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– Suena horrible, lo siento.

– Pues no te he contado ni la mitad. Bobby me daba ánimos, pero como también él estaba hecho un asco, a veces nos reíamos de todo. Lo echo de menos. Cuando me enteré de que había muerto, estuve a punto de enviarlo todo al carajo, pero entonces oí una vocecita que me dijo: "Coño, Gus, parece mentira, levanta la cabeza… no es el fin del mundo, así que no te comportes como un gilipollas". -Cabeceó-. Era la voz de Bobby, te lo juro. Clavada a la suya. Y levanté la cabeza. ¿Estás investigando su muerte?

Asentí y me quedé mirando a los dos jóvenes que se acercaban a alquilar unos patines. Se hizo el intercambio y Gus volvió a atenderme tras excusarse por la interrupción. Estábamos en verano y aunque hacía un frío anormal, la playa estaba llena de turistas. Le pregunté si sabía en qué andaba metido Bobby. Se removió con intranquilidad y desvió la mirada.

– Tengo una ligera idea, pero no sé qué hacer.

Vamos, que por qué he de decírtelo yo si no te lo contó él.

– Bobby había perdido la memoria. Por eso me contrató. Pensaba que estaba en peligro y quería que yo averiguase lo que sucedía.

– Entonces quizá sea mejor dejarlo estar.

– ¿Qué es lo que hay que dejar estar?

– Oye, yo no sé nada concreto. Sólo lo que Bobby me contó.

– ¿Por qué estás preocupado entonces?

Volvió a apartar la mirada.

– No lo sé. Déjame pensarlo. La verdad es que no sé mucho, pero no quisiera decir nada sin estar seguro del todo. ¿Lo comprendes?

Se lo concedí. Siempre se puede apretar las clavijas a la gente, pero no da buenos resultados. Es mejor esperar a que el otro hable voluntariamente y por iniciativa propia. Se obtiene más así.

– Bueno, ya me llamarás -dije-. Si no lo haces, te arriesgas a que vuelva por aquí, y puedo ponerme muy pesada. -Saqué una tarjeta y la dejé encima del mostrador.

Por lo visto se sentía culpable por resistirse y esbozó una sonrisa.

– Si te apetece, puedes patinar gratis un rato. Es un buen ejercicio.

– Otra vez será, gracias -dije.

Me estuvo observando hasta que salí del parking y giré a la izquierda. Vi por el espejo retrovisor que se rascaba el bigote con el canto de mi tarjeta. Deseaba que me llamase.

Decidí buscar mientras tanto la caja de cartón donde los del laboratorio habían guardado las cosas de Bobby a raíz de su accidente. Me dirigí a la casa. Glen había cogido el avión a San Francisco y no volvería hasta el día siguiente, pero Derek sí estaba y le dije lo que quería.

Puso cara de escepticismo.

– Recuerdo la caja, pero no dónde se guardó. Tal vez en el garaje; si me quiere acompañar…

Cerró la puerta principal al salir, cruzamos el jardín y entramos en el garaje de tres plazas que estaba adjunto a un ala del edificio. En la pared del fondo había armarios empotrados para guardar objetos. Ninguno estaba cerrado con llave y casi todos estaban llenos de cajas que parecían llevar allí más años que Matusalén.

Vi una de cartón que reunía muchas probabilidades. Estaba pegada a la pared, debajo de un banco de carpintero, con un sello que decía "jeringuillas de plástico" encima del nombre del proveedor, y una etiqueta de expedición medio rota, a nombre del Departamento de Patología de Hospital de Santa Teresa. La sacamos y la abrimos. El contenido parecía de Bobby, pero no había nada que valiese la pena. Ningún cuadernito rojo, ninguna alusión a nadie apellidado Blackman, ningún recorte de prensa, ninguna nota misteriosa, ninguna carta personal. Había libros de medicina, dos manuales de instrucciones para el equipo radiológico y material de oficina totalmente inofensivo. ¿Qué iba a hacer yo con una cajita de clips y un par de bolígrafos?

– No parece gran cosa -observó Derek.

– No parece nada en absoluto -repliqué-. ¿Le importa si a pesar de todo me la llevo? Puede que le eche otro vistazo.

– No, de ningún modo. Pero permítame. -Me hice atrás, levantó la caja del suelo y la llevó hasta mi coche. Habría podido hacerlo yo, pero ¿para qué ofenderle, si para él era tan importante? Apartó algunos trastos y entre los dos instalamos la caja en el asiento trasero. Le dije que le llamaría me fui.

Volví a mi domicilio y me puse el chándal. Cerraba la puerta cuando por la esquina aparecieron Henry y Lila Sacos. Iban cogidos del brazo, rozándose con las caderas. El era varios centímetros más alto que ella y parecía una sílfide en aquellos detalles en que ella parecía una foca. La felicidad coloreaba las mejillas de Henry y le daba esa aura especial que tienen las personas cuando acaban de enamorarse. Llevaba unos pantalones de dril de color azul claro, y una camisa del mismo tono que casi volvía luminosos sus ojos azules. Tenía el pelo recién cortado y supuse que para celebrar la ocasión habría recurrido a algún "estilista". Cuando Lila me vio se le crispó un tanto la sonrisa, pero se recuperó en el acto y se echó a reír como una niña.

– Ah, Kinsey, mire, mire qué acaba de comprarme -dijo enseñándome la mano. Se trataba de un anillo con un diamante supergordo que deseé fuera más falso que Judas.

– Hala, qué bonito. ¿Qué se celebra? -pregunté con el corazón en un puño. No me cabía en la cabeza que se hubieran comprometido. Aquella mujer no le convenía, era artificial y frívola, mientras que él era un hombre de una pieza.

– Sólo celebramos el habernos conocido -dijo Henry mirándola-. ¿Cuándo fue? ¿Hace un mes? ¿Seis semanas?

– Ay, pero qué malo es este hombre -dijo ella dando en el suelo una patadita con el piececito-. Como sigas así, te obligaré a que lo devuelvas. Nos conocimos el doce de junio. Era el cumpleaños de Moza y yo acababa de mudarme. Fuiste tú quien le llevó el té que nos sirvió y desde entonces no has dejado de mimarme. -Bajó la voz para adoptar un tono confidencial-. ¿Verdad que es un hombre terrible?

Yo no sé hablar así a los demás, no sé intercambiar bromas y pullas que no tienen sentido. Noté que la sonrisa se me ponía tensa, pero no iba a borrármela de la cara, faltaría más.

– Yo creo que es un hombre estupendo -dije, aunque el elogio me sonó un poco a inexperto e idiota.

– Pues claro que es estupendo -dijo ella en un arrebato Y que nadie se atreva a decir lo contrario. Pero es tan ingenuo que cualquiera podría aprovecharse de él.

Lo había dicho con un tono que de pronto se había vuelto pendenciero, como si yo hubiese ofendido a Henry. Percibí el tintineo de las señales de alarma, pero fui incapaz de adivinar lo que llegó a continuación. Me señaló con el dedo, y sus uñas pintadas de rojo perforaron el aire a escasos centímetros de mi cara.

– Por ejemplo, tú, mala mujer -añadió-. Se lo dije a Henry y te lo voy a decir a ti en la cara, lo que pagas de alquiler es un abuso y sabes muy bien que le estás robando sin que se dé cuenta.

– ¿Qué?

Entornó los ojos y acercó la cara a la mía.

– No te hagas la tonta conmigo. ¡Doscientos dólares al mes! ¿Habrase visto? ¿Sabes por cuánto se alquilan los estudios en esta zona? Por trescientos. O sea que cada vez que le extiendes un cheque le robas cien dólares. Abusona, eso es lo que eres, una abusona.

– Lila, por favor -dijo Henry, interrumpiéndola. Parecía desconcertado ante aquel ataque sorpresa, aunque saltaba a la vista que habían hablado del asunto-. No hablemos de eso ahora. Kinsey tendrá cosas que hacer.

– Seguro que nos puede dedicar unos minutos -dijo Lila, dirigiéndome una mirada que echaba chispas.

– Seguro -dije en voz baja y me quedé mirando a Henry con fijeza-. ¿Está usted descontento de mí? -Sentí esa mezcla enfermiza de trío y calor que produce el síndrome de la comida china. ¿Pensaría en serio que abusaba de él?

Lila volvió a entrometerse y respondió antes de que Henry pudiese abrir la boca.

– No trates ahora de comprometerle -dijo-. Te admira y te respeta muchísimo, por eso no ha tenido valor para decírtelo hasta ahora. Pero ya me gustaría a mí darte unos azotes en el culo. ¿Cómo te atreves a aprovecharte así de este cacho de pan? Debería darte vergüenza.

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