objetos uno por uno. No había más de lo que ya había visto: un par de manuales de radiología, libros de medicina, clips, bolígrafos, cuadernos de notas. Nada que a simple vista tuviera interés. Volví a bajar la caja y la dejé otra vez en el asiento trasero del coche, con la idea de devolverla a la familia de Bobby en cuanto me dejara caer por la casa.
¿Que hacer a continuación? No se me ocurría nada.
Me dirigí a mi domicilio.
Nada más estacionar el coche en la acera de enfrente, me puse a espiar la calle por si había algún rastro de Lila Sams. Aunque sólo la había visto tres o cuatro veces en mi vida, había adquirido unas proporciones desmesuradas y destruido toda la paz y tranquilidad que hasta entonces había asociado a la idea de "casa". Cerré el coche con llave y doblé la esquina para entrar por el patio, sin quitar ojo a la parte trasera de la casa de Henry por si éste se encontraba allí. La puerta de atrás estaba abierta y percibí el aroma de la levadura y la canela que se filtraba por el cancel. Escruté el interior y vi a Henry sentado a la mesa, ante una taza de café y el periódico vespertino.
– ¿Henry?