– Yo no me aprovecharía nunca de Henry.
– Pero si ya lo haces. ¿Cuánto hace que vives aquí por la miseria que pagas? ¿.Un año? ¿Quince meses? No me digas que no has pensado nunca que es una auténtica ganga. Porque si me lo dices, entonces te diré en la cara que eres una embustera y las dos quedaremos en muy mal lugar.
Creo que despegué los labios, pero no pude pronunciar una sola palabra.
– Hablaremos de esto en otra ocasión -murmuró Henry, cogiéndola por el brazo. La obligó a dar un rodeo para evitarme, pero los ojos de Lila seguían clavados en los míos y tenía el cuello y las mejillas enrojecidos de rabia. Me volví para ver cómo se la llevaba Henry hacia la puerta trasera. Se había puesto a protestar en el mismo tono irracional que yo había oído la otra noche. ¿Estaría loca?
Cuando se cerró la puerta tras ellos, el corazón empezó a latirme con fuerza y advertí que estaba empapada de sudor. Me até la llave de casa al cordón de la bamba, me alejé y me puse a trotar antes de que se me calentaran los músculos. Apreté a correr para poner tierra por medio.
Hice cinco kilómetros y volví andando a casa. Las ventanas traseras de Henry estaban cerradas y habían bajado las persianas. Toda la parte de atrás parecía desierta e inhóspita, como un parque estival de atracciones después de cerrar.
Me duché, me puse lo primero que vi y me fui a la calle, con ganas de huir de aquella casa. Aún me sentía picada, pero es que encima empezaba a cabrearme. ¿Por qué se metía aquella mujer donde no la llamaban? ¿Y por qué no había salido Henry en mi defensa?
Caía la tarde cuando entré en Rosie's y no se veía ni un alma. El local estaba a oscuras y olía al tabaco de la noche anterior. El televisor de la barra estaba apagado y las sillas todavía boca abajo encima de las mesas, igual que una compañía de equilibristas haciendo su número. Recorrí el local entero y empujé la puerta batiente de la cocina. Rosie alzó los ojos con sobresalto.
Estaba sentada en un taburete alto de madera y troceaba puerros con una cuchilla de carnicero. No soportaba que nadie se metiera en su cocina, sin duda porque no cumplía ninguna norma sanitaria.
– ¿Qué pasa? -preguntó cuando me vio la cara.
– He tenido un tropiezo con la amiga de Henry -contesté.
– Oh -dijo. Partió un puerro de una cuchillada y saltaron algunas briznas-. Pues por aquí no ha vuelto. Ha aprendido la lección.
– Está como una cabra. Habrías tenido que oírla la noche que os peleasteis. Estuvo renegando y desvariando durante horas. Ahora me acusa de aprovecharme de Henry en el alquiler.
– Anda, siéntate. Tengo que tener una botella de vodka en algún sitio. -Se dirigió al armarito que había encima del fregadero, se alzó de puntillas y cogió una botella de vodka. Rompió el precinto y me sirvió un dedo en una taza de café. Se encogió de hombros y se sirvió otra ración para sí. Bebimos y noté que la sangre me volvía a correr por la cara.
"¡Uh!", exclamé sin querer. El esófago comenzó a escocerme y sentí que el alcohol me perfilaba el estómago. Fue curioso. Siempre había creído que el estómago estaba más abajo. Rosie puso los puerros troceados en un cuenco y limpió la cuchilla en el fregadero.
– ¿Tienes veinte centavos? Dos monedas de diez -dijo con la mano extendida. Rebusqué en el bolso y le di un puñado de calderilla. Se dirigió al teléfono público de la pared. Todo el mundo utiliza este teléfono público, hasta ella.
– ¿A quién llamas? ¿No llamarás a Henry, verdad? -dije alarmada.
– ¡Chist! -Levantó una mano para que me callara y puso los ojos que la gente suele poner cuando descuelgan al otro extremo del hilo. La voz le salió musical y más dulce que el azúcar-: Hola, querida, soy Rosie. ¿Qué haces en este momento? Ajá, creo que será mejor que vengas. Tenemos que hablar de cierto asuntillo. -Colgó sin esperar respuesta y posó en mí una mirada de satisfacción-. La señora Lowenstein viene a charlar un rato conmigo.
Moza Lowenstein tomó asiento en la silla de cromo y plástico que cogí de detrás de la barra. Es una mujer de grandes dimensiones, con unas trenzas del color del hierro colado, con las que se envuelve la cabeza como si fueran cintas de fantasía y con una cara que, a causa de los polvos blancos que se pone, parece tener la consistencia del merengue. Cuando habla con Rosie suele empuñar un talismán defensor, unos cuantos lápices, un cucharón de madera, cualquier objeto. Aquel día se presentó con un trapo de cocina. Rosie, por lo visto, la había sorprendido en plena limpieza y la mujer había salido tal como estaba, como si hubiese recibido una orden. Le tenía miedo a Rosie, al igual que toda persona sensata. Rosie se saltó todos los protocolos y fue derecha al grano.
– ¿Quién es esa Lila Sams? -dijo. Cogió la cuchilla de carnicero y la descargó sobre un pedazo de ternera. Moza dio un respingo. Cuando ésta pudo articular palabra, la voz le salió trémula y pastosa.
– La verdad es que no lo sé. Se presentó en mi casa, según ella porque había leído un anuncio en el periódico, pero se trataba de una equivocación. Yo no alquilaba habitaciones y se lo dije. La pobre se echó a llorar y no tuve más remedio que invitarla a tomar un té.
Rosie se la quedó mirando con incredulidad.
– ¿Y le alquilaste una habitación?
Moza dobló el paño de cocina y le dio esa forma de cangrejo o de croissant que tienen las servilletas de algunos restaurantes.
– Bueno, no. Le dije que se podía quedar conmigo hasta que encontrase alojamiento, pero ella insistió en pagar por las molestias. Dijo que no le gustaba deber nada a nadie.
– A eso se le llama alquilar una habitación. Ahí está -exclamó Rosie.
– Bueno, sí. Dicho de ese modo…
– ¿Y de dónde es esta mujer?
Moza desplegó el paño y se lo pasó por el labio superior, donde la transpiración le había formado un bigote húmedo. Se lo colocó acto seguido en el regazo y se puso a alisarlo con la mano extendida, como si fuera una plancha. Los brillantes ojos de Rosie no se perdían ninguno de sus movimientos y se me ocurrió que igual le daba un tajo con la cuchilla y le cercenaba la mano. Parece que a Moza se le ocurrió lo mismo porque dejó de juguetear con el paño y se quedó mirando a Rosie con cara de culpable.
– ¿Qué?
Rosie repitió la frase, remarcando las sílabas como si hablara con una extranjera.
– ¿De dónde es Lila Sams?
– De un pueblo de Idaho.
– ¿De qué pueblo?
– Bueno, no lo sé -dijo Moza a la defensiva.
– Hay una mujer viviendo en tu propia casa y no sabes de dónde es.
– ¿Y qué importancia tiene eso?
– ¿No sabes qué importancia tiene? -Rosie la miró de hito en hito, con asombro exagerado. Moza apartó los ojos y compuso una mitra de obispo con el patio de cocina.
– Hazme un favor, ¿quieres? Averígualo -dijo Rosie-. ¿Podrás?
– Lo intentaré -dijo Moza-. Aunque no le gusta la gente curiosa. Me lo dijo de un modo categórico.
– Yo también soy categórica. Soy categórica en que no me gusta esa mujer y en que quiero saber qué busca. Averigua de dónde es y Kinsey se encargará del resto. No creo que haga falta decírtelo, Moza, no quiero que Lila Sams se entere. ¿Entendido?
Moza parecía acorralada. Vi que se debatía, tratando de calcular qué era peor: cabrear a Rosie o que Lila Sams la sorprendiera fisgoneando. Iba a ser una lucha muy reñida, pero yo sabía por quién tenía que apostar.